CAPÍTULO 14

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EN ALGÚN LUGAR DE GUNIS

«Conocemos las mejores rutas», le había dicho Rega a Paithan.

Pero no existían rutas mejores que otras. Sólo había una. Y ni Rega ni Roland la habían visto nunca. Ninguno de los dos hermanos había estado jamás en el reino de los enanos, detalle que se cuidaron de revelar al elfo.

—¿Qué puede tener de especial? —Le había dicho Roland a su hermana—. Será como cualquier otra ruta a través de la selva.

Pero no lo era y, al cabo de algunos ciclos de viaje, Rega empezó a pensar que habían cometido un error, o varios.

El camino, donde podía llamarse así, era muy reciente. Había sido abierto en la jungla por manos enanas, lo cual significaba que avanzaba muy por debajo de los niveles superiores de los enormes árboles, donde humanos y elfos se sentían más cómodos. La senda daba vueltas y revueltas a través de regiones umbrías y lóbregas. En las escasas ocasiones en que la luz del sol llegaba hasta ellos, parecía reflejada a través de un tejado de verdor.

Allá abajo, el aire parecía atrapado por las ramas que quedaban más arriba. Era rancio, cálido y húmedo. Las lluvias torrenciales sobre las copas de los árboles descendían en regueros hasta allí, filtradas a través de incontables ramas, hojas y lechos de musgo. El agua no era clara y fresca, sino que tenía un color parduzco y un intenso sabor a musgo. Era un mundo distinto, deprimente, y al cabo de un pentón[22] de marcha, los dos humanos del grupo estaban profundamente hartos de él. El elfo, siempre interesado en nuevos lugares, lo encontró bastante emocionante y mantuvo su habitual actitud animosa.

Sin embargo, el sendero no había sido abierto para el paso de caravanas cargadas. Con frecuencia, las enredaderas, árboles y zarzas eran tan tupidos que los tyros no podían atravesarlos con la carga sobre sus cuerpos acorazados. Cuando tal cosa sucedía, los tres tenían que descargar las cestas y arrastrarlas a mano por la jungla, sin dejar de regalar los oídos de los tyros con halagos para convencerlos de que siguieran adelante.

En varias ocasiones, el camino se interrumpía al borde de un lecho de musgo gris e hirsuto y era preciso descender hasta profundidades aún más lóbregas, pues los enanos no habían tendido puentes que unieran los bordes de los precipicios. Al llegar a uno de ellos, fue preciso descargar de nuevo a los tyros para que pudieran tender sus hilos y bajar por su cuenta. Los pesados cestos de la mercancía tendrían que bajarse a mano.

Arriba, con los brazos casi descoyuntados, los humanos se prepararon y fueron dando cuerda lentamente, transportando el equipaje. La mayor parte del trabajo correspondía a Roland. El cuerpo delgado y la escasa musculatura de Paithan servían de poco. Finalmente, éste se encargó de fijar la cuerda en torno a la rama de un árbol y atarla con firmeza mientras Roland, con una fuerza que al elfo le pareció maravillosa, se ocupaba del descenso de los bultos sin ayuda alguna.

Primero bajó Rega, a fin de poder desatar los cestos cuando llegaran al fondo y para asegurarse de que los tyros no escapaban. A solas en el fondo del precipicio, entre aquellas procelosas tinieblas gris verduscas, acompañada de gruñidos y resoplidos y de la súbita llamada espeluznante del mono vampiro, Rega asió el raztar y maldijo el día en que había permitido que Roland la metiera en aquel asunto. Y no sólo por el peligro, sino por otra razón: algo completamente imprevisto, inesperado. Rega estaba enamorándose.

—¿De veras viven los enanos en sitios así? —preguntó Paithan mirando cada vez más arriba, pero sin ni siquiera así conseguir ver el sol a través de la densa masa de musgo y ramas que lo cubría.

—Sí —respondió Roland lacónicamente, no muy dispuesto a tratar el asunto por miedo a que el elfo le hiciera más preguntas sobre los enanos de las que estaba preparado para contestar.

Los tres estaban descansando tras salvar el mayor de los precipicios que habían encontrado hasta entonces. Las cuerdas de cáñamo apenas habían alcanzado el fondo e incluso Rega había tenido que subirse a un árbol para desatar los cestos, que habían quedado colgando a unos palmos del suelo.

—¡Vaya, si tienes las manos cubiertas de sangre! —exclamó Rega.

—¡Bah, no es nada! —Dijo Paithan, mirándose con tristeza las palmas llenas de rasguños—. He resbalado cuando ya estaba en el último tramo de cuerda.

—Es este maldito aire húmedo —murmuró Rega—. Me parece estar viviendo en el fondo del mar. Ven, deja que me ocupe de ella. Roland, querido, tráeme un poco de agua limpia.

Roland, rendido de agotamiento sobre el musgo gris, lanzó una mirada furiosa a su «esposa»: «¿Por qué yo?», decía su actitud.

Rega devolvió a su «marido» una torva mirada de reojo que parecía replicar: «Dejarme a solas con él fue idea tuya».

Roland, rojo de ira, se puso en pie y se adentró en la jungla llevándose el odre del agua.

Aquélla era la ocasión perfecta para que Rega continuara su maniobra de seducción del elfo. Era evidente que Paithan la admiraba, tratándola con indefectible cortesía y respeto. De hecho, Rega no había conocido nunca a un hombre que la tratara tan bien. Pero al tener aquellas manos finas y blancas de dedos largos y esbeltos entre las suyas, cortas y morenas, con los dedos rechonchos, Rega se sintió de pronto tímida y torpe como una muchacha de pueblo en su primer baile.

—Tu tacto es muy agradable —dijo Paithan.

Rega se sonrojó, alzó los ojos hacia él bajo sus largas pestañas negras y encontró los de Paithan, que la contemplaban con una expresión inusual en el despreocupado elfo: su mirada era grave, seria.

«Ojalá no fueras la esposa de otro hombre».

«¡No lo soy!», quiso gritar Rega.

La mujer notó un temblor en los dedos, los retiró rápidamente y se volvió para rebuscar algo en su equipaje. «¿Qué me sucede?», se dijo. «¡Es un elfo! ¡Lo que nos interesa es su dinero! ¡Esto es lo único que importa!».

—Tengo un ungüento de corteza de sporn. Me temo que te va a escocer, pero mañana por la mañana estarás curado.

—La herida que sufro no curará nunca.

La mano de Paithan acarició el brazo de Rega con gesto dulce y cariñoso. Rega se quedó completamente inmóvil y dejó que la mano se deslizara sobre su piel, brazo arriba, despertando a su paso un verdadero incendio de pasiones. La piel le ardía y las llamas se le extendían por el pecho y le oprimían los pulmones. La mano del elfo se deslizó luego por la espalda de la mujer hasta rodearla por la cintura para atraerla hacia él. Rega, asida con fuerza al frasco de ungüento, no opuso resistencia pero no miró a Paithan en ningún momento. Era incapaz de hacerlo. Todo aquello saldría bien, se dijo.

La piel del elfo era suave, los brazos delgados, el cuerpo ágil. Rega trató de pasar por alto el hecho de que el corazón le latía como si fuera a salírsele del pecho.

«Roland volverá y nos encontrará… besándonos… y entre los dos vamos a… a jugársela a este elfo…».

—¡No! —exclamó Rega, y se zafó del abrazo de Paithan. La piel le ardía pero, inexplicablemente, fue presa de un escalofrío—. ¡No…, no hagas eso!

—Lo siento —murmuró Paithan, retirando el brazo de inmediato. También él respiraba agitadamente, con jadeos entrecortados—. No sé qué me ha sucedido. Tú estás casada y debo aceptarlo.

Rega no respondió. Se mantuvo de espaldas al elfo, deseando más que nada en el mundo que él la estrechara entre sus brazos pero consciente de que volvería a rechazarlo si lo hacía.

«Es una locura», se dijo, secándose una lágrima con el revés de la mano. «He dejado que me pusieran la mano encima hombres que no me importaban en absoluto y ahora, en cambio, a éste…, lo quiero…, y no puedo…».

—No volverá a suceder, te lo prometo —añadió Paithan.

Rega comprendió que hablaba en serio y maldijo su corazón, que se encogía y agonizaba ante tal perspectiva. Le diría la verdad. Ya tenía las palabras en los labios, pero se contuvo.

¿Qué iba a explicarle? ¿Que Roland y ella no eran esposos, sino hermanos, que le habían mentido para sorprender al elfo en una relación indecorosa, que habían proyectado someterlo a chantaje? Rega imaginó su mirada de asco y de odio. Seguro que la abandonaría.

«Será mejor que lo hagas», le susurró la voz fría y dura de la lógica. «¿Qué posibilidades tienes de ser feliz con un elfo? Aunque encontraras un modo de decirle que estás libre para aceptar su amor, ¿cuánto duraría? Él no te quiere de verdad; ningún elfo puede amar de verdad a un humano. Sólo está entreteniéndose. No serías más que un pasatiempo, un coqueteo que duraría un par de estaciones, como mucho. Después, te abandonaría para regresar con los suyos y tú serías una proscrita entre tu propia gente por haberte entregado a las caricias de un elfo».

«No», replicó Rega con terquedad. «Paithan me ama. Lo he visto en sus ojos y tengo una prueba de ello: no ha intentado forzarme en sus requerimientos».

«Muy bien», insistió la irritante vocecilla. «Digamos que tienes razón y te quiere. ¿Qué sucede entonces? Los dos quedáis proscritos. El no puede volver con los suyos y tú, tampoco. Vuestro amor es estéril, pues elfos y humanos no pueden reproducirse. Los dos vagáis por el mundo en soledad. Transcurren los años y tú te vuelves vieja y ajada, mientras él se mantiene joven y lleno de vida…».

—Eh, ¿qué sucede aquí? —exclamó Roland, surgiendo inesperadamente de entre los arbustos. Al ver la escena, se quedó paralizado.

—Nada —respondió Rega con voz fría.

—Ya me doy cuenta —murmuró Roland, acercándose a su hermana. Ésta y el elfo estaban uno en cada extremo del pequeño claro del bosque, lo más alejados posible el uno del otro—. ¿Qué sucede, Rega? ¿Os habéis peleado?

—¡No sucede nada! ¡Déjame en paz! —Rega alzó la vista hacia los árboles oscuros y retorcidos, se rodeó el cuerpo con los brazos y se estremeció visiblemente—. Éste no es un lugar demasiado romántico, ¿sabes? —añadió en voz baja.

—¡Vamos, hermanita! —Insistió Roland con una sonrisa—. Tú harías el amor en una pocilga, si el hombre te pagara lo suficiente.

Rega le soltó un bofetón. El golpe fue duro y preciso. Roland la miró perplejo, al tiempo que se llevaba la mano a la mejilla dolorida.

—¿Por qué has hecho eso? Sólo lo decía como un cumplido…

Rega dio media vuelta sobre los talones y abandonó el claro de bosque. Al llegar al lindero de la espesura, se volvió a medias nuevamente y le arrojó un objeto al elfo.

—Toma, ponte esto en las rozaduras.

«Tienes razón», se dijo a sí misma mientras se adentraba en la jungla para poder echarse a llorar sin que la vieran. «Dejaré las cosas tal como están. Entregaremos las armas, él se marchará y así terminará todo. Yo le sonreiré y le haré bromas y no le daré a entender en ningún momento que significa para mí nada más que un coqueteo…».

Paithan, cogido por sorpresa, pudo agarrar el frasco justo a tiempo de evitar que se estrellara contra el suelo. Luego, vio desaparecer a Rega en la espesura y la oyó abrirse paso entre los arbustos.

—¡Mujeres! —masculló Roland, frotándose la mejilla dolorida y meneando la cabeza. Transportó el odre del agua hasta el elfo y lo depositó a sus pies—. Debe de tener el período.

Paithan se sonrojó intensamente y lanzó una mirada de disgusto al humano. Roland le guiñó el ojo.

—¿Qué sucede, Quin? ¿He dicho algo inconveniente?

—En mi tierra, los varones no hablamos nunca de estas cosas —contestó el elfo.

—¿Ah, no? —Roland volvió la cabeza en dirección al lugar por el que había desaparecido Rega; después, miró de nuevo al elfo y su sonrisa se ensanchó—. Supongo que, en tu tierra, son muchas las cosas que no hacen los varones.

El acceso de furia de Paithan se convirtió en un sentimiento de culpabilidad. ¿Los habría visto juntos? ¿Sería aquélla su manera de hacérselo saber, de advertirle que tuviera las manos quietas?

El elfo tuvo que tragarse el insulto, por el bien de Rega. Se acomodó en el suelo y empezó a aplicarse el ungüento sobre las palmas de las manos, despellejadas y ensangrentadas. Cuando la pócima pardusca tocó la carne viva y las terminaciones nerviosas al descubierto, Paithan no pudo evitar una mueca de dolor. Sin embargo, acogió este dolor con satisfacción; al menos, era preferible al que roía su corazón.

Paithan se había divertido con las ligeras insinuaciones de Rega durante el primer par de ciclos de trayecto hasta que, de pronto, se había dado cuenta de que estaba deleitándose demasiado con aquellas muestras de coquetería. Con excesiva frecuencia, se descubría admirando con gran atención el movimiento de los músculos de sus piernas bien torneadas, el cálido fulgor de una llama en sus ojos pardos, el gesto de pasarse la lengua por sus labios teñidos de jugo de bayas cuando la humana estaba sumida en profundos pensamientos.

La segunda noche de viaje, cuando Rega y Roland habían llevado sus mantas al otro extremo del claro de bosque y se habían acostado uno al lado del otro bajo la luz mortecina de la hora de la lluvia, Paithan había notado que se le revolvían las tripas de celos. No importaba que nunca los sorprendiera besándose o siquiera acariciándose con afecto. De hecho, la pareja se trataba con una despreocupada familiaridad que resultaba desconcertante, incluso entre esposos. Luego, el cuarto ciclo de marcha, había llegado a la conclusión de que Roland —pese a ser un tipo bastante agradable para lo que cabía esperar de un humano— no apreciaba el tesoro que tenía por mujer.

Paithan se sintió a gusto con aquel descubrimiento, pues le proporcionaba una excusa para dejar que crecieran y florecieran sus sentimientos por la humana, cuando sabía perfectamente que debería haberlos arrancado de raíz. En los ciclos transcurridos, la planta había florecido por completo y los zarcillos se enroscaban ahora en torno a su corazón. Demasiado tarde, se dio cuenta del daño que había causado… a ambos.

Rega lo amaba. Estaba seguro de ello: lo había notado en el temblor de su cuerpo y lo había visto en aquella única y breve mirada que la humana le había dirigido. Pero Paithan, cuyo corazón debería estar dando saltos de alegría, se sentía embotado de doliente desesperación. ¡Qué locura! ¡Qué estúpida locura! Sí, claro, podía obtener de ella unos momentos de placer, como había hecho con tantas mujeres humanas. Las amaba y, a continuación, las dejaba. Ellas no esperaban nada más, no querían nada más. Y él tampoco. Hasta aquel momento.

Pero, ¿qué deseaba? ¿Una relación que los apartaría de sus respectivas vidas? ¿Una relación contemplada con aversión por ambos mundos? ¿Una relación que no les daría nada, ni siquiera hijos? ¿Una relación que, en poco tiempo, llegaría a un amargo e inevitable final?

«No», se dijo. «De una cosa así no puede salir nada bueno. Me marcharé. Volveré a casa. Les regalaré los tyros. Calandra se pondrá furiosa conmigo de todos modos, así que lo mismo da si es por una causa o por otra. Me iré ahora mismo. En este mismo instante».

Pero continuó sentado en el claro, aplicándose el ungüento con gesto ausente. Creyó oír un llanto a lo lejos y, aunque trató de no prestar atención al sonido, llegó un momento en que no pudo seguir soportándolo.

—Creo que oigo llorar a tu esposa —dijo a Roland—. Tal vez algo anda mal.

—¿Rega llorando? —Roland dejó de alimentar a los tyros y lo miró con expresión divertida—. No; debe de haber sido algún pájaro. Rega no llora nunca; no derramó una lágrima ni siquiera cuando la hirieron en una pelea con raztares. ¿Has visto alguna vez la cicatriz? La lleva aquí, en el muslo izquierdo…

Paithan se puso en pie y se internó en la jungla, en dirección contraria a la que había tomado Rega.

Roland siguió al elfo por el rabillo del ojo hasta que desapareció y, a continuación, empezó a tararear una canción obscena que por aquel entonces corría de boca en boca por las tabernas.

—Se ha enamorado de ella como un adolescente inexperto —confió a los tyros—. Rega se lo está tomando con más calma de lo habitual, pero supongo que sabe lo que se trae entre manos. Al fin y al cabo, el tipo es un elfo. En cualquier caso, el sexo es el sexo. Los bebés elfos deben venir de alguna parte y no creo que sea del aire. En cambio, las mujeres elfas… ¡Puaj! Son pura piel y huesos; es como si uno se llevara a la cama un palo. No me extraña que el pobre Quin vaya detrás de Rega con la lengua fuera. Sólo es cuestión de tiempo. Un par de ciclos más y terminaré por pillarle con los pantalones bajados. Entonces le ajustaremos las cuentas al elfo. Aunque será una lástima… —reflexionó Roland. Arrojó el odre del agua al suelo, apoyó la espalda en un árbol con gesto de cansancio y se estiró para aliviar la rigidez de sus músculos—. El tipo empieza a caerme bien.