EL NEXO
Haplo anduvo lentamente en torno a la nave, inspeccionándola detenidamente para cerciorarse de que todo estaba a punto para emprender el vuelo. Al contrario que los constructores y primeros dueños de la nave dragón, no inspeccionaba los cables guía y los aparejos que controlaban las alas gigantescas. Su atenta mirada recorría el casco de madera, pero no revisaba el calafateado. Cuando sus manos recorrieron la cubierta de las alas, no buscaban desgarros o roturas. Lo que estudiaba con tanta atención eran los extraños y complicados signos que habían sido tallados, bordados, pintados y grabados a fuego en las alas y en el exterior de la nave.
Hasta el último rincón estaba cubierto de fantásticos dibujos: espirales y elipses, líneas rectas y curvas, puntos y rayas, círculos, cuadrados y trazos en zigzag. El patryn recitó las runas en un murmullo, pasando la mano sobre los signos mágicos. Los encantamientos no sólo protegerían la nave, sino que la harían volar.
Los elfos que habían construido la nave —denominada Ala de Dragón en honor al viaje de Haplo al mundo de Ariano— no habrían reconocido aquel producto de sus artes. La nave de Haplo, de la que se había apoderado durante su estancia en aquel mundo, se había destruido en su anterior entrada en la Puerta de la Muerte. Debido a la persecución de un antiguo enemigo, se había visto obligado a abandonar Ariano a toda prisa y sólo había recurrido a las runas indispensables para su propia supervivencia (y la de su joven pasajero) a través de la Puerta de la Muerte. Sin embargo, una vez en el Nexo, el patryn había podido dedicar tiempo y magia a modificar la nave para adecuarla a sus propias necesidades.
La embarcación voladora, diseñada por los elfos del imperio de Tribus, había utilizado en un principio la magia élfica, combinada con la mecánica. El patryn, que la había dotado de una fuerza extraordinaria gracias a su magia, se había desembarazado por completo de los elementos mecánicos. Haplo limpió la galera del revoltijo de arneses y aparejos que llevaban los esclavos para mover las alas, fijó éstas en posición totalmente abierta y bordó y pintó runas en la piel de dragón para proporcionarle fuerza ascensional, estabilidad, velocidad y protección. Las runas reforzaron el casco de madera de tal modo que no existía fuerza capaz de partirlo o abrirle un boquete. Los signos mágicos grabados en los cristales de las claraboyas del puente impedían que éstos se rompieran y, al mismo tiempo, permitían una visión sin obstáculos de lo que había al otro lado.
Haplo penetró por la escotilla de popa y recorrió los pasadizos de la nave hasta llegar al puente. Al entrar en éste, miró a su alrededor con satisfacción, notando cómo el poder de todas las runas convergían allí, concentrándose en aquel punto.
También allí había eliminado todos los complejos mecanismos diseñados por los elfos como ayuda para la navegación y el pilotaje. El puente, situado en el «pecho» del dragón, era ahora una cámara espaciosa y vacía, salvo por un cómodo asiento y un gran globo de obsidiana posado en la cubierta.
Haplo se acercó al globo y se agachó para estudiarlo críticamente. Tuvo buen cuidado de no tocarlo. Las runas talladas en la superficie de la obsidiana eran tan sensibles que hasta el menor aliento sobre ellas podía activar su magia y botar la nave al aire prematuramente.
El patryn estudió los signos, repasando mentalmente la magia que representaban. Los hechizos de vuelo, navegación y protección eran complejos. Tardó horas en terminar la recitación y, cuando terminó, estaba tenso y dolorido, pero satisfecho. No había encontrado el menor defecto.
Se incorporó con un gruñido y flexionó sus músculos entumecidos. Tras ocupar el asiento, contempló la ciudad que pronto abandonaría. Una lengua húmeda lamió su mano.
—¿Qué sucede, muchacho? —preguntó, volviendo la mirada hacia un perro negro con manchas blancas, flaco y de raza indefinida—. ¿Creías que me había olvidado de ti?
El perro sonrió y meneó la cola. Aburrido, se había quedado dormido durante la inspección de la piedra de gobierno y se alegró de que su amo le volviera a prestar atención. Unas cejas blancas, dibujadas sobre unos ojos castaño claro, proporcionaban al animal una expresión de inteligencia fuera de lo común. Haplo acarició las orejas sedosas del perro y dirigió una vaga mirada al mundo que se extendía ante él…
El Señor del Nexo recorrió las calles de su mundo, un lugar construido para él por sus enemigos y que, precisamente por ello, le resultaba muy apreciado. Cada uno de sus pilares de mármol artísticamente esculpidos, cada una de sus elevadas torres de granito, cada uno de sus esbeltos minaretes y prósperos templos, era un monumento a los sartán, un monumento a la ironía. Y al Señor del Nexo le gustaba deambular entre todo aquello, riéndose en silencio para sí.
El señor del lugar no suele reírse en voz alta. Un rasgo acusado entre quienes han estado aprisionados en el Laberinto es que rara vez se ríen y, cuando lo hacen, la alegría nunca llega a iluminarles la mirada. Ni siquiera quienes han escapado de la infernal prisión y han alcanzado el maravilloso reino del Nexo llegan a reírse jamás.
En el mismo instante en que atraviesan la Puerta de la Muerte, sale a su encuentro el Señor del Nexo, quien fue el primero en escapar. Y sólo les dice tres palabras:
«No olvides nunca».
Y los patryn no olvidan. No olvidan a los de su raza que siguen atrapados en el Laberinto. No olvidan a sus amigos y parientes muertos por la violencia de una magia convertida en paranoia. No olvidan las heridas que han sufrido en sus propias carnes. También ellos ríen en silencio mientras deambulan por las calles del Nexo. Y, cuando se encuentran con su señor, se inclinan ante él en muestra de reconocimiento y respeto.
El Señor del Nexo es el único de los patryn que se atreve a regresar al Laberinto. E, incluso para él, este regreso es laborioso.
Nadie conoce la procedencia del Señor del Nexo. Él nunca hace referencia al tema y no es una persona a la que sea fácil acceder o hacer preguntas. Nadie sabe su edad aunque se conjetura, por ciertos comentarios suyos, que tiene bastante más de noventa puertas[16]. Es un hombre de inteligencia aguda, rápida y fría. Sus facultades mágicas producen un temor reverencial entre los propios patryn, cuyos conocimientos de magia les harían ser considerados auténticos semidioses en los diversos mundos. Desde su fuga ha regresado al Laberinto en muchas ocasiones con objeto de crear en aquel infierno, mediante su magia, una serie de refugios seguros para sus congéneres. Y cada vez, cuando se dispone a entrar, este ser frío y calculador es presa de un temblor que estremece su cuerpo. Cruzar de nuevo la Última Puerta le exige un gran esfuerzo de voluntad pues siempre lo asalta, desde lo más profundo de su mente, el temor de que esta vez se impondrá el Laberinto y lo destruirá. De que esta vez no volverá a encontrar el camino de salida.
Aquel día, el Señor del Nexo se encontraba cerca de la Última Puerta. En torno a él estaba su gente, los patryn que ya habían logrado escapar. Con sus cuerpos cubiertos de runas tatuadas que constituían su escudo, su arma y su armadura, un puñado de ellos había decidido que esta vez volverían a penetrar en el Laberinto acompañando a su amo.
Este no les dijo nada, pero consintió su presencia. Se adelantó hasta la Puerta, tallada en lustroso azabache, y apoyó las manos en un signo mágico que él mismo había trazado. La runa despidió un resplandor azul al contacto con sus dedos, los signos mágicos tatuados en el revés de sus manos respondieron emitiendo también una luz del mismo tono azul y la Puerta, que no había sido pensada para abrirse hacia adentro, sino sólo hacia afuera, cedió a una orden suya.
Ante los reunidos apareció una panorámica del Laberinto, con sus formas extrañas e imprecisas, en perpetuo cambio. El Señor del Nexo contempló a quienes lo rodeaban. Todas las miradas estaban fijas en el Laberinto. El patryn observó cómo sus rostros perdían el color, cómo sus puños se cerraban y el sudor bañaba su piel cubierta de runas.
—¿Quién va a entrar conmigo? —preguntó, mirándolos uno a uno. Todos los patryn intentaron sostener la mirada de su señor, pero ninguno lo consiguió y, finalmente, el último de ellos bajó la vista. Algunos valientes quisieron dar un paso adelante, pero los músculos y los tendones no pueden ponerse en acción sin un acto de voluntad y la mente de todos aquellos hombres y mujeres estaba sobrecogida con el recuerdo del terror. Sacudiendo la cabeza, muchos de ellos llorando abiertamente, todos se volvieron atrás de su propósito.
El Señor se acercó al grupo y posó las manos sobre sus cabezas en gesto conciliador.
—No os avergoncéis de vuestro miedo. Utilizadlo, pues os dará fuerzas. Hace mucho tiempo intentamos conquistar el mundo y gobernar a todas esas razas débiles, incapaces de gobernarse a sí mismas. Entonces, nuestra fuerza y nuestro número eran grandes y estuvimos a punto de alcanzar nuestro objetivo. A los sartán, nuestros enemigos, sólo les quedó un medio para vencernos: destruir el propio mundo, fraccionándolo en otros cuatro mundos separados. Divididos por aquel caos, caímos en poder de los sartán y éstos nos encerraron en el Laberinto, una prisión que ellos mismos habían creado, con la esperanza de que saliéramos de allí «rehabilitados».
»Hemos logrado salir, pero las terribles penalidades que hemos soportado no nos han ablandado y debilitado como habían previsto nuestros enemigos. El fuego por el que hemos pasado nos ha forjado en un acero frío y afilado. Somos una hoja capaz de atravesar a nuestros enemigos. Somos un filo que ganará una corona.
»Volved. Regresad a vuestras tareas. Tened presente siempre lo que sucederá cuando regresemos a los mundos separados. Y llevad siempre con vosotros el recuerdo de lo que hemos dejado atrás.
Los patryn, consolados, ya no se sentían avergonzados. Vieron entrar a su amo en el Laberinto, lo vieron entrar en la Puerta con paso firme y resuelto, y lo honraron y adoraron como a un dios.
La Puerta empezó a cerrarse tras él, pero la detuvo con una áspera orden. Cerca de ella, tendido en el suelo boca abajo, acababa de descubrir a un joven patryn. Su cuerpo musculoso, tatuado de símbolos mágicos, llevaba las señales de terribles heridas; unas heridas que, al parecer, él mismo había curado empleando su propia magia, pero que lo habían dejado casi sin vida. El Señor del Nexo, en un nervioso primer examen al patryn, no observó la menor señal de que éste respirara.
Se agachó, alargó la mano hasta el cuello del joven buscando el pulso y se llevó una sorpresa al escuchar junto a sí un ronco gruñido. Una cabeza hirsuta se alzó junto al hombro del joven yacente.
El Señor comprobó con asombro que era un perro.
También el animal había sufrido graves heridas. Aunque emitía gruñidos amenazadores y hacía valientes intentos para proteger al joven, no podía sostener la cabeza en alto y el hocico le caía sin fuerza sobre las patas ensangrentadas. Sin embargo, los gruñidos no cesaron.
«Si le haces daño», parecía decir el animal, «encontraré de alguna manera las fuerzas necesarias para despedazarte».
Con una leve sonrisa —una expresión muy extraña en él—, el Señor del Nexo alargó la mano en gesto apaciguador y acarició la suave pelambre del perro.
—Tranquilo, muchacho. No voy a hacerle ningún daño a tu dueño.
El perro se dejó convencer y, arrastrándose sobre el vientre, consiguió levantar la cabeza y frotar el hocico contra el cuello del joven. El contacto con la fría nariz despertó al patryn. Este alzó la mirada, vio al extraño individuo que se inclinaba sobre él y, siguiendo el instinto y la voluntad que le habían mantenido con vida, hizo un esfuerzo para incorporarse.
—No necesitas ninguna arma contra mí, hijo —dijo el Señor del Nexo—. Estás en la Última Puerta. Más allá existe un nuevo mundo, un lugar de paz y seguridad. Yo soy su dueño y te doy acogida.
El joven patryn consiguió ponerse a gatas y, oscilando ligeramente, alzó la cabeza y miró al otro lado de la Puerta. Sus ojos, nublados, apenas pudieron distinguir las maravillas de aquel mundo. Pese a ello, en su rostro se dibujó lentamente una sonrisa.
—¡Lo he conseguido! —murmuró en un ronco susurro entre sus labios manchados de sangre coagulada—. ¡Los he vencido!
—Eso mismo dije yo cuando llegué ante esta Puerta. ¿Cómo te llamas?
El joven tragó saliva y carraspeó antes de responder.
—Haplo.
—Un buen nombre. —El Señor del Nexo pasó los brazos por las axilas del herido—. Vamos, deja que te ayude.
Para su sorpresa, Haplo lo rechazó.
—No. Quiero… cruzar esa puerta… por mis propias fuerzas.
El Señor del Nexo no dijo nada, pero su sonrisa se agrandó. Se incorporó y se hizo a un lado. Apretando los dientes de dolor, Haplo se puso en pie con gran esfuerzo. Se detuvo un momento, mareado, y se sostuvo tambaleándose. El Señor del Nexo dio un paso hacia él, temiendo que volviera a caerse, pero Haplo lo rechazó de nuevo extendiendo una mano.
—¡Perro! —Dijo con voz quebrada—. ¡A mí!
El animal se levantó, débil, y se acercó a su amo renqueando. Haplo apoyó la mano en la cabeza del perro para mantener el equilibrio. El animal soportó el peso con paciencia y con los ojos fijos en Haplo.
—Vamos —dijo éste.
Juntos, paso a paso con andar titubeante, los dos avanzaron hacia la Puerta. El Señor del Nexo, admirado, los siguió. Cuando los patryn del otro lado vieron aparecer al joven, no aplaudieron ni lanzaron vítores, sino que le dedicaron un respetuoso silencio. Nadie se ofreció a ayudarlo, aunque todos advertían que cada movimiento le causaba un evidente dolor. Todos sabían lo que representaba atravesar aquella última puerta por sí mismos, o con la única ayuda de un amigo fiel.
Haplo entró en el Nexo, parpadeando bajo el sol cegador. Con un suspiro, hincó la rodilla. El perro lanzó un gañido y le dio un lametón en el rostro.
El Señor del Nexo se apresuró a arrodillarse junto al joven. Haplo aún estaba consciente y el Señor le tomó la mano, pálida y fría.
—¡No olvides nunca! —le cuchicheó, apretando la mano contra su rostro.
Haplo alzó los ojos hacia el Señor del Nexo y sonrió…
—Bien, perro —murmuró el patryn, mirando a su alrededor en una última comprobación del estado de la nave—, creo que ya está todo dispuesto. ¿Qué me dices tú, muchacho? ¿Estás preparado?
El animal levantó las orejas y lanzó un sonoro ladrido.
—Está bien, está bien. Tenemos la bendición de mi Señor y hemos recibido sus últimas instrucciones. Ahora, veamos qué tal vuela este pájaro.
Extendió las manos sobre la piedra de gobierno de la nave y empezó a recitar las primeras runas. La piedra se levantó de la cubierta, sostenida por la magia, y se detuvo bajo la palma de las manos de Haplo. Una luz azul se filtró a través de sus dedos, compitiendo con el fulgor rojo que despedían las runas de sus manos.
Haplo volcó todo su ser en la nave, inundó el casco con su magia, la notó penetrar en las alas de piel de dragón como si fuera sangre, dándoles vida y energía para guiar y controlar la nave. Su mente se elevó y llevó consigo a la embarcación. Poco a poco, ésta empezó a levantarse del suelo.
Pilotándola con los ojos, el pensamiento y la magia, Haplo remontó los aires a más velocidad de la que los constructores de la nave habían podido imaginar y sobrevoló el Nexo. Encogido a los pies de su amo, el perro suspiró y se resignó al viaje. Tal vez recordaba su primera travesía de la Puerta de la Muerte, un viaje que casi había resultado fatal.
Haplo hizo unas maniobras de prueba y, volando a placer sobre el Nexo, disfrutó de una insólita panorámica de la ciudad a vista de pájaro (o, más bien, de dragón).
El Nexo era una creación extraordinaria, una maravilla de construcción. Paseos anchos, orlados de árboles, se extendían como radios desde un punto central hasta el horizonte borroso del lejano Límite. Edificios asombrosos de mármol y cristal, acero y granito, adornaban las calles. Parques y jardines, lagos y estanques, proporcionaban rincones de serena belleza por los que pasear, pensar y reflexionar. A lo lejos, cerca del Límite, se extendían suaves colinas y verdes campos, preparados para la siembra.
Sin embargo, no había agricultores que cultivaran aquellos terrenos. Ni se veía a nadie deambulando por los parques. Ni había tráfico por las calles. Toda la ciudad, los campos, jardines, avenidas y edificios, estaban vacíos y sin vida, esperando.
Haplo condujo la nave en torno al punto central del Nexo, un edificio de agujas de cristal —el más elevado de la ciudad—, que su amo había tomado como palacio. Dentro de sus agujas de cristal, el Señor del Nexo había encontrado los libros abandonados por los sartán, libros en los que se narraba la Separación y la formación de los cuatro mundos y en cuyas páginas se hablaba del encarcelamiento de los patryn y de las esperanzas de los sartán en la «redención» de sus enemigos. El Señor del Nexo había aprendido por sí mismo a leer aquellos libros y así había descubierto la traición de los sartán que había condenado al tormento a su pueblo. Leyendo los libros, el Señor había urdido su plan de venganza. Haplo inclinó las alas de la nave en gesto de respeto hacia su amo.
Los sartán habían previsto que los patryn ocuparan aquel mundo maravilloso… después de su «rehabilitación», por supuesto. Haplo sonrió y se acomodó mejor en el asiento. Después, soltó la piedra de gobierno, dejando que la nave volara con sus pensamientos. Pronto, el Nexo estaría poblado, pero no sólo por los patryn. En breve, el Nexo acogería a elfos, humanos y enanos, las razas inferiores. Una vez trasladados allí a través de la Puerta de la Muerte, el Señor del Nexo destruiría los cuatro mundos espurios creados por los sartán y volvería a instaurar el viejo orden. Salvo que esta vez serían los patryn quienes lo gobernasen, por derecho propio.
Una de las misiones de Haplo en sus viajes de investigación era observar si vivía algún sartán en cualquiera de los cuatro nuevos mundos. Haplo se sorprendió a sí mismo deseando descubrir a alguno más… A algún sartán que no fuera una pobre imitación de semidiós como aquel Alfred a quien se había enfrentado en el mundo de Ariano. Deseaba que toda la raza de los sartán estuviera aún con vida, para que fueran testigos de su propia y aplastante derrota.
—Y cuando los sartán hayan visto caer a pedazos todo lo que construyeron, cuando hayan visto pasar a nuestro poder a las razas a las que esperaban dominar, llegará el momento de dar su justo castigo a nuestros enemigos. ¡Esta vez, seremos nosotros quienes los arrojaremos a ellos al Laberinto!
Haplo desvió la mirada hacia el caótico torbellino negro con vetas rojas que acababa de aparecer a lo lejos tras la ventana. Recuerdos teñidos de horror surgieron de las nubes para rozarlo con sus manos espectrales y Haplo los combatió utilizando como arma el odio. En lugar de verse a sí mismo, imaginó la lucha de los sartán, los vio vencidos donde él había triunfado, los vio morir donde él había escapado con vida.
El agudo ladrido de advertencia del perro lo sacó de sus sombríos pensamientos. Haplo comprobó que, perdido en ellos, casi se había precipitado al Laberinto. Rápidamente, colocó las manos sobre la piedra de gobierno e hizo virar la nave. El Ala de Dragón surcó de nuevo el cielo azul del Nexo, libre de los tentáculos de maléfica magia que habían intentado apresarlo.
Haplo volvió sus ojos y sus pensamientos hacia el cielo sin estrellas y pilotó la nave hacia el punto de paso, hacia la Puerta de la Muerte.