CAPÍTULO 13

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EN ALGÚN LUGAR SOBRE PRYAN

Los lametones de una lengua áspera y húmeda y unos insistentes gañidos sacaron a Haplo de su estado inconsciente. De inmediato, se incorporó hasta quedar sentado con aire pensativo y con sus sentidos pendientes del mundo que lo rodeaba, aunque su mente seguía tratando de recobrarse de los efectos de la sacudida que lo había dejado sin sentido.

Advirtió que estaba en la nave, tendido en el camarote del capitán; había un colchón extendido sobre una litera de madera clavada al casco de la nave. El perro se echó en el catre junto a él, con los ojos brillantes y la lengua colgando. Por lo visto, el animal se había cansado y había decidido que su dueño ya llevaba suficiente tiempo inconsciente.

Al parecer, lo habían conseguido. De nuevo habían cruzado la Puerta de la Muerte.

El patryn no se movió y contuvo su respiración, aguzando el oído y los demás sentidos. No percibió ningún peligro, al contrario que la última vez que atravesara la Puerta. La nave se mantenía equilibrada y, aunque no tenía la menor sensación de movimiento, dio por sentado que estaba volando porque no había efectuado las modificaciones necesarias en sus instrucciones mágicas para que aterrizara. Observó que varias runas emitían su resplandor, anunciando que se habían activado. Las estudió y vio que sus signos mágicos estaban relacionados con el aire, la presión y el mantenimiento de la gravedad. Le pareció extraño y se preguntó por qué se habrían puesto en acción.

Haplo se relajó y acarició las orejas del perro. Una brillante luz solar entraba por la escotilla del techo. Volviéndose perezosamente, el patryn curioseó por la portilla para observar el nuevo mundo al que había accedido.

No distinguió nada, salvo el cielo y, muy lejos, como un círculo de llamas brillantes a través de la calina, el sol. Al menos, aquel mundo tenía un sol; de hecho, tenía cuatro. Recordó que su amo y señor había mostrado sus dudas sobre aquel punto y se preguntó brevemente por qué los sartán no habían incluido aquellos soles en sus mapas. Tal vez fuera porque, como Haplo había descubierto, la Puerta de la Muerte estaba localizada en el centro de aquel cúmulo de soles.

Se levantó de la cama y se dirigió al puente. Las runas del casco y de las alas evitarían que la nave se estrellara contra nada, pero no estaría de más asegurarse de que no estaba flotando ante algún farallón gigantesco de granito.

Pronto comprobó que no era así. La visión desde el puente siguió mostrándole una enorme extensión de aire vacío hasta donde alcanzaba su vista, en todas direcciones: arriba, abajo y a ambos lados.

Haplo se agachó en cuclillas, rascando la cabeza del perro con aire ausente para que el animal se quedara quieto. Aquello no entraba en sus cálculos y no estaba seguro de qué hacer. De alguna manera, aquel vacío brumoso y de un tono azulado ligeramente teñido de verde resultaba tan aterrador como la feroz tormenta perpetua a la que se había visto arrojado al penetrar en el mundo de Ariano. El silencio que lo envolvía ahora resultaba tan atronador como el estruendo ensordecedor del Torbellino. Al menos, la nave no se veía sacudida como un juguete en manos de un niño revoltoso y la lluvia no azotaba el casco, ya dañado por el paso a través de la Puerta de la Muerte. Esta vez, el cielo estaba sereno, sin nubes… y sin un solo objeto a la vista, salvo el sol ardiente.

Aquel cielo despejado producía un efecto casi hipnótico sobre Haplo, y el patryn se obligó a apartar la mirada de él. Luego, avanzó hasta la piedra de gobierno de la nave. Colocó las manos sobre ella, una a cada lado, y completó así el círculo: la mano derecha sobre la piedra, la piedra entre las manos, la mano izquierda en la piedra, la mano unida al brazo, el brazo al cuerpo, el cuerpo al brazo derecho, y el brazo a la mano otra vez. Pronunció las runas en voz alta. La piedra empezó a emitir un resplandor azul entre sus manos y la luz fluyó a través de ellas. Haplo pudo ver las venas rojas de su vida. La luz se hizo más brillante, hasta que casi no pudo seguir resistiéndola, y entrecerró los ojos. El resplandor aumentó aún más y, de pronto, unos rayos de potente luz azul surgieron de la piedra como radios, en todas direcciones.

Haplo se vio obligado a apartar la mirada, volviendo a medias la cabeza para protegerse de los destellos cegadores. Pero tenía que seguir mirando hacia la piedra, tenía que seguir observando. Cuando uno de los rayos de navegación encontrara una masa sólida, una posible tierra donde atracar, rebotaría, volvería a la nave y encendería otra runa de la piedra, que adquiriría un color rojo. Haplo podría entonces dar un rumbo preciso a la nave.

Confiado y expectante, el patryn esperó.

Nada.

La paciencia era una virtud que su raza había aprendido a practicar en el Laberinto, que había asimilado a base de golpes y de penalidades. Si uno perdía la calma, si actuaba impulsivamente o con precipitación, el Laberinto daba cuenta de él. Si era afortunado, uno moría. Si no, si lograba sobrevivir, se llevaba una lección que le perseguía el resto de sus días. Pero aprendía. Sí, uno aprendía…

Haplo aguardó, con las manos en la piedra.

El perro se sentó a su lado con las orejas levantadas, los ojos alerta y la boca abierta en una sonrisa de expectación. Pasó algún tiempo. El perro se tumbó en el suelo con las patas delanteras extendidas y la cabeza erguida, sin dejar de mirarlo y barriendo el suelo con su cola plumosa. Pasó más tiempo. El perro bostezó y apoyó la cabeza entre las patas; sus ojos miraron a Haplo con aire de reproche. Haplo siguió esperando, con las manos sobre la piedra. Los rayos azules habían cesado hacía un buen rato. El único objeto que podía apreciar era el cúmulo de soles, reluciente como una moneda sobrecalentada.

El patryn empezó a preguntarse si la nave seguía volando. Era incapaz de decirlo. Bajo el control de la magia, los cabos no crujían, las alas no vibraban y la nave no producía el menor ruido. Haplo carecía de puntos de referencia, pues no había nubes ni tierra alguna a la vista. No había ningún horizonte por el cual guiarse.

El perro se tumbó de costado y se quedó dormido.

Las runas permanecieron apagadas y sin vida bajo sus manos. Haplo notó que los afilados dientecillos del miedo empezaban a roerle por dentro. Se dijo que estaba reaccionando como un estúpido y no había absolutamente nada que temer.

«Precisamente se trata de eso», respondió una voz dentro de su cabeza. «No hay nada».

¿Acaso la piedra no funcionaba como era debido? La pregunta cruzó su mente, pero Haplo la rechazó de inmediato. La magia no fallaba jamás. Podían fracasar quienes la utilizaban, pero Haplo estaba seguro de haber activado los rayos correctamente. Los imaginó viajando a increíble velocidad en el vacío, alejándose hasta una distancia tremenda. Si no volvía ninguno, ¿cómo debía interpretarlo?

Haplo le dio vueltas al asunto. Un rayo de luz que brilla en la oscuridad de una caverna ilumina el camino hasta cierta distancia, hasta que se debilita y termina por difuminarse completamente. El rayo es brillante y concentrado cuando surge de su fuente. Pero cuando se aleja de ella, empieza a descomponerse, a disgregarse. Un escalofrío recorrió la piel de Haplo y le erizó el vello de los brazos. El perro se incorporó de pronto, se sentó sobre los cuartos traseros y enseñó los colmillos con un ronco gruñido en la garganta.

Los rayos azules eran increíblemente poderosos. Tendrían que viajar a una distancia tremenda antes de debilitarse hasta el punto de no poder regresar. ¿O acaso habían encontrado algún tipo de obstáculo? Haplo retiró lentamente las manos de la piedra.

Se acomodó junto al perro y lo acarició. El animal, percibiendo la inquietud de su amo, lo miró con ansiedad, golpeando la cubierta con la cola y preguntando qué hacer.

—No lo sé —murmuró Haplo, oteando el aire vacío y deslumbrante.

Por primera vez en su vida, se sentía totalmente impotente. En Ariano, había librado una batalla desesperada por su vida y no había experimentado el terror que ahora sentía. En el Laberinto se había enfrentado a incontables enemigos muy superiores a él en tamaño y en fuerza —y, a veces, en inteligencia— y nunca había sucumbido al pánico que empezaba a bullir en su interior.

—¡Ya basta de tonterías! —dijo en voz alta, incorporándose de un salto con una energía que acobardó al perro y lo hizo retroceder, apartándose del paso.

Haplo recorrió la nave asomándose a todas las portillas, mirando por todas las rendijas y resquicios, con la desesperada esperanza de ver algo, lo que fuera, en el cielo azul verdoso iluminado por aquellos malditos soles cegadores. Subió a la cubierta y salió junto a las enormes alas de la nave. La sensación del viento azotándole el rostro le proporcionó la primera indicación de que estaba moviéndose realmente por los aires. Agarrado a la borda, asomó la cabeza fuera del casco y contempló el infinito vacío que se extendía debajo de él. Y de pronto se preguntó si estaría mirando realmente hacia abajo. Tal vez estaba volando del revés y lo que veía estaba arriba. El patryn no tenía modo de saberlo.

El perro se quedó al pie de la escalerilla, levantó la cabeza hacia su amo y lanzó un gañido. El animal tenía miedo de subir. Haplo se imaginó por un instante cayendo de la cubierta, cayendo y cayendo interminablemente, y comprendió que el perro no quisiera correr tal riesgo. Las manos del patryn, asidas a la borda, estaban bañadas en sudor. Con un esfuerzo, las retiró y volvió abajo corriendo.

Una vez en el puente, deambuló por éste con paso agitado y maldijo su cobardía.

—¡Maldición! —exclamó, al tiempo que descargaba el puño contra el mamparo de recia madera.

Las runas tatuadas en su piel impidieron que se lastimara. El patryn ni siquiera tuvo la satisfacción de sentir dolor. Furioso, se disponía a golpear de nuevo el casco cuando lo detuvo un ladrido seco, imperioso. El perro se alzó sobre las patas traseras y le lanzó unos frenéticos manotazos, suplicándole que se detuviera. Haplo vio su propia imagen reflejada en los ojos acuosos del animal, vio a un hombre frenético, al borde de la locura.

Los horrores del Laberinto no habían quebrantado su ánimo. ¿Por qué, entonces, había de hacerlo esto? ¿Sólo porque no tenía idea de adonde iba, porque no era capaz de distinguir dónde era arriba y dónde abajo, por aquella horrible sensación de estar condenado a vagar sin fin por aquel espacio vacío verdeazulado…? «¡Basta!», se dijo.

Exhaló un profundo y tembloroso suspiro y dio unas palmaditas al perro en el flanco.

—Está bien, muchacho, ya me siento mejor. Está bien.

El perro volvió a ponerse a cuatro patas, mirando a su dueño con inquietud.

—Control —dijo Haplo—. Tengo que recobrar el control de mí mismo. —La palabra le sorprendió—. Control. He perdido el control; esto es lo que me sucede. Incluso en el Laberinto, siempre he tenido el dominio de la situación, siempre he tenido la posibilidad de hacer algo que afectara a mi propio destino. Cuando me enfrenté a los caodín estaba en inferioridad numérica, estaba derrotado de antemano, pero tuve una oportunidad de actuar. Al final, escogí morir, pero entonces te presentaste tú —acarició la testa del animal— y decidí seguir viviendo. En cambio, aquí no hay nada que pueda hacer, parece. No tengo la menor posibilidad de acción…

¿O sí la tenía? El pánico remitió; el terror desapareció. Y un razonamiento frío, lógico, llenó el vacío que dejaba. Haplo cruzó el puente hasta la piedra de gobierno. Puso las manos sobre ella por segunda vez, colocándolas sobre otra serie de runas distinta, y pronunció las palabras mágicas. Los rayos azules surgieron de nuevo en todas direcciones, esta vez con otro propósito.

En esta ocasión no buscaban materia, tierra o roca. Ahora buscaban signos de vida.

La espera se hizo interminable y Haplo ya empezaba a sentirse de nuevo arrojado al negro abismo del miedo cuando, de pronto, los rayos volvieron. Haplo observó la escena, desconcertado. Las luces llegaban de todas direcciones, bombardeándole y lloviendo sobre la piedra desde arriba, desde abajo, desde todas partes.

Aquello era imposible, carecía de sentido. ¿Cómo podía estar rodeado de vida por todas partes? Evocó la imagen del mundo de Pryan según lo había visto en el diagrama de los sartán: una esfera flotando en el espacio. Los rayos deberían haber llegado de una sola dirección. Haplo se concentró, estudió las luces y, por último, decidió que los rayos que llegaban desde detrás de su hombro izquierdo eran más potentes que los demás. Se sintió aliviado y resolvió volar en esa dirección.

Haplo llevó las manos a otro punto de la piedra y la nave empezó a virar lentamente, alterando el rumbo. La cabina, hasta aquel momento iluminada por el brillo de los soles, empezó a oscurecerse y las sombras se alargaron en la cubierta.

Cuando el rayo quedó alineado con el punto preciso de la piedra, la runa emitió un brillante centelleo rojizo. El rumbo quedó establecido y Haplo retiró las manos.

Con una sonrisa, se sentó junto al perro y se relajó. Había hecho cuanto había podido. Ahora navegaban hacia algo vivo, fuera lo que fuese. Respecto a las demás señales recibidas, tan desconcertantes, Haplo sólo podía suponer que había cometido algún error.

No los cometía a menudo, pero llegó a la conclusión de que podía perdonarse uno, dadas las circunstancias.