GRIFFITH, TERNCIA,
THILLIA
Concentrado en la carta de su hermana, Paithan advirtió vagamente que alguien entraba en la taberna, pero no levantó la vista hasta que una bota, de un enérgico puntapié, le quitó la silla en la que tenía apoyados los pies.
—¡Ya era hora! —dijo una voz en el idioma de los humanos.
Paithan alzó la vista y encontró la mirada de un humano alto, musculoso, de buena complexión y con una larga melena rubia que llevaba recogida en la nuca con una tirilla de cuero. El hombre tenía la piel muy bronceada salvo donde la cubrían las ropas y Paithan pudo apreciar que, de natural, era blanca y rubicunda como la de un elfo. Sus ojos azules eran francos y amistosos y en sus labios había una sonrisa congraciadora. Vestía los calzones de cuero con flecos y la túnica de piel sin mangas habituales entre los humanos.
—¿Quincejar? —Dijo el individuo, tendiéndole la mano—. Soy Roland. Roland Hojarroja. Encantado de conocerte.
Paithan dirigió una rápida mirada a la silla, volcada en medio de la taberna a consecuencia del puntapié. «Bárbaros», pensó. Pero de nada servía enfadarse, de modo que se puso en pie, adelantó la mano y estrechó la del humano siguiendo aquella extraña costumbre que elfos y enanos encontraban tan ridícula.
—Me llamo Quindiniar. Acompáñame a beber algo, por favor —respondió, sentándose de nuevo—. ¿Qué te apetece tomar?
—Hablas nuestro idioma bastante bien, sin ese estúpido ceceo de la mayoría de los elfos. —Roland agarró otra silla y tomó asiento—. ¿Qué bebes tú? —Asió la jarra casi llena de Paithan y olfateó su contenido—. ¿Está bueno eso? Normalmente, la cerveza de por aquí sabe a meados de mono. ¡Eh, tabernero! ¡Tráenos otra ronda!
Cuando llegaron las bebidas, Roland alzó su jarra.
—¡Por los juguetes!
Paithan tomó un sorbo. El humano apuró la suya de un trago. Parpadeando y secándose las lágrimas, añadió con ojos llorosos:
—No está mal. ¿Vas a terminarte la tuya? ¿No? Ya me encargaré yo de hacerlo. No puedo permitir que se desperdicie. —Vació la otra jarra y, cuando hubo terminado, la dejó sobre la mesa con un fuerte golpe.
—¿Por qué estamos brindado? ¡Ah, ya recuerdo! Por los juguetes. Ya iba siendo hora, como decía. —Roland se inclinó hacia adelante, lanzando su aliento de cerveza a la nariz de Paithan por encima de la mesa—. ¡Los niños se estaban impacientando! He hecho cuanto he podido por aplacar a los pequeños… Supongo que entiendes a qué me refiero, ¿verdad?
—No estoy muy seguro —respondió Paithan suavemente—. ¿Quieres tomar otra jarra?
—Desde luego. ¡Tabernero! ¡Dos más!
—Corre de mi cuenta —añadió el elfo al observar el gesto ceñudo del propietario del local.
Roland bajó la voz.
—Los niños… Los compradores, es decir, los enanos… están realmente impacientes. El viejo Barbanegra quería arrancarme la cabeza cuando le dije que el embarque se retrasaría.
—¿Le estás vendiendo las… los juguetes a los enanos?
—Sí. ¿Hay algún problema, Quinpar?
—Quindiniar. No; es sólo que ahora entiendo cómo has podido pagarlos a un precio tan alto.
—Entre nosotros, los muy idiotas habrían pagado el doble para conseguir lo que les llevamos. Están muy excitados por no sé que cuentos infantiles sobre unos gigantes humanos. Pero ya lo verás tú mismo…
Roland dio un largo sorbo a la cerveza.
—¿Yo? —Paithan sonrió y movió la cabeza a un lado y otro—. Debes de estar confundido. Una vez me hayas pagado, los «juguetes» son tuyos. Tengo que volver a mi casa. En estos tiempos estamos muy ocupados.
—¿Y cómo se supone que hemos de transportarlos? —Roland se pasó la manga por los labios—. ¿Llevando los cestos encima de la cabeza? He visto tus tyros en el establo. Todo está perfectamente embalado y podemos ir y volver en muy poco tiempo.
—Lo siento, Hojarroja, pero esto no estaba incluido en el trato. Págame el dinero y…
—Pero… ¿no crees que encontrarías fascinante el reino de los enanos?
Esto último lo dijo la voz de una mujer, detrás de Paithan.
—Quincehart —dijo Roland, haciendo un gesto con la jarra—. Te presento a mi esposa.
El elfo se puso en pie educadamente y se volvió hacia la mujer.
—Me llamo Quindiniar.
—Encantada de conocerte. Soy Rega.
Era una humana de corta estatura, cabellos negros y ojos oscuros. Su indumentaria, de cuero con flecos como la de Roland, apenas cubría su cuerpo y dejaba poco de éste a la imaginación. Sus ojos, protegidos por unas largas pestañas negras, parecían llenos de misterio. Le tendió la mano y Paithan la tomó en la suya pero, en lugar de estrecharla como parecía esperar la mujer, se la llevó a los labios y depositó un beso en sus dedos.
La humana se ruborizó y dejó que su mano permaneciera unos instantes en la del elfo.
—Fíjate en esto, marido. ¡Tú nunca me tratas así!
—Porque eres mi mujer —replicó Roland encogiéndose de hombros, como si aquello diera por zanjada la cuestión—. Toma asiento, Rega. ¿Qué quieres tomar? ¿Lo de costumbre?
—Un vaso de vino para la dama —pidió Paithan. Cruzó la taberna, volvió con una silla y la colocó junto a la mesa para que Rega la ocupara. Ella se deslizó en el asiento con la agilidad de un animal. Sus movimientos fueron rápidos, limpios y decididos.
—Vino, sí. ¿Por qué no? —Rega lanzó una sonrisa al elfo, con la cabeza ligeramente ladeada y el cabello, oscuro y brillante, acariciando su hombro desnudo.
—Convence a Quinspar para que venga con nosotros, Rega.
La mujer mantuvo los ojos y la sonrisa fijos en el elfo.
—¿No tienes que ir a algún sitio, Roland?
—Tienes razón. Estoy lleno de esa maldita cerveza.
Roland se incorporó y salió de la taberna en dirección al patio trasero.
La sonrisa de Rega se ensanchó. Paithan vio unos dientes afilados, muy blancos, entre unos labios que parecían teñidos con el zumo de alguna baya. Quien besara aquellos labios, probaría la dulzura…
—Me gustaría que nos acompañaras. No vamos lejos. Conocemos la mejor ruta, atajando por las tierras de los reyes del mar pero por las regiones más agrestes. Por donde vamos, no hay guardas fronterizos. El camino es a veces traicionero, pero no pareces un tipo a quien moleste un poco de riesgo. —La mujer se le acercó un poco más y el elfo captó un leve aroma almizclado que envolvía su piel lustrosa de sudor. Su mano se deslizó sobre la de Paithan—. Mi esposo y yo nos aburrimos tanto en nuestra mutua compañía…
Paithan advirtió premeditación en su actitud seductora. Era lógico que se diera cuenta: su hermana, Aleatha, era una verdadera maestra en aquel arte y le hubiera podido dar lecciones a aquella tosca humana. Al elfo, todo aquello le resultó muy divertido y, desde luego, un verdadero entretenimiento después de los largos días de viaje. Con todo, en algún rincón de su mente, no dejó de preguntarse si la mujer estaría dispuesta a entregar lo que estaba ofreciendo.
«No he estado nunca en el reino de los enanos», reflexionó Paithan. «Ningún elfo ha estado allí. Tal vez merezca la pena ir».
Ante él apareció una imagen de Calandra; los labios apretados, la nariz huesuda muy pálida, los ojos llameantes. Se pondría furiosa. Un viaje como aquél retrasaría su regreso un mes, por lo menos.
«Pero Cal, escucha», se oyó decir a sí mismo. «He establecido contacto comercial con los enanos. Contacto directo. Sin intermediarios que se lleven tajada…».
—Di que vendrás con nosotros. —Rega le apretó la mano. El elfo advirtió que la humana poseía una fuerza impropia de una mujer, y que tenía la piel de la palma de la mano áspera y encallecida.
—Entre los tres no podríamos dominar a tantos tyros… —respondió evasivamente.
—No los necesitamos todos. —La mujer era práctica, eficiente. Su mano se demoró unos instantes entre los dedos del elfo—. Supongo que has traído juguetes de verdad como tapadera, ¿no? Deshazte de ellos. Véndelos. Luego cargaremos las… hum… la carga más valiosa en sólo tres tyros.
Bien, aquello podía dar resultado. Paithan tuvo que reconocerlo. Además, la venta de los juguetes pagaría de sobra el viaje de regreso de su capataz, Quintín. Los beneficios podían moderar la furia de Calandra.
—¿Cómo podría negarte nada? —contestó, pues, apretando un poco más su mano cálida.
En el otro extremo de la taberna sonó un portazo y Rega retiró la mano, sonrojada.
—Mi marido —murmuró—. ¡Es terriblemente celoso!
Roland cruzó de nuevo el local mientras se ataba la correa de la bragueta. Al pasar por la barra, se apropió de tres jarras de cerveza destinadas a otros parroquianos y las llevó a la mesa. Las dejó caer sobre ella con estrépito, salpicándolo todo y a todos, y sonrió.
—Bueno, Quinsinard, ¿te ha logrado convencer mi esposa? ¿Vendrás con nosotros?
—Sí —confirmó Paithan, pensando que Hojarroja no se comportaba en absoluto como los maridos celosos que el elfo había conocido—. Pero tengo que enviar de vuelta a mi capataz a y los esclavos. Mi familia los necesitará en Equilan. Y me llamo Quindiniar.
—Buena idea. Cuanta menos gente conozca nuestra ruta, mejor. Oye, ¿te importa que te llame Quin?
—Mi nombre es Paithan.
—Estupendo, Quin. Un brindis por los enanos. Por sus barbas y su dinero. ¡Que se queden las unas, que yo me quedaré el otro! —Roland se echó a reír—. Vamos, Rega. Deja de beber ese zumo de uva. Ya sabes que no lo soportas.
Rega volvió a sonrojarse. Con una mirada de desaprobación a Paithan, apartó el vaso de vino. Llevándose una jarra de cerveza a los labios teñidos de jugo de bayas, dio cuenta de su contenido a grandes tragos con aire experto.
«¡Qué diablos!», pensó Paithan, y apuró su cerveza de un trago.