CAPÍTULO 17

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EN LAS SOMBRAS,

GUNIS

—¿Estás seguro de que eso es una roca? —preguntó Paithan, escrutando en la penumbra una cornisa de color blanco grisáceo que asomaba debajo de su posición, apenas visible entre una maraña de hojas y enredaderas.

—Claro que estoy seguro —contestó Roland—. Recuerda que nosotros ya hemos hecho esta ruta anteriormente.

—Es que no he oído hablar nunca de formación de roca tan arriba en la jungla.

—Recuerda que ya no estamos tan arriba, precisamente. Hemos descendido un trecho considerable, desde el inicio del viaje.

__ ¡Escuchad! Quedándonos aquí a contemplar el panorama no vamos a ninguna parte —intervino Rega con los brazos en jarras—. Ya llevamos ciclos de retraso respecto a la fecha de la entrega y podéis estar seguros de que ese Barbanegra va a exigirnos una rebaja en el precio. ¡Si tú tienes miedo, elfo, bajaré yo!

—No, lo haré yo —replicó Paithan—. Peso menos que tu y, si la cornisa es inestable, podré…

__ ¡Que pesas menos que yo! —lo interrumpió ella—. ¿Acaso insinúas que estoy gor…?

—Bajaréis los dos —intervino Roland en tono conciliador—. Primero os descolgaré a ambos hasta la cornisa; desde allí, tú, Paithan, ayudarás a Rega a descender hasta el fondo. Luego, iré bajando los cestos hasta la roca y tú te encargarás de pasarlos a mi her…, hum…, a mi esposa.

—Mira, Roland, yo opino que el elfo debería descolgarnos a ti y a mí y…

—Sí, Hojarroja. A mí también me parece que esto último es la mejor solución…

—¡Tonterías! —lo cortó Roland, complacido de su tortuosa estratagema y tramando nuevos planes para la pareja—. Yo soy el más fuerte de los tres y el trecho hasta la cornisa es el más largo del descenso. ¿Tenéis algo que decir a esto?

Paithan dirigió una mirada furiosa al humano, observó su rostro atractivo de mandíbulas cuadradas y sus poderosos bíceps y mantuvo la boca cerrada. Rega no miró siquiera a su hermano; mordiéndose el labio, cruzó los brazos y clavó la vista en las lóbregas sombras de la jungla que se adivinaba a sus pies.

El elfo fijó una cuerda en torno a una rama gruesa, se ciñó el otro extremo a la cintura y saltó del borde del precipicio casi sin dar tiempo a que Roland agarrara la cuerda para controlar su descenso. Bajó a saltos, amortiguando ágilmente con las piernas los golpes contra las paredes verticales de musgo, mientras Roland sujetaba la cuerda para que Paithan no oscilara demasiado.

De pronto, desapareció la tensión de la cuerda y se escuchó la voz del elfo desde muy abajo:

—¡Muy bien! ¡Ya he llegado! —Tras unos instantes de silencio, los humanos volvieron a oír su voz, entre disgustada y asqueada—. ¡Esto no es una roca! ¡Es un maldito hongo!

—¿Un qué? —gritó Roland, asomándose al precipicio cuanto se atrevía.

—¡Un hongo! ¡Una seta gigante!

Al percatarse de la mirada colérica que le dirigía su hermana, Roland se encogió de hombros.

—¿Cómo iba a saberlo? —murmuró.

—De todos modos, me parece que es lo bastante resistente como para utilizarlo de plataforma —prosiguió Paithan tras otra breve pausa. Los dos humanos captaron algo más acerca de que habían tenido «una suerte increíble», pero las palabras se perdieron entre la vegetación.

—Es todo lo que necesitábamos saber —comentó Roland con aire animoso—. Muy bien, her…

—¡Deja de llamarme así! ¡Hoy ya lo has hecho dos veces! ¿Qué te propones?

—Nada. Lo siento. Es sólo que tengo muchas cosas en la cabeza. Vamos, es tu turno.

Rega se anudó la cuerda a la cintura, pero no se descolgó de inmediato por el borde. Echando un vistazo a la jungla que tenía detrás, se estremeció y se frotó los brazos.

—Odio todo esto.

—No haces más que repetirlo y ya te estás poniendo pesada. A mí tampoco me entusiasma, pero cuanto antes terminemos, antes podremos volver donde luce el sol.

—No…, no es sólo la oscuridad de aquí abajo. Se trata de algo más. Algo anda mal, ¿no lo notas? Hay demasiado…, demasiado silencio.

Roland hizo una pausa, miró a su alrededor y prestó atención. Su hermana y él habían pasado juntos tiempos difíciles. El mundo exterior se había mostrado esquivo con ellos desde la cuna y los dos hermanos habían aprendido a confiar únicamente el uno en el otro. Rega poseía una percepción intuitiva, casi animal, respecto a las personas y a la naturaleza. Las pocas veces que Roland, el mayor de los dos, había hecho caso omiso de los consejos o advertencias de su hermana, lo había lamentado. El humano conocía a fondo los bosques y, ahora que prestaba atención a la espesura, también él advertía el extraño silencio.

—Es posible que aquí abajo reine siempre esta calma —apuntó—. No corre la más leve brisa y, como estamos acostumbrados al murmullo del viento en las hojas y todo eso…

—No, no es sólo eso. Tampoco se escucha el menor sonido de animales, ni se aprecia el menor rastro de su presencia. Y ya hace casi un ciclo que han dejado de oírse. Incluso por la noche. Hasta los pájaros han enmudecido. —Rega meneó la cabeza—. Es como si todas las criaturas de la jungla se hubieran ocultado.

—Tal vez sea porque estamos cerca del reino de los enanos. Sí, tiene que ser eso, nena. Querida. ¿Qué, si no?

—No lo sé —respondió Rega, escrutando atentamente las sombras—. No lo sé. En fin, espero que tengas razón. ¡Vamos allá! —añadió de improviso—. ¡Acabemos de una vez!

Roland ayudó a su hermana a saltar del borde del precipicio y Rega descendió con la misma soltura que Paithan. Al llegar abajo, el elfo alzó las manos para ayudarla a posarse en el hongo, pero la mirada que ella le lanzó con sus ojos oscuros le advirtió que era mejor que se apartara. Rega aterrizó ágilmente en la amplia plataforma que constituía el hongo y en sus labios apareció una leve mueca de asco al observar la desagradable masa blanca grisácea en la que se apoyaban sus pies. La cuerda, que Roland soltó desde arriba, cayó a sus pies formando un ovillo. Paithan empezó a atar la cuerda a una rama de la pared del precipicio.

—¿A qué está adherido este hongo? —preguntó Rega en un tono de voz frío, desprovisto de emoción.

—Al tronco de algún árbol enorme —respondió Paithan en el mismo tono, al tiempo que señalaba las estrías de la corteza de un tronco más grueso que el elfo y la humana puestos hombro con hombro.

—¿Está firme? —quiso saber ella, asomándose al vacío, con inquietud. Abajo se divisaba otra planicie de musgo. La distancia no era excesiva si una descendía con la cuerda firmemente atada a la cintura pero, sin ella, la caída sería larga y desagradable.

—Yo, que tú, no me pondría a dar saltos —apuntó Paithan.

Rega escuchó el comentario irónico y le lanzó una mirada furiosa; luego, volvió la cabeza hacia arriba y gritó:

—¡Apresúrate, Roland! ¿Qué andas haciendo?

—¡Un momento, querida! Tengo un pequeño problema con uno de los tyros.

Roland, con una sonrisa, se sentó al borde del precipicio, apoyó la espalda en una rama y se relajó. Con una vara, azuzaba de vez en cuando a uno de los tyros para hacerlo berrear.

Rega frunció el entrecejo, se mordió el labio y se quedó en el borde del hongo, lo más lejos posible del elfo. Paithan, silbando para sus adentros, aseguró su cuerda en torno a la rama, la probó y empezó a atar la de Rega.

No quería mirarla, pero no pudo evitarlo. Sus ojos no dejaban de lanzar miradas en dirección a ella, de decirle a su corazón cosas que éste no tenía el menor interés por escuchar.

«Mírala», le decían. «Estamos en medio de esta tierra maldita por Orn, los dos solos encima de un hongo que cuelga de un abismo, y ahí la tienes, más fría que el lago Enthial. ¡Nunca has conocido otra mujer igual!».

«¡Y con suerte», le susurró al oído otra vocecilla maliciosa, «nunca volverás a encontrar otra!».

«Qué suaves cabellos… ¿Qué aspecto tendrán cuando se suelta esa trenza y le caen sobre los hombros desnudos y se desparraman sobre sus senos…? Sus labios…, el beso me ha sabido tan dulce como imaginaba…».

«¿Por qué no te arrojas al precipicio?», le aconsejó la molesta vocecilla. «Ahórrate toda esta agonía. Ella se propone seducirte, hacerte chantaje. Te está tomando por estúp…».

Rega soltó un jadeo y retrocedió involuntariamente hasta asirse con ambas manos al tronco que tenía a su espalda.

—¿Qué sucede? —Paithan soltó la cuerda y se acercó a ella. Rega tenía la vista fija al frente, concentrada en la jungla. Paithan siguió la dirección de la mirada—. ¿Qué es? —preguntó—. ¿Lo ves?

—¿Qué?

Rega parpadeó y se frotó los ojos.

—No…, no sé. —Su voz expresaba perplejidad—. Parece como…, ¡como si la jungla se moviera!

—Será el viento —replicó Paithan, casi irritado, sin querer reconocer el miedo que había pasado, ni el hecho de que no lo había sentido por sí mismo.

—¿Notas alguna corriente de aire? —insistió ella.

No, no la notaba. La atmósfera era calurosa y opresiva; el aire estaba inmóvil. Le vino a la cabeza la imagen inquietante de un dragón, pero no se notaba vibrar el suelo. No se oía el ruido sordo de las criaturas que vivían entre la maleza al desplazarse. Paithan no captaba sonido alguno. Todo estaba silencioso. Demasiado silencioso.

De pronto, encima de ellos, surgió un grito:

—¡Eh! ¡Volved aquí! ¡Condenados tyros…!

—¿Qué sucede? —aulló Rega dándose la vuelta y, acercándose al extremo del hongo cuanto le pareció prudente, intentó sin éxito ver qué sucedía—. ¡Roland! —La voz se le quebró de miedo—. ¿Qué sucede ahí arriba?

—¡Esos estúpidos tyros se han desbocado!

Las exclamaciones de Roland se desvanecieron en la distancia. Rega y Paithan oyeron el crujido de ramas y enredaderas al quebrarse y notaron las fuertes pisadas de Roland, que hacían vibrar el tronco. Luego, reinó de nuevo el silencio.

—Los tyros son animales dóciles. No se dejan llevar por el pánico —afirmó Paithan, tragando saliva para humedecer su seca garganta—. No lo hacen nunca, a menos que vean algo que realmente los aterrorice.

—¡Roland! —Aulló Rega—. ¡Deja que se vayan!

—Calla, Rega. No puede hacerlo… Los tyros llevan las armas…

—¡Me da igual! —gritó ella, frenética—. ¡Por mí, os podéis ir todos al infierno: las armas, los enanos, el dinero y tú! ¡Roland! ¡Vuelve! —Descargó los puños sobre el tronco del árbol mientras añadía—: ¡No nos dejes atrapados aquí abajo! ¡Roland!

—¿Qué ha sido eso…?

Rega se volvió en redondo, jadeante. Paithan, muy pálido, estaba observando la jungla.

—Nada —dijo con una mueca tensa.

—Mientes. ¡Lo has visto! —Replicó ella con un siseo—. ¡Has visto cómo se movía la jungla!

—Es imposible. Es un efecto óptico. Estamos cansados, no hemos dormido lo suficiente y los ojos nos engañan…

Un grito aterrador hendió el aire encima de ellos.

—¡Roland! —exclamó Rega. Apretando el cuerpo contra la corteza del árbol, sus manos se aferraron a la madera e intentaron escalar el tronco. Paithan la agarró y tiró de ella para impedírselo. Furiosa, la humana se debatió en sus brazos.

Tras otro grito ronco, llegó a sus oídos un alarido:

—¡Reg…!

La palabra quedó cortada por un jadeo sofocado.

De pronto, a Rega le fallaron las piernas y se derrumbó contra Paithan. El elfo la sostuvo y llevó una mano a su cabeza, presionando el rostro moreno contra su pecho. Cuando la hubo tranquilizado, volvió a apoyarla en el árbol y se movió hasta colocarse delante de ella, protegiéndola con el cuerpo.

Cuando ella advirtió lo que hacía, intentó apartarlo a un lado.

—No, Rega. Quédate donde estás.

—¡Quiero ver, maldita sea! Lucharé… —En su mano brilló el raztar.

—No sé contra qué —susurró Paithan—. ¡Ni cómo!

El elfo se apartó y Rega se asomó detrás de él, con los ojos abiertos como platos. Al momento, volvió a encogerse contra el pecho del elfo, deslizando el brazo en torno a su cintura. Abrazados, los dos contemplaron cómo la jungla se movía en silencio, envolviéndolos.

No lograron distinguir ninguna cabeza, ni ojos, brazos, piernas o cuerpo alguno, pero los dos tuvieron la profunda impresión de que estaban siendo observados, escuchados y localizados por unos seres terriblemente inteligentes y extremadamente malévolos.

Y, entonces, Paithan los vio. O, más que verlos, advirtió que una parte de la jungla se separaba del resto y avanzaba hacia él. Pero hasta que no la tuvo muy cerca, con la cabeza casi a la altura de la suya, el elfo no se dio cuenta de que estaba ante lo que parecía un humano gigantesco. Paithan advirtió la silueta de dos piernas y dos pies caminando sobre la vegetación. La cabeza del ser monstruoso estaba casi a la altura del hongo en el que se hallaban y la criatura avanzaba directamente hacia ellos, mirándolos con fijeza. Incluso aquel sencillo acto de dar unos pasos producía horror debido a que, aparentemente, la criatura no podía ver lo que perseguía.

El ser carecía de ojos; en su lugar, en el centro de la frente, parecía tener horadado un gran agujero rodeado de piel.

—¡No te muevas! —dijo Rega con un jadeo entrecortado—. ¡No hables! Quizá no pueda localizarnos.

Paithan la abrazó con fuerza y no respondió. No quería echar por tierra sus esperanzas. Un momento antes, los dos habían armado tal alboroto que hasta un elfo ciego, sordo y borracho podría haberlos descubierto.

El gigante se acercó y Paithan apreció por qué le había producido la impresión de una porción de jungla en movimiento. Su cuerpo estaba cubierto de hojas y enredaderas de pies a cabeza, y su piel tenía el color y la textura de la corteza de un árbol. Incluso cuando lo tuvo casi encima, a Paithan le costó diferenciarlo del fondo selvático. La cabeza bulbosa estaba desnuda, y la coronilla y la frente, calvas y de color blancuzco, destacaban de lo que tenía alrededor.

El elfo lanzó una rápida mirada en torno a sí y distinguió veinte o treinta de aquellos gigantes emergiendo de la espesura y deslizándose hacia ellos con movimientos ágiles y en un silencio absoluto, sobrenatural.

Paithan, arrastrando consigo a Rega, retrocedió hasta que su espalda chocó con el tronco del árbol. Fue un gesto desesperado y vano, pues era evidente que no había escapatoria. Las cabezas los miraban fijamente con sus espantosos agujeros vacíos y oscuros. El gigante más próximo posó sus manos en el borde del hongo y dio una sacudida a éste.

La precaria plataforma tembló bajo los pies de Paithan. Otro gigante se unió al primero, alargando sus dedos enormes hasta agarrar la seta. Paithan contempló las manos inmensas y, con una especie de terrible fascinación, advirtió que estaban cubiertas de sangre seca.

Los gigantes tiraron del hongo, éste tembló de nuevo y Paithan oyó cómo se desgarraba del árbol. A punto de perder el equilibrio, el elfo y la humana se abrazaron.

—¡Paithan! —Gritó Rega, quebrándosele la voz—. ¡Lo siento! ¡Te quiero! ¡Te quiero de veras!

Paithan quiso responder, pero no pudo. El miedo le había atenazado la garganta, lo había dejado sin aliento.

—¡Bésame! —jadeó ella—. Así no veré cómo…

El elfo tomó el rostro de Rega entre sus manos, obstruyéndole la visión. Luego, también él cerró los ojos y apretó sus labios contra los de ella.

Y el mundo pareció hundirse bajo sus pies.