GRIFFITH,
TERNCIA, THILLIA
Calandra volvió a concentrarse en los libros de contabilidad como antídoto reconfortante contra las extravagancias y caprichos de su familia. La casa estaba en silencio. Su padre y el astrólogo seguían con sus cosas en el sótano pero, sabedor de que la hija mayor estaba aún más cerca de estallar que su pólvora mágica, Lenthan consideró conveniente aplazar cualquier otro experimento con dicha sustancia.
Después de la cena, Calandra llevó a cabo una gestión más, relacionada con el negocio. Mandó a un sirviente con un mensaje para el hombre de los pájaros, que debería enviarlo a maese Roland de Griffith, en la taberna La Flor del Bosque.
«El embarque llegará a principios del barbecho.[11]
El pago se efectuará a la entrega del género.
Calandra Quindiniar».
El hombre de los pájaros ató el mensaje a la pata del ave de brillantes colores, que había sido entrenada para volar a aquella parte de Thillia, y la soltó en el aire. Ésta batió las alas con rumbo norint-vars, en una travesía que la llevaría sobre los campos y mansiones de la nobleza élfica y sobre el lago Enthial.
El ave mensajera se deslizó sin esfuerzo por los aires, aprovechando las corrientes que fluían entre los árboles gigantescos. Sólo tenía un objetivo: llegar a su destino, donde la esperaba su pareja, encerrada en una jaula. Durante el vuelo no tenía que vigilar la presencia de depredadores, pues no era un bocado apetitoso para ninguno de ellos, ya que segregaba un aceite que mantenía secas sus plumas durante las frecuentes tormentas y que resultaba un veneno mortal para cualquier otra especie.
Voló a baja altura sobre las tierras de labor que los elfos cultivaban en los lechos de musgo más altos, formando un dibujo de líneas artificialmente rectas. Esclavos humanos araban los campos y recogían las cosechas. El ave no estaba especialmente hambrienta, pues había sido alimentada antes de la partida, pero un ratoncillo sería un buen remate para la cena. Sin embargo, no descubrió ninguno y continuó su viaje, decepcionada.
Pronto, los cuidados campos de cultivo de los elfos dieron paso a la espesura de la jungla. Los arroyos alimentados por las lluvias diarias formaban caudalosos ríos sobre los lechos de musgo. Serpenteando entre la jungla, los ríos encontraban a veces alguna grieta en las capas superiores del musgo y formaban cascadas que se precipitaban hacia las profundidades insondables.
Ante los ojos del ave viajera empezaron a flotar unas nubes vaporosas y ganó altura, ascendiendo sobre las tormentas de la hora de la lluvia. Finalmente, la masa de nubes negras y densas, sacudida por los relámpagos, ocultó totalmente la tierra. Sin embargo, el ave, guiada por el instinto, no perdió la orientación. Debajo de ella se extendían los bosques del barón Marcins; los elfos les habían dado ese nombre, pero ni ellos ni los humanos habían reclamado derechos sobre aquellas junglas impenetrables.
La tormenta descargó y pasó, como venía sucediendo desde tiempo inmemorial, casi desde la creación del mundo. El sol brillaba ahora con fuerza, y la mensajera distinguió tierras cultivadas: Thillia, el reino de los humanos. Desde allá arriba, alcanzó a ver tres de las torres resplandecientes, bañadas por el sol, que señalaban las cinco divisiones del reino de Thillia. Las torres, antiguas para la medida del tiempo de los humanos, estaban construidas de ladrillo de cristal cuyos secretos de fabricación habían sido desvelados por los hechiceros humanos durante el reinado de Georg el Único. Estos secretos, así como muchos de los hechiceros, se habían perdido en la devastadora Guerra por Amor que siguió a la muerte del viejo rey.
El ave utilizó las torres como referencia para orientarse y luego descendió rápidamente, sobrevolando a baja altura las tierras de los humanos. Situado en una amplia llanura de musgo salpicada aquí y allá de árboles que se habían conservado para proporcionar sombra, el país era llano, pero entrecruzado de caminos y salpicado de pequeñas poblaciones. Los caminos eran muy transitados, pues los humanos sentían la curiosa necesidad de andar constantemente de un sitio a otro, necesidad que los sedentarios elfos no habían entendido nunca y que consideraban propia de bárbaros.
En aquella parte del mundo, la caza era mucho más propicia y la mensajera dedicó unos breves instantes a recuperar fuerzas con una rata de buen tamaño. Cuando hubo dado cuenta de ella, se limpió las garras con el pico, arregló las plumas y reemprendió el vuelo. Cuando vio que las tierras llanas empezaban a dar paso a una densa selva, cobró nuevos ánimos pues se acercaba ya al término de su largo viaje. Estaba sobre Terncia, el reino más al norint. Cuando llegó a la ciudad amurallada que circundaba la torre de ladrillos de cristal de la capital de Terncia, captó la áspera llamada de su compañera. Descendió en espiral hasta el centro de la ciudad y se posó, finalmente, en el parche de cuero que protegía el brazo de un pajarero thilliano. El hombre recuperó el mensaje, vio el nombre del destinatario y dejó a la fatigada ave en la jaula de su compañera, que la recibió con unos suaves picotazos.
El pajarero entregó el mensaje a un jinete repartidor que, varios días más tarde, entró en una aldea remota y semiolvidada que se alzaba en las mismas lindes de la selva y dejó el recado en la única posada del lugar.
Sentado en su banco favorito de La Flor del Bosque, maese Roland de Griffith estudió el fino pergamino de quin. Después, con una sonrisa lo empujó sobre la mesa hacia una mujer joven que estaba sentada frente a él.
—¡Aquí tienes! ¿Qué te había dicho, Rega?
—¡Gracias a Thillia! Es lo único que puedo decir. —El tono de voz de Rega era lúgubre; en su rostro no había la menor sonrisa—. Por lo menos, ahora tienes algo que enseñarle al viejo Barbanegra y tal vez nos deje en paz algún tiempo…
—¿Dónde debe de estar? —Roland echó un vistazo a la flor de horas[12] que presidía la barra en una maceta. Casi una veintena de sus pétalos estaban cerrados—. Ya ha pasado su hora habitual.
—Vendrá, no te preocupes. Esto es demasiado importante para él.
—Sí, por eso me inquieta el retraso.
—¿Tienes cargos de conciencia, acaso? —Rega apuró la jarra de kegrot y buscó a la camarera con la mirada.
—No, pero no me gusta tratar estos asuntos aquí, en un lugar público…
—Es lo mejor. Así está todo sobre la mesa, al descubierto. No podemos levantar las sospechas de nadie. ¡Ah!, aquí está. ¿Qué te decía?
Se abrió la puerta de la taberna y el brillante sol de la hora de los dados bañó la Silueta de un enano. Fue una visión imponente y, por un instante, casi todos los parroquianos dejaron de beber, de jugar o de charlar para observarlo. Un poco más alto de lo habitual entre su pueblo, el enano tenía la piel morena clara y lucía una hirsuta melena negra y una barba a la que debía su apodo entre los humanos. Las cejas negras y espesas que se juntaban sobre su nariz ganchuda y los centelleantes ojos producían una impresión de perpetua ferocidad que le resultaba muy útil en tierras extrañas. Pese al calor, llevaba una camisa de seda a bandas blancas y rojas y, encima de ella, la pesada armadura de cuero de su pueblo, con unos brillantes pantalones rojos metidos en las recias botas de caña.
Los presentes en el bar intercambiaron risillas y comentarios irónicos ante la chillona indumentaria del recién llegado pero, si hubieran sabido algo sobre la sociedad de los enanos y sobre el significado de los colores brillantes de su ropa, no se habrían reído en absoluto.
El enano hizo una pausa en el umbral de la taberna y parpadeó, deslumbrado por el sol del exterior.
—¡Barbanegra, amigo mío! —Exclamó Roland, levantándose del asiento—. ¡Aquí!
El enano entró pesadamente en la taberna y sus ojos fueron de un rincón a otro, retando con la mirada a cualquiera que intentara decirle algo. Los enanos eran una rareza en Thillia. El reino de los enanos estaba lejos, al norint-est de las tierras de los humanos, y había muy pocos contactos entre ambos. Sin embargo, aquel enano en concreto llevaba ya cinco días en el pueblo y su presencia había dejado de ser una novedad. Griffith era un pueblo sórdido situado en el límite de dos reinos, ninguno de los cuales lo reclamaba. Sus habitantes hacían lo que querían, asunto en el que estaba muy conforme la mayoría de ellos, pues casi todos procedían de lugares de Thillia donde hacer la santa voluntad solía conducirle a uno a la horca. Las gentes de Griffith tal vez se preguntaran qué hacía un enano en su pueblo, pero nadie haría la pregunta en voz alta.
—¡Tabernero, tres más! —Pidió a gritos Roland, levantando su jarra—. Tenemos motivos para brindar, amigo mío —dijo al enano, que tomó asiento con parsimonia.
—¿Sí? —gruñó el enano, observando torvamente a la pareja.
Roland, con una sonrisa, hizo caso omiso de la evidente incomodidad de su invitado y le dejó delante el mensaje.
—No puedo leer lo que pone ahí —declaró el enano, volviendo a arrojar sobre la mesa el manuscrito de quin.
Los interrumpió la llegada de la camarera con el kegrot. Distribuyeron las jarras. La desaliñada sirvienta pasó un trapo grasiento por encima de la mesa, dirigió una mirada de curiosidad al enano y se alejó con su andar indolente.
—Lo siento, he olvidado que no sabes leer elfo. El embarque está en camino, Barbanegra —dijo Roland en voz baja y con gesto despreocupado—. Llegará durante el próximo barbecho.
—Me llamo Drugar. ¿Es eso lo que pone en el papel? —El enano tocó el mensaje con su mano de dedos rechonchos.
—Claro que sí, Barbanegra, amigo mío.
—No soy amigo tuyo, humano —murmuró el enano, pero lo hizo en su lengua y hablándole a su propia barba. Luego, entreabrió los labios en lo que casi podía pasar por una sonrisa—. Pero la noticia es excelente. —Su voz pareció llena de animosidad.
—Bebamos por ello. —Roland alzó la jarra y dio un suave codazo a Rega, que había estado observando al enano con la misma suspicacia que éste había mostrado hacia ellos—. Por nuestro trato.
—Beberé por ello —asintió el enano después de meditar la respuesta unos instantes, aparentemente. Alzó la jarra y repitió—: Por nuestro trato.
Roland apuró la suya sonoramente. Rega tomó un sorbo. Ella nunca bebía en exceso y uno de los dos tenía que permanecer sobrio. Además, el enano no bebía, sino que se le limitaba a humedecer los labios. A los enanos no les entusiasma el kegrot, que todo el mundo reconoce flojo e insípido en comparación con su excelente bebida fermentada.
—Me estaba preguntando, socio —insistió Roland, inclinándose hacia adelante y encorvándose sobre la jarra—, qué destino pensáis dar a esas armas.
—¿Acaso tienes cargos de conciencia, humano?
Roland lanzó una agria mirada a Rega, la cual, al escuchar sus propias palabras en boca del enano, se encogió de hombros y apartó la vista, reclamándole en silencio qué otra respuesta podía esperar a una pregunta tan estúpida.
—Se te paga suficiente para que no hagas preguntas, pero te lo diré de todos modos porque el mío es un pueblo honorable.
—¿Tanto que tenéis que tratar con contrabandistas, Barbanegra? —sonrió Roland, pagándole al enano con la misma moneda.
Las negras cejas de éste se juntaron en un gesto alarmante y los ojos negros despidieron fuego.
—Yo habría tratado de forma abierta y legal, pero las leyes de vuestra tierra lo impiden. Mi pueblo necesita esas armas. ¿No habéis tenido noticia del peligro que viene del norint?
—¿Los reyes del mar?
Roland hizo un gesto a la camarera. Rega puso su mano sobre la de él, advirtiéndole para que fuera con tiento, pero Roland la rechazó.
—¡Bah! ¡No! —El enano soltó una risotada de desprecio—. Hablo del norint. Muy lejos en esa dirección, sólo que ahora ya no tan lejos.
—No hemos oído nada en absoluto, Barbanegra, viejo amigo. ¿De qué se trata?
Rega vio que las facciones del enano adquirían un aire sombrío y el fuego de sus ojos se nublaba de miedo, y la mujer sabía o adivinaba lo suficiente sobre el carácter de Barbanegra como para darse cuenta de que el enano no había experimentado temor a menudo en su vida.
—Humanos… del tamaño de montañas. Vienen del norint y lo destruyen todo a su paso.
Roland estuvo a punto de atragantarse y se echó a reír. El enano pareció hincharse literalmente de rabia y Rega clavó las uñas en el brazo de su compañero. Roland, con dificultades, reprimió la risa.
—Lo siento, amigo, lo siento, pero ya había oído esta historia de labios de mi querido padre cuando aún estaba en sus cabales. Así que los titanes van a atacarnos… Y supongo que los Cinco Señores Perdidos de Thillia volverán al mismo tiempo. —Alargó la mano por encima de la mesa y dio unas palmaditas en el hombro al irritado enano—. Guarda el secreto, pues, amigo mío. Mientras tengamos nuestro dinero, a mi esposa y a mí no nos importa lo que hagáis ni a quién matéis.
El enano volvió a enrojecer y apartó el brazo del contacto con el humano con gesto enérgico.
—¿No tienes que ir a ninguna parte, esposo querido? —dijo Rega con toda intención.
Roland se incorporó. Era un hombre alto y musculoso, rubio y atractivo. La camarera, que lo conocía bien, rozó su cuerpo con el suyo cuando se puso en pie.
—Dispensadme. Tengo que ir a visitar un árbol. Este maldito kegrot se me ha subido a la cabeza —comentó, y se alejó abriéndose paso por la estancia, que se estaba llenando rápidamente de gente y de ruido.
Rega esbozó su mejor sonrisa y rodeó la mesa para sentarse al lado del enano. La mujer era casi el reverso de la moneda comparada con su esposo. De corta estatura y figura rellena, iba vestida para el calor y para ocuparse de los negocios con una blusa de lino que dejaba a la vista más de lo que ocultaba; anudada bajo los pechos, dejaba al aire la cintura. Unos pantalones de cuero por las rodillas cubrían sus piernas como una segunda epidermis. Su piel, de un intenso tono bronceado, brillaba con una fina película de sudor bajo el calor de la taberna. Los cabellos castaños, partidos en el centro de la cabeza, le caían a la espalda lacios y brillantes como la corteza de un árbol empapada por la lluvia.
Rega se dio cuenta de que no despertaba la menor atracción física en el enano. Probablemente se debía a que no llevaba barba, se dijo con una sonrisa, recordando lo que había oído contar de las mujeres enanas. En cambio, el recién llegado parecía ansioso por explicar aquel cuento de hadas que había imaginado su pueblo. A la mujer no le gustaba que un cliente se marchara enfadado, de modo que dijo:
—Perdona a mi esposo, señor. Ha bebido un poco más de la cuenta. A mí, en cambio, me interesa lo que dices. Cuéntame más cosas de los titanes.
—Titanes… —El enano pareció paladear la palabra, extraña a sus labios—. ¿Es así cómo los llamáis en vuestro idioma?
—Supongo que sí. Nuestras leyendas hablan de unos humanos gigantescos, grandes guerreros, formados hace mucho tiempo por los dioses de las estrellas para servirlos. Sin embargo, tales seres no han sido vistos en Thillia desde antes de la época de los Señores Perdidos.
—No sé si esos… titanes… son los mismos o no —respondió Barbanegra con un movimiento de cabeza—. En nuestras leyendas no aparecen tales criaturas. A nosotros no nos interesan las estrellas, puesto que vivimos bajo tierra y rara vez las vemos. En nuestros mitos aparecen los Forjadores, los que construyeron este mundo al principio de los tiempos junto con Drakar, el padre de todos los enanos. Se dice que un día los Forjadores volverán y nos permitirán construir ciudades de tamaño y magnificencia inimaginables.
—Pero, si creéis que esos gigantes son los…, los Forjadores, ¿a qué vienen entonces las armas?
El rostro de Barbanegra se ensombreció, sus arrugas se hicieron más profundas.
—Parte de mi pueblo sigue creyendo en esas leyendas, pero otros hemos hablado con los refugiados procedentes de las tierras al norint. Y nos han relatado terribles episodios de destrucción y de muerte. En mi opinión, tal vez las leyendas se equivoquen. De ahí el acopio de armas.
Al principio, Rega pensó que el enano mentía. Ella y Roland habían supuesto que Barbanegra tenía intención de utilizar las armas para atacar alguna colonia humana aislada en los campos pero, al ver cómo se nublaban los ojos negros del enano y al escuchar el tono grave y abrumado de sus palabras, Rega cambió de idea. Al menos una cosa era cierta: Barbanegra creía en la existencia de aquel enemigo fantástico y ésa era la auténtica razón de que hubiera adquirido el armamento. La idea le resultó reconfortante. Era la primera vez que Roland y ella hacían contrabando de armas y, dijera Roland lo que dijese, a la mujer le alivió saber que no sería responsable de la muerte de sus propios congéneres.
—¡Eh, Barbanegra! ¿Qué andas haciendo, tratar de conquistar a mi esposa? —Roland cambió de posición al otro lado de la mesa. Otra jarra lo esperaba y tomó un largo trago de kegrot.
Rega advirtió la expresión ceñuda y sombría del rostro de Barbanegra y lanzó un rápido y doloroso puntapié a Roland por debajo de la mesa.
—Estábamos hablando de mitos y leyendas, querido. He oído que a los enanos les gusta mucho las canciones, señor, y mi esposo tiene una voz excelente. ¿Te gustaría escuchar La balada de Thillia? Cuenta la historia de los señores de nuestra tierra y cómo se formaron los cinco reinos.
A Barbanegra se le iluminó el rostro.
—¡Sí, me encantaría oírla!
La mujer agradeció a las estrellas haber dedicado el tiempo a estudiar todo cuanto había podido sobre la sociedad de los enanos. Estos, más que aprecio por la música, sentían una absoluta pasión por ella. Todos los enanos tocaban instrumentos musicales y la mayoría estaba dotada de una excelente voz y un oído perfecto. Sólo tenían que escuchar una canción una vez para quedarse con la melodía y, con otra vez que la oyeran, eran capaces de recordar toda la letra.
Roland tenía una magnífica voz de tenor y cantó la balada, de hechizadora belleza, con una sensibilidad exquisita. Los parroquianos de la taberna reclamaron silencio con siseos para escucharlo y, cuando llegó a la estrofa final, entre la multitud de hombres rudos y toscos había muchos que tenían los ojos bañados en lágrimas. El enano escuchó con arrebatada atención, y Rega, con un suspiro, comprendió que tenía a otro cliente satisfecho.
Del pensamiento y el amor todo nació un día:
tierra, aire, cielo e insondable mar.
De las antiguas tinieblas se abrió paso la luz,
y, libre para siempre, su resplandor se alzó.
Con voz reverente, cinco hermanos hablaron de
obligaciones reales y cargas prodigiosas.
Su rey, agonizante bajo el yugo de la fortuna,
de cada uno exige el cuidado de sus haciendas.
Cinco grandes reinos, nacidos de una tierra.
A cada buen príncipe su parte concede.
Legados de la voluntad del difunto monarca,
para que se gobiernen con justicia y valor.
Al primero los campos, los mansos arroyos,
los vientos susurrantes que mecen las hierbas.
A otro el mar, el dominio de las naves,
y las olas rompientes que las cosas suavizan.
El tercero de troncos y amenísimos prados,
velos de verdor que oscurecen la vista.
Al cuarto, señor de las colinas y los valles,
donde están las llanuras feraces y productivas.
El último, del sol hizo su brillante hogar,
en lo alto con su ardiente calor, duraría para siempre.
De los cinco se acordó el leal corazón del monarca,
fiel a toda palabra y a los grandes reyes del pasado.
Todos los hijos gobernaron con la mejor intención,
cuidando la herencia como buenos soberanos.
Con justicia y firmeza, dotados de gran sabiduría,
provocaban palabras de gratitud en todas las bocas.
Pero el cruel destino echó a perder sus puros corazones
y los llevó a volverse en armas contra ellos mismos.
Cinco hombres consumidos por la casta mujer
y cinco ánimos conmovidos por un amor estridente.
Dulce como el corazón de una poesía nació la hermosa mujer.
Sutil como todo el arte de la naturaleza,
su maravilloso corazón inflamó los de todos.
Cuando cinco hombres orgullosos, hermanos de cuna,
contemplaron aquel embalse, su amor se desbordó.
Por la dulce Thillia, cinco amores jurados,
otros tantos reinos marcharon a la guerra.
Cinco ejércitos chocan, los arados vueltos espadas,
campesinos de la tierra, a las órdenes de la pasión.
Hermanos un día justos y amorosos guardianes
arrojaron sal al mar e hirieron las tierras.
Thillia se alzó en la llanura ensangrentada
con los brazos extendidos y las manos muy abiertas.
Con el corazón apenado, abrumada de vergüenza
huyó muy lejos bajo la amorosa superficie del lago.
La perfección lloró su alma perdida,
los cinco hermanos cesaron su lucha vana.
Clamaron a lo alto, sus corazones hechos uno,
y prometieron rescatarla bajo su luto guerrero.
Llenos de fe se encaminaron con paso humilde
hacia Thillia, que dormía en el fondo.
Las olas agitadas gritaron su valor
y los reinos lloraron su sombra en el agua.
Del pensamiento y el amor todo nació un día: tierra,
aire, cielo e insondable mar.
De las antiguas tinieblas se abrió paso la luz,
y, libre para siempre, su resplandor se alzó.
Rega terminó de contar la historia:
—El cuerpo de Thillia fue recuperado y colocado en una urna sagrada en el centro del reino, en un lugar que pertenece por igual a los cinco reinos.
Los cuerpos de sus amantes no fueron recuperados nunca y de ahí surgió la leyenda de que algún día, cuando la nación esté en terrible peligro, los hermanos volverán para salvar a su pueblo.
—¡Me ha gustado mucho! —exclamó el enano, descargando con fuerza el puño sobre la mesa para expresar su aprobación. Incluso llegó a tocar a Roland en el antebrazo con uno de sus dedos cortos y rechonchos; era la primera ocasión en que tocaba a alguno de los dos humanos durante los cinco días que el enano llevaba con ellos—. ¡Me ha gustado muchísimo! ¿He cogido bien la melodía? —Barbanegra tarareó la tonada con una profunda voz de bajo.
—¡Sí, señor! ¡Exacta! —exclamó Roland, muy sorprendido—. ¿Quieres que te enseñe la letra?
—Ya la tengo. Aquí. —Barbanegra se tocó la frente—. Soy un alumno despierto.
—¡Desde luego que sí! —respondió Roland, haciendo un guiño a la mujer.
Rega le devolvió el gesto con una sonrisa.
—Me gustaría oírla otra vez, pero tengo que irme —dijo el enano con sincero sentimiento, levantándose de la mesa—. Debo llevar la buena noticia a mi gente. —Serenándose un momento, añadió—: Se sentirá muy aliviada.
Después, se llevó las manos a un cinturón que rodeaba su grueso cuerpo, lo desabrochó y lo arrojó sobre la mesa.
—Ahí va la mitad del dinero, según lo acordado. La otra mitad, a la entrega.
Roland se apresuró a cerrar la mano en torno al cinto y arrastrarlo hacia Rega por encima de la mesa. La mujer lo abrió, miró el contenido, lo contó a ojo rápidamente y asintió.
—Muy bien, amigo mío —dijo Roland sin molestarse en ponerse en pie—. Nos encontraremos en el lugar acordado a finales del barbecho.
Temerosa de que el enano se diera por ofendido, Rega se incorporó y le tendió la mano (con la palma abierta para demostrar que no ocultaba ninguna arma, siguiendo el ancestral gesto humano de amistad). Los enanos no tienen tal costumbre, pues entre ellos nunca se han registrado enfrentamientos. Barbanegra llevaba el tiempo suficiente entre los humanos como para reconocer la importancia de aquel apretón de manos. Hizo lo que se esperaba de él y abandonó la taberna a toda prisa mientras se restregaba la mano en el chaleco de cuero, tarareando la melodía de La balada de Thillia.
—No está mal, para una noche de trabajo —murmuró Roland, colocándose el cinturón y ajustándolo a duras penas, pues su cintura era esbelta y el enano, muy robusto.
—¡No ha sido gracias a ti! —murmuró Rega. La mujer extrajo el raztar[13] de la vaina redonda que llevaba atada al muslo y procedió a afilar a la vista de todos sus siete cuchillas, al tiempo que dirigía una expresiva mirada a los parroquianos de la taberna que pudieran sentir un excesivo interés por sus asuntos—. Te he sacado las castañas del fuego. De no ser por mí, Barbanegra se habría marchado.
—¡Ja! Habría podido afeitarle la barba y no se habría atrevido a darse por ofendido. No se lo podía permitir.
—Es cierto —asintió Rega en un tono inusualmente sombrío y meditabundo—. Estaba realmente asustado, ¿verdad?
—¿Y qué si lo estaba? Mejor para el negocio, hermanita —replicó Roland, animado.
Rega lanzó una severa mirada a su alrededor.
—¡No me llames hermanita! ¡Pronto estaremos viajando con ese elfo y un desliz como éste lo echaría todo a perder!
—Lo siento, «querida esposa». —Roland apuró el kegrot y movió la cabeza, pesaroso, cuando la sirvienta se lo quedó mirando. Con tanto dinero encima, era preciso andarse bastante alerta—. De modo que los enanos proyectan un ataque a algún asentamiento humano. Probablemente contra los reyes del mar. ¿No podríamos tratar de venderles el siguiente cargamento a éstos?
—No creerás que los enanos atacarán Thillia, ¿verdad?
—¿Quién tiene ahora cargos de conciencia? ¿Qué nos importa eso? Si no atacan Thillia esos enanos, lo harán los reyes del mar. Y si no son éstos, la propia Thillia se atacará a sí misma. Suceda lo que suceda, como he dicho antes, todo será bueno para el negocio.
La pareja dejó un par de monedas de madera sobre la mesa y abandonó la taberna. Roland caminaba delante, con la mano en la empuñadura de su espada, de afilada hoja de madera. Rega lo seguía a un par de pasos de distancia para protegerle la espalda, como de costumbre. La pareja producía un efecto impresionante y había vivido en Griffith el tiempo suficiente como para labrarse una reputación de dureza, astucia y escasa tendencia a la piedad. Varios ojos los siguieron, pero nadie los molestó. Los ojos y el dinero llegaron sanos y salvos a la cabaña que llamaban su casa.
Rega cerró la pesada puerta de madera y pasó cuidadosamente el cerrojo. Tras asomarse al exterior, cerró los harapos que había colgado sobre los ventanucos y dirigió un gesto de asentimiento a Roland. Levantó una mesa de madera de tres patas y la colocó contra la puerta. Apartando de un puntapié una alfombra harapienta que cubría el suelo, dejó al descubierto una trampilla y, al abrirla, un agujero excavado en el musgo. Roland arrojó el cinto del dinero en el hoyo, cerró la trampilla y volvió a colocar la alfombra y la mesa.
Rega sacó un mendrugo de pan rancio y una tajada de queso mohoso.
—Hablando de negocios, ¿qué sabes de ese elfo, el tal Paithan Quindiniar?
Roland arrancó un pedazo de pan con sus fuertes dientes y se llevó un pedazo de queso a la boca.
—Nada —murmuró, masticando esforzadamente—. Es un elfo, lo cual significa que será una lánguida flor, salvo por lo que se refiere a ti, mi encantadora hermana.
—Soy tu encantadora esposa, no lo olvides. —Rega, con aire juguetón, acarició la mano de su hermano con una de las cuchillas de madera del raztar. Después, cortó con la zarpa otra loncha de queso—. ¿De veras crees que dará resultado?
—Desde luego. El tipo que me lo contó dice que la treta no falla nunca. Ya sabes que los elfos están locos por las mujeres humanas. Nos presentaremos como marido y mujer, pero nuestro matrimonio no es precisamente muy apasionado. Te sientes falta de afecto, coqueteas con el elfo y lo engatusas hasta que, cuando te ponga la mano en tus pechos ardientes, recuerdas de pronto que eres una respetable mujer casada y te echas a gritar como una posesa.
Entonces me presento al rescate, amenazo el elfo con cortarle sus puntiagudas… hum… orejas, y él compra su vida cediéndonos su mercancía a mitad de precio. Luego se la vendemos a los enanos al precio real, más un pequeño extra por nuestras molestias, y tendremos la vida solucionada durante las próximas estaciones.
—Pero, después de nuestra jugarreta, tendremos que enfrentarnos otra vez con la familia Quindiniar…
—Sí, eso será lo que haremos. He oído que esa elfa que lleva el negocio y dirige a la familia es una vieja mojigata de carácter avinagrado. Su hermanito no se atreverá a contarle que ha intentado romper nuestro feliz hogar. Y siempre podremos asegurarnos de que, en nuestra próxima transacción, los Quindiniar obtengan unos beneficios extra.
—Expuesto así, el plan parece bastante fácil —reconoció Rega. Alzó una bota de vino, dio un trago y pasó el pellejo a su hermano—. Por nuestro feliz matrimonio, mi amado esposo.
—Por la infidelidad, mi querida esposa.
Entre risas dieron un nuevo tiento a la bota.
Drugar salió de la taberna La Flor del Bosque, pero no abandonó Griffith de inmediato. Se ocultó a la sombra de una palmera de enorme copa y aguardó allí hasta que el hombre y la mujer aparecieron a la puerta del local. Le habría gustado mucho seguirlos, pero era consciente de sus limitaciones. Los enanos, con sus torpes andares, no están hechos para persecuciones disimuladas. Además, en aquella ciudad humana, era imposible que alguien como él pudiera pasar inadvertido entre la multitud.
Se contentó con seguirlos atentamente con la mirada mientras se alejaban. Drugar no confiaba en la pareja, pero tampoco habría confiado en santa Thillia aunque ésta se hubiera aparecido ante él. Le desagradaba tener que estar pendiente de un intermediario humano y habría preferido tratar directamente con los elfos, pero esto último era imposible. Los actuales Señores de Thillia habían alcanzado un acuerdo con los Quindiniar por el cual la familia no vendería sus armas mágicas e inteligentes a los enanos ni a los bárbaros reyes del mar. A cambio de ello, los thillianos accedían a garantizar la compra de determinada cantidad de armamento cada estación.
El acuerdo era conveniente para los elfos y, si alguna arma élfica terminaba en manos de los reyes del mar o de los enanos, no sería por culpa de los Quindiniar, desde luego. Al fin y al cabo, como solía repetir Calandra con irritación, ¿cómo podía esperarse de ella que fuera capaz de distinguir a un humano traficante de raztares de un legítimo representante de los Señores de Thillia? Para ella, todos los humanos tenían el mismo aspecto. Igual que sus monedas.
Justo antes de que Roland y Rega desaparecieran de la vista de Drugar, el enano alzó una piedra negra, con una runa grabada, que colgaba de una tirilla de cuero en torno a su cuello. La piedra era lisa y redondeada, desgastada de tanto frotarla amorosamente, y muy vieja, más que el padre de Drugar, que era uno de los habitantes más longevos de todo Pryan.
Tomándola entre sus dedos, Drugar alzó la piedra hasta que, desde su perspectiva, quedaron ocultas tras ella las siluetas de Roland y de Rega. El enano trazó entonces un dibujo en el aire con el amuleto y murmuró unas palabras acompañando los gestos, que reproducían la runa grabada en la piedra. Cuando hubo terminado, volvió a guardar la piedra mágica bajo los pliegues de sus ropas con gesto reverente y dirigió unas palabras en voz alta a la pareja, que se disponía a doblar una esquina y no tardaría en desaparecer de la vista del enano.
—No he entonado la runa por vosotros porque me caigáis bien… ninguno de los dos. Sólo os he proporcionado este hechizo de protección para asegurarme de conseguir las armas que necesita mi pueblo. Cuando hayamos terminado la transacción, romperé el encantamiento. Y que Drakar se os lleve a ambos.
Tras escupir en el suelo, Drugar se internó en la jungla, abriéndose paso a golpe de machete entre la tupida maleza.