CAPÍTULO 4

imgcap.jpg

EQUILAN,

LAGO ENTHIAL

Calandra Quindiniar no se hacía ilusiones respecto a los dos humanos con los que estaba negociando. Suponía que eran contrabandistas pero le traía sin cuidado. Al fin y al cabo, a Calandra le resultaba imposible imaginar que un humano pudiera hacer un negocio honrado. En su opinión, todos eran contrabandistas, granujas y ladrones.

Por eso le resultó gracioso —como pocas veces le ocurría— ver a Aleatha salir de la casa y cruzar el patio de musgo hacia el deslizador. El viento que soplaba entre las copas de los árboles le levantó el delicado vestido y lo hinchó en torno a ella en vaporosas olas verdes. La moda élfica de la época dictaba cinturas largas y ceñidas, cuellos altos y rígidos y faldas rectas. Una moda que no favorecía a Aleatha y que, por tanto, ésta no seguía. El vestido llevaba un amplio escote que dejaba a la vista sus espléndidos hombros y tenía un talle suavemente recogido para cubrir y realzar sus hermosos pechos. Cayendo en suaves pliegues, las capas de tela finísima la envolvían como una nube salpicada de prímulas, acentuando sus gráciles movimientos.

Aquel estilo de vestir había hecho furor en tiempos de su madre. Cualquier otra elfa —«incluida yo misma», pensó Calandra agriamente— ataviada de aquella manera habría parecido carente de atractivo y pasada de moda. Aleatha, en cambio, hacía que fuera la moda del momento la que pareciera anticuada y fea.

Por fin, la vio llegar al cobertizo de los deslizadores. Estaba de espaldas a ella, pero Calandra supo muy bien qué estaba haciendo su hermana menor. Aleatha lanzaba una sonrisa al esclavo humano que la ayudaba a subir al vehículo.

La sonrisa de Aleatha era la de una perfecta damisela, con los ojos bajos como era debido y el rostro casi oculto bajo el sombrero de ala ancha, adornado de rosas. Su hermana nunca podría acusarla. Pero Calandra, que vigilaba desde las ventanas del piso superior, conocía muy bien los trucos de Aleatha. Aunque sus párpados siguieran bajos, los ojos púrpura no lo estaban y miraban al humano tras las largas pestañas negras. Tenía los labios carnosos entreabiertos y movía el inferior contra la hilera de dientes superiores, pequeños y muy blancos, humedeciéndolo constantemente. El esclavo humano era alto y musculoso, endurecido por el trabajo. Llevaba el torso desnudo bajo el calor de mitad de ciclo y lucía los pantalones de cuero ajustados que acostumbraban los humanos. Calandra vio la radiante sonrisa del hombre en respuesta a la de Aleatha, lo vio tardar un tiempo excesivo en ayudar a ésta a montar en el deslizador, y apreció que su hermana lograba rozar su cuerpo con el del humano mientras subía al estribo. La mano enguantada de Aleatha incluso permaneció unos instantes más de lo necesario entre los dedos del esclavo. Por fin, la muchacha tuvo la flema de asomarse a la ventanilla del vehículo, con el ala del sombrero vuelta hacia arriba, y agitar la mano en dirección a Calandra.

El esclavo siguió la mirada de Aleatha, recordó súbitamente su deber y se apresuró a ocupar su posición. El vehículo estaba construido con hojas de bentán, tejidas hasta formar una cesta redonda abierta por delante. Varios porteadores sujetaban la parte superior de la cesta, colgada de una gruesa maroma que salía de la casa paterna de Aleatha y se adentraba en la jungla. Despertados de su permanente letargo, los porteadores tiraron de la maroma, acercando el vehículo a la casa. Al volver a su estado de sopor, los porteadores dejarían que la cesta resbalara maroma abajo, llevando el vehículo hasta una encrucijada donde Aleatha tomaría otra de aquellas cestas, cuyos porteadores la conducirían a su destino.

El esclavo puso en marcha el deslizador de un empujón y Calandra vio perderse a su hermana entre la frondosa vegetación de la jungla, con su falda verde ondeando al viento.

Calandra dirigió una sonrisa desdeñosa al esclavo, que permanecía en su posición contemplando el vehículo con admiración. Qué estúpidos eran aquellos humanos. Ni siquiera entendían cuándo una se burlaba de ellos. Aleatha era disoluta pero, por lo menos, sus coqueteos eran con elfos de su raza. Sólo coqueteaba con los humanos porque era divertido observar sus reacciones animalescas. Aleatha, como su hermana mayor, antes permitiría que la besara el perro de la casa a que lo hiciera un humano.

Paithan era otra historia. Calandra volvió al trabajo, tomando nota de enviar a la nueva criada de la cocina a trabajar en el taller del arco centelleante.

Con la espalda apoyada en el vehículo, disfrutando del viento fresco que golpeaba su rostro mientras descendía rápidamente entre los árboles, Aleatha se imaginó ofreciendo a cierta persona presente en la fiesta del noble Durndrun el relato de cómo había despertado la pasión del esclavo humano. Por supuesto, su versión de lo sucedido sería ligeramente distinta.

«Te juro, mi señor, que su manaza se cerraba sobre la mía con tal fuerza que he creído que iba a estrujármela. ¡Y luego ese animal ha tenido el valor de restregar su cuerpo bañado en sudor contra el mío!».

«¡Terrible!», respondería su interlocutor, con sus pálidas facciones élficas enrojecidas de indignación… ¿O sería de excitación ante el pensamiento de los dos cuerpos apretados el uno contra el otro? Entonces se acercaría un poco más a ella. «Y tú ¿qué has hecho?».

«Seguir como si tal cosa, por supuesto. Es la mejor manera de tratar a esas bestias…, aparte del látigo, por supuesto. Pero, claro, no iba a azotarlo yo…».

«¡No, pero yo sí podría hacerlo…!», añadiría el noble con gallardía.

«¡Oh, Thea!, ya sabes que tus bromas vuelven locos a los esclavos».

Aleatha dio un ligero respingo. ¿De dónde había salido aquella voz perturbadora? Un imaginario Paithan…, que invadía sus pensamientos. Sujetándose el sombrero que el viento estaba a punto de arrancarle de la cabeza, Aleatha tomó nota mentalmente de asegurarse de que su hermano estuviera haciendo bromas en otra parte antes de empezar a relatar aquella seductora aventura. Paithan era un buen chico y no le aguaría la fiesta deliberadamente a su hermana, pero era demasiado candido para dejarlo suelto.

La cesta llegó al final de la cuerda, deteniéndose en la encrucijada. Otro esclavo humano, bastante feo —Aleatha no se dignó mirarlo dos veces—, la ayudó a bajar.

—A casa del barón Durndrun —le indicó fríamente, y el esclavo la acompañó a uno de los deslizadores que esperaban en la encrucijada, cada uno de los cuales pendía de una maroma que se dirigía a una parte distinta de la jungla. El esclavo azuzó a los porteadores, éstos se aplicaron a su trabajo y el vehículo surcó los aires hacia las sombras, cada vez más profundas, transportando a su pasajera a las entrañas de la ciudad de Equilan.

Las cestas eran el medio de transporte de los ricos, que pagaban una cuota a los padres de la ciudad para su disfrute. Quienes no podían permitirse pagar este sistema se servían de los oscilantes puentes que comunicaban la selva. Tales puentes conducían de una casa a otra, de una tienda a otra, de las casas a las tiendas y viceversa. Habían sido tendidos cuando los primeros pobladores elfos fundaran Equilan, para comunicar las escasas viviendas y talleres edificados en los árboles con propósitos defensivos. Con el crecimiento de la ciudad, aumentó también el sistema de puentes, sin orden ni concierto, para mantener conectada cada casa con las vecinas y con el corazón de la ciudad.

Equilan había prosperado y también sus habitantes. Miles de elfos vivían en la ciudad, que tenía casi el mismo número de puentes. Recorrerla a pie era extraordinariamente complicado, incluso para quienes habían pasado allí toda su vida. Nadie que tuviera cierta importancia en la sociedad élfica deambulaba por los puentes salvo, quizás, en alguna correría temeraria durante la hora oscura. No obstante, aquellos puentes constituían una excelente defensa frente a los vecinos humanos de los elfos, quienes, en tiempos ya remotos, habían mirado con ojos envidiosos las viviendas arborícolas élficas.

Los humanos construían sus ciudades directamente sobre las llanuras de musgo, nunca en los árboles. En una ocasión habían enviado una fuerza para invadir Equilan pero cuando los grandes y torpes guerreros humanos, embutidos en sus voluminosas armaduras de cuero y empuñando desmañadamente sus espadas de madera, echaron un vistazo a los angostos pasos de madera de balsa sujeta con cuerda confeccionada con zarcillos de enredadera que se mecían a miles de palmos por encima del lecho de musgo, dieron media vuelta de inmediato y regresaron a su tierra. Los elfos habían comprobado que se tardaba cierto tiempo en aclimatar a los esclavos humanos a la vida en las copas de los árboles, y que la mayoría de ellos no parecía llegar nunca a sentirse cómodo allá arriba.

Con el tiempo, Equilan se hizo más rica y más segura, y sus vecinos humanos del norint decidieron que sería mejor dejar en paz a los elfos y pelearse entre ellos. Thillia quedó dividida en cinco reinos, cada uno de ellos enemigo de los demás, y los elfos sacaron provecho del suministro de armas de todos los bandos en conflicto.

Las familias reales y las de clase media que habían alcanzado riqueza y poder se trasladaron a mayor altura en los árboles. El hogar de Lenthan Quindiniar se alzaba en la colina[14] más elevada de Equilan, signo de posición social entre sus iguales de clase media pero no entre la realeza, que construía sus mansiones a orillas del lago Enthial. Por mucho que Lenthan pudiera comprar y vender la mayoría de las casas del lago, nunca se le permitiría vivir allí.

Para ser sincero, Lenthan tampoco aspiraba a ello. Estaba muy satisfecho de vivir donde lo hacía, con una buena vista de las estrellas y un claro entre la vegetación de la jungla para poder lanzar sus cohetes.

Aleatha, en cambio, había decidido vivir junto al lago. La condición de noble podría adquirirla con su encanto, su cuerpo y la parte del dinero de su padre que le correspondería cuando éste muriese. Sin embargo, lo que aún no había decidido Aleatha era cuál de los duques, condes, barones o príncipes comprar. Todos eran tan pesados… La tarea que tenía ante sí la muchacha era como ir de tiendas, en busca de uno menos aburrido que el resto.

El deslizador depositó suavemente a Aleatha en la adornada mansión donde el barón Durndrun ofrecía la recepción. Un esclavo humano se dispuso a ayudarla a descender pero un joven noble, llegado al mismo tiempo, lo privó del honor. El noble estaba casado pero, pese a ello, Aleatha le dedicó una sonrisa dulce y encantadora. El joven quedó fascinado y se alejó con Aleatha, dejando que el esclavo se ocupara de su esposa.

La casa de Durndrun, como todas las del lago Enthial, se alzaba en el borde superior de una gran concavidad de musgo. Las mansiones de la nobleza elfa se hallaban repartidas a lo largo de aquel borde superior mientras que la residencia de Su Majestad, la Reina, ocupaba el extremo más alejado, apartada de la abigarrada ciudad donde residían sus súbditos. Todas las demás casas tenían la fachada orientada hacia el palacio, como si le prestaran un perpetuo homenaje.

En el centro de la concavidad del terreno estaba el lago, sostenido sobre un grueso lecho de musgo que acunaban los brazos leñosos de los árboles gigantescos. Debido a sus lechos de musgo, la mayoría de lagos de la zona tenía un color verde, nítido y cristalino. Pero, gracias a una rara especie de peces que nadaba en el lago (regalo del padre de Lenthan Quindiniar a la Reina), las aguas del Enthial ofrecían un vibrante y asombroso tono azul y eran consideradas una de las maravillas de Equilan.

Los jardines del barón Durndrun se extendían desde la casa hasta las propias orillas del lago. Siguiendo la costumbre élfica, los jardines eran cuidados y cultivados para que ofrecieran un aspecto de silvestre abandono. Arco iris de flores competían con los que formaba el sol al traspasar la húmeda atmósfera, rivalizando por ver cuál de ellos podía crear los efectos más maravillosos. Helechos plumosos daban sombra a las pálidas mejillas de las doncellas elfas. Gran número de orquídeas colgaba de los árboles o se alzaba de la vegetación putrefacta que formaba una gruesa capa sobre el lecho de musgo. Aves y animales terrestres (sólo los más vistosos, interesantes y pacíficos) retozaban entre el lujurioso follaje. Unos umbríos cenadores con bancos de madera de teca, importada a alto precio de las tierras humanas que bordeaban el océano Terinthiano, ofrecían una espléndida panorámica del lago y de los terrenos del palacio real, justo enfrente.

Aleatha no prestó la menor atención a la vista, pues ya la había contemplado en otras ocasiones. Su objetivo ahora era hacerla suya. Ella y el noble Daidlus ya se conocían, pero hasta aquel momento Aleatha no había advertido que era agudo, inteligente y moderadamente atractivo. Sentada junto al joven admirador en uno de los bancos de teca, Aleatha apenas había empezado a contar su anécdota del esclavo cuando, como sucediera en su imaginario diálogo, la interrumpió una voz jovial.

—¡Ah! , estás aquí, Thea. He oído que habías venido. Y tú eres Daidlus, ¿no? ¿Sabes que tu mujer te anda buscando? No parece muy contenta…

El noble Daidlus tampoco lo parecía. Lanzó una mirada colérica a Paithan, que se la devolvió con el aire inocente y ligeramente nervioso de quien sólo pretende ayudar a un amigo.

Aleatha estuvo tentada de retener al noble y librarse de Paithan, pero se dijo que tenía cierta gracia dejar que la olla cociera a fuego lento antes de aplicar todo el calor. Además, tenía que hablar con su hermano.

—Me avergüenzo de mí misma, mi señor —dijo, pues, ruborizándose deliciosamente—. Te estoy apartando de tu familia. He sido muy egoísta y desconsiderada, pero estaba disfrutando tanto de tu compañía…

Paithan cruzó los brazos sobre el pecho, se apoyó en el muro del jardín y observó la escena con interés. Daidlus replicó, entre protestas, que podría quedarse con ella para siempre.

—No, no, mi señor —dijo Aleatha con un aire de noble altruismo—. Ve con tu esposa. Insisto.

Tras esto, extendió la mano para que el joven noble la besara. Daidlus lo hizo con más ardor del que las normas de urbanidad habrían considerado correcto.

—Pero…, me gustaría tanto oír el final de la historia… —protestó el frustrado Daidlus.

—La oirás, mi señor —respondió Aleatha entornando los párpados tras cuyas pestañas siguieron brillando las chispas púrpura azulado de sus ojos—. La oirás.

El joven noble logró arrancarse de su lado. Paithan tomó asiento en el banco junto a su hermana y ésta se quitó el sombrero y se abanicó con el ala.

—Lo siento. Thea. ¿He interrumpido algo?

—Sí, pero es mejor así. Las cosas iban demasiado deprisa.

—Daidlus está felizmente casado, ¿sabes? Y tiene tres hijos pequeños.

Aleatha se encogió de hombros. Aquello no le interesaba.

—Un divorcio sería un escándalo tremendo —continuó Paithan, oliendo una flor que se había prendido en el ojal del largo traje de linón blanco. De líneas holgadas, la chaqueta caía sobre unos pantalones de la misma tela blanca, cerrados en los tobillos.

—En absoluto. El dinero de padre lo acallaría.

—Habría de concederlo la Reina.

—Por supuesto. También se encargaría de eso el dinero de padre.

—Calandra se pondría furiosa.

—No, te equivocas. Estaría contentísima de verme convertida por fin en una respetable mujer casada. No te inquietes por mí, querido hermano. Tienes otros asuntos de qué preocuparte. Calandra te buscaba esta tarde.

—¿Ah, sí? —replicó Paithan, tratando de aparentar indiferencia.

—Sí, y la expresión de su rostro podría haber encendido uno de esos infernales aparatos de padre.

—Mala suerte. Debe de haber estado hablando con el jefe, ¿verdad?

—Sí, creo que sí. No hablé mucho con ella porque no quería ponerla furiosa. De lo contrario, aún estaría allí. Dijo algo sobre un sacerdote humano, creo. Yo… ¡Orn bendito! ¿Qué ha sido eso?

—Un trueno. —Paithan alzó la vista hacia la densa vegetación que impedía observar el cielo—. Debe de acercarse una tormenta. Mala suerte, pues eso significa que van a cancelar el paseo en barca.

—No ha sido ningún trueno. Es demasiado temprano. Además, he notado que el suelo temblaba, ¿tú no?

—Tal vez sea Cal, que viene a por mí.

Paithan se quitó la flor del ojal y se puso a jugar con ella, deshojándola y lanzando los pétalos al regazo de su hermana.

—Me alegro de que esto te divierta tanto, Paithan. Ya veremos qué opinas cuando te reduzca la asignación a la mitad. Por cierto, ¿qué es eso del sacerdote humano?

Paithan se acomodó en el banco y clavó los ojos en la flor que estaba descuartizando. Su rostro juvenil adquirió una inhabitual seriedad.

—Verás, Thea. Al volver de mi último viaje, me sorprendió el cambio obrado en padre. Tú y Cal no os dais cuenta porque estáis siempre con él, pero…, me pareció tan…, no sé…, gris, creo. Y abatido.

—Pues lo has visto en uno de sus momentos más lúcidos —apuntó Aleatha con un suspiro.

—Sí, y esos malditos cohetes que construye nunca sobrepasan las copas de los árboles, y mucho menos se acercan a las estrellas. Y no deja de darle vueltas y vueltas a la muerte de madre… En fin, tú ya sabes cómo están las cosas…

—Sí, ya sé cómo están. —Aleatha juntó los pétalos en el regazo e, inconscientemente, formó con ellos una tumba en miniatura.

—Yo quería que se animara, de modo que dije la primera tontería que me vino a la cabeza. «¿Por qué no hacer venir a un sacerdote humano?», le propuse. «Esa gente sabe mucho de las estrellas, pues afirman proceder de ellas. Dicen que éstas son, en realidad, ciudades». Añadí otras sandeces por el estilo y mis palabras —Paithan parecía modestamente satisfecho de sí mismo— lograron que padre se sintiera mucho mejor. No lo había visto tan activo desde el día en que su cohete cayó en medio de la ciudad y provocó el incendio del basurero.

—¡Estupendo, Paithan! Como tú no tardarás en emprender un nuevo viaje, te da igual lo que suceda. —Aleatha arrojó los pétalos al viento con gesto irritado—. ¡Pero Calandra y yo tendremos que vivir con ese humano, y ya tenemos suficiente con la presencia de ese viejo astrólogo lujurioso!

—Lo siento mucho, Thea. Te aseguro que no pensé que me hiciera caso.

Paithan parecía compungido y verdaderamente lo estaba. El era un explorador despreocupado. Su hermana mayor era una fría comerciante. Su hermana menor era egoísta y despiadada. La única llama que ardía en todos ellos era el amor y el afecto que se profesaban entre sí. Un amor que, desafortunadamente, no extendían al resto del mundo.

Alargando una mano, Paithan tomó la de su hermana y la apretó entre sus dedos.

—Además —dijo—, ese sacerdote humano no se presentará nunca. Yo lo conozco, ¿sabes?, y…

El lecho de musgo se alzó de pronto bajo sus pies y volvió a descender. El banco en el que estaban sentados dio una sacudida y un súbito oleaje agitó la plácida superficie del lago. Un estruendo que recordaba a un trueno y que más parecía proceder del suelo que de las alturas acompañó la vibración del terreno.

—¡Esto no es ninguna tormenta! —exclamó Aleatha, mirando a su alrededor con expresión alarmada. A lo lejos se oían gritos y exclamaciones. Paithan se incorporó con cara muy seria.

—Creo que será mejor volver a la casa, Thea —declaró, y le tendió la mano. Aleatha se movió con tranquila presteza, recogiendo sus faldas vaporosas en torno a las piernas con calmosa rapidez.

—¿Qué debe de estar sucediendo?

—No tengo la menor idea —respondió Paithan, cruzando el jardín a toda prisa—. ¡Ah, Durndrun! ¿Qué ha sido eso? ¿Algún nuevo juego de sociedad?

—¡Ojalá lo fuera! —El noble anfitrión parecía considerablemente preocupado—. La sacudida ha producido una gran grieta en la pared del comedor y mi madre está histérica del susto.

El estruendo empezó de nuevo, esta vez más potente. El suelo dio una sacudida seguida de un temblor. Paithan retrocedió tambaleándose hasta agarrarse a un árbol. Aleatha, pálida pero sin descomponerse, se asió a una liana que colgaba junto al banco. El noble Durndrun perdió el equilibrio y estuvo a punto de quedar aplastado bajo una estatua que cayó de su pedestal. El seísmo duró el tiempo que un elfo tardaba en respirar tres veces y, a continuación, cesó. Del musgo surgió entonces un extraño olor. El olor de una humedad rancia y helada. El olor de la oscuridad. El olor de algo que vivía en la oscuridad.

Paithan fue a ayudar al barón a incorporarse.

—Creo que deberíamos armarnos —dijo Durndrun en un susurro, con objeto de que sólo lo oyera Paithan.

—Sí —contestó Paithan en el mismo tono, al tiempo que dirigía una mirada de reojo a su hermana—. Yo iba a proponer eso mismo.

Aleatha los oyó y entendió lo que decían. Un escalofrío de miedo recorrió su espinazo. La sensación le resultó muy agradable. Desde luego, todo aquello añadía interés a una velada que había esperado aburrida como de costumbre.

—Si me excusáis los dos —dijo, doblando el ala del sombrero para que la favoreciera al máximo—, volveré adentro por si puedo serle de alguna ayuda a la señora de la casa.

—Gracias, Aleatha Quindiniar. Te estoy muy reconocido. Qué valiente es —añadió el barón, contemplando a la muchacha mientras ésta se dirigía a la casa sin compañía, impávida—. La mitad de las demás mujeres corren por ahí chillando, presa de un ataque de nervios, y la otra mitad se ha desmayado de la impresión. ¡Tu hermana es una mujer admirable!

—Sí, ¿verdad? —contestó Paithan, a quien no había escapado que Aleatha se lo estaba pasando en grande—. ¿Qué armas tienes?

Mientras volvían apresuradamente hacia la casa, el noble miró al joven elfo que corría junto a él.

—¿Quindiniar…? —Durndrun se acercó aún más y le tomó del brazo—. No pensarás que esto tiene que ver con esos rumores que nos confiaste la otra noche, ¿verdad? Ya sabes, lo de los…, los gigantes…

Paithan pareció levemente avergonzado.

—¿Yo hablé de gigantes? ¡Por Orn, el vino que nos diste esa noche era muy fuerte, Durndrun!

—Tal vez los rumores no son rumores, después de todo —murmuró Durndrun en tono lúgubre.

Paithan pensó en el origen de aquel estruendo y en aquel olor a oscuridad. Movió la cabeza en gesto de negativa y dijo:

—Creo que vamos a desear tener enfrente unos gigantes, mi señor. Ahora mismo, me encantaría escuchar uno de esos cuentos humanos para conciliar el sueño.

Los dos llegaron al edificio, donde empezaron a revisar el catálogo de armamento del arsenal. Otros elfos varones que asistían a la fiesta se unieron a ellos entre gritos y exclamaciones, con un comportamiento no mucho mejor que el de sus mujeres, en opinión de Paithan. Los estaba observando con una mezcla de diversión e impaciencia cuando, de pronto, se dio cuenta de que todos ellos lo contemplaban, y que sus rostros estaban extraordinariamente serios.

—¿Qué crees que debemos hacer? —preguntó el barón Durndrun.

—Yo… yo… Bueno… —balbució Paithan, mirando con aire confuso a la treintena aproximada de miembros de la nobleza elfa—. Vamos, estoy seguro de que vosotros…

—¡Vamos, vamos, Quindiniar! —Le cortó Durndrun—. Tú eres el único de nosotros que ha estado en el mundo exterior, el único con experiencia en este tipo de asuntos. Necesitamos un jefe y vas a serlo tú.

«Y, si sucede algo, tendréis a alguien a quien echar la culpa», pensó Paithan, pero no lo dijo en voz alta aunque en sus labios apareció durante un segundo una sonrisa irónica.

El trueno empezó de nuevo, esta vez con tal potencia que muchos de los elfos cayeron de rodillas. Entre las mujeres y niños que habían sido conducidos a la casa en busca de protección se alzaron gritos y gemidos. Paithan escuchó el crujido de unas ramas al quebrarse en la jungla, y el coro de roncos graznidos de las aves asustadas.

—¡Mirad! ¡Mirad eso! ¡En el lago! —gritó la voz áspera de uno de los nobles, situado en la última fila de la multitud.

Todos se volvieron hacia donde indicaba. Las aguas del lago se agitaban y hervían, y en el centro, serpenteando hacia lo alto, se veían las escamas relucientes de un enorme cuerpo verde. Una parte de aquel cuerpo sobresalía del agua, para volverse a sumergir en ella.

—¡Ah!, lo que yo pensaba —murmuró Paithan.

—¡Un dragón! —exclamó el barón Durndrun. Se agarró al joven elfo y añadió—: ¡Por Orn, Quindiniar! ¿Qué vamos a hacer?

—Me parece —respondió Paithan con una sonrisa— que lo mejor será ir adentro y tomar la que, probablemente, será nuestra última copa.