Cosecha añeja

El día I3 de Kamaldanil, Togul Barok partió de Grios con treinta jinetes escogidos. Él montaba a Amauro, el caballo de Kratos May, pues al verlo en las cuadras pensó que era corcel digno de un príncipe y se apropió de él. Aiskhros, alcaide del castillo, y Kirión salieron a despedirlo a la puerta sudeste.

—No maltratéis a los prisioneros —les ordenó Togul Barok, ya montado—. Deben seguir aquí, con vida, hasta que yo regrese. Sólo entonces decidiré qué hacer con ellos. Si saben lo que les conviene, aún me pueden ser útiles.

Ambos contestaron con una reverencia. Cuando se enderezaron, el príncipe ya bajaba trotando hacia la aldea, flanqueado por su portaestandarte. Esperaron a que se perdiera de vista antes de entrar de nuevo al castillo. Kirión le dio al alcaide una vaga excusa y se despidió de él.

—Allá va, a refocilarse con la prisionera —murmuró Aiskhros, mientras cruzaba la galería que llevaba al patio de armas—. Me da asco respirar el mismo aire que ese individuo.

El alcaide era un hombre de tipo pícnico, desde las plantas de los pies, que tenía rellenas de carne como un bebé hipertrofiado, hasta las orejas caídas y gordezuelas. Sin duda había heredado aquella turgencia de su madre, y no de su padre, el emperador. Aiskhros era uno de tantos hijos bastardos a los que Barok había repartido cargos y prebendas en las fronteras de Ainar para alejarlos de la corte. Grios, al igual que otros puestos avanzados, no dependía de aristocracias ni dinastías locales, sino de la jurisdicción imperial. Así, Mihir Barok controlaba la defensa exterior de Áinar y de paso les recordaba a los señores de la guerra lo largo que era el brazo de Koras y cuan corta su paciencia.

Aiskhros era, por tanto, hermanastro del príncipe, que durante aquellos días lo había tratado más como lacayo que como pariente. Una hora después de su partida, desde las almenas del torreón central, el alcaide se dedicaba a despotricar de él.

—¡Mira eso, Daengol! —le dijo al capitán que lo acompañaba—. Todo el patio norte parece un campamento enemigo.

Desde aquel torreón se divisaba un paisaje magnífico: al sur, Bhaitar, verde y fértil; al este, el borde de la meseta de Gruba, una línea de color ladrillo que en la distancia adquiría tintes violáceos; al oeste, las montañas. Pero Aiskhros sólo tenía ojos para su patio de armas, donde los hombres de Togul Barok habían plantado doce tiendas de lona parda, entre las cuales flameaba orgullosa la bandera con la bestia alada.

—¡Me revuelve la bilis ver ese estandarte en mi castillo! ¡Nosotros no le debemos lealtad a él, sino al emperador!

Daengol asintió en silencio. Era un hombre joven, de mejillas chupadas, hombros estrechos, manos frías y ojos ambiciosos.

—¡Me ha dejado aquí más de cien hombres! —prosiguió el alcaide—. Me están saqueando la despensa y la bodega, y ni siquiera me ha dicho cuándo se irán. ¿Acaso se cree que el emperador me ha encomendado esta plaza para dar alojamiento a todos los niñatos que vengan de Koras?

Daengol agachó la cabeza. Él era de Koras; de todos los oficiales de Grios, era el único que había estudiado en Uhdanfiún, y ostentaba con orgullo las cuatro marcas turquesa de su brazalete de Ibtahán. Pero ahora prefirió no decir nada, pues sabía que su señor era impulsivo y quejumbroso y que abría la boca más de la cuenta, y todo lo que a Aiskhros se le escapaba de los labios, Daengol lo archivaba en su memoria.

Al alcaide no le daba ningún empacho contradecirse. Aquella misma noche invitó a Kirión a cenar con él en sus aposentos, y lo agasajó con varias botellas de vino de su bodega, la mejor de aquella parte de Áinar. Las lenguas se fueron calentando y Aiskhros empezó a lamentarse de que un hombre de su talento (por cuyas venas, añadió bajando la voz, corría sangre imperial) se viera desterrado en Grios, la única frontera de Áinar que no limitaba con nada.

—Porque mandar a mis tropas a quemarles el culo a esos montañeses no es lo que yo llamaría una misión arriesgada. ¡Así no se pueden conquistar méritos!

Mientras ellos cenaban, Daengol asistía a pie firme en un rincón, como un mueble más. Kirión también bajó la voz. Sin duda, su señor iba a ser el próximo Zemalnit. Bien lo sabían ellos, que tenían a sus rivales a buen recaudo. Considerando la avanzada edad del emperador, era lógico pensar que Togul Barok, a su regreso con la Espada de Fuego, no tardaría en ocupar el trono. Una vez coronado, como joven y ardiente que era, no se conformaría con mantener sus fronteras, sino que buscaría expandirlas hacia las ricas ciudades del este. ¿Cuántos generales y gobernadores necesitaría para administrar las nuevas provincias? La gloria y, sobre todo, inmensas riquezas esperaban a los afortunados a los que eligiera Togul Barok.

—Por eso hay que ser más partidario del príncipe que el propio príncipe.

Aiskhros le miró con ojos mortecinos. Cuando bebía, los párpados se le caían como un tejado a dos aguas.

—¿Qué quieres decir?

—Mi señor espera que, cuando se convierta en el Zemalnit, esos Tahedoranes que tienes encerrados le sirvan para algo. Pero ellos le guardarán rencor y a las primeras de cambio le traicionarán. Y no olvides que pueden quitarnos el sitio a la hora de recibir tajada.

—Así que sugieres que…

—Que no estén aquí cuando mi señor regrese.

—Pero él me ha encargado que los vigile.

—No pierdas el sueño por eso, señor alcaide. El príncipe estará tan contento con la Espada de Fuego que ni se acordará de ellos.

—Propones que los haga asesinar…

—No propongo nada. Sólo digo que a veces suceden desgracias, accidentes, y más en estas fronteras salvajes. —Kirión sonrió y enseñó una sarta de dientes negros y aguzados—. Hónralos, y si te parece dales un banquete, para que nadie diga que no los trataste bien… pero arréglatelas para que al día siguiente no se sepa más de ellos.

Cuando Kirión se marchó, Aiskhros le dijo a Daengol que tomara asiento y se sirviera vino. El capitán apoyó sus magras posaderas en el borde de la silla y bebió un sorbo.

—No puedo hacer lo que me sugiere esa lagartija. Esos hombres son Tahedoranes, aspirantes a la Espada de Fuego. Uno de ellos es arconte en Ritión, y el otro gobierna la Horda Roja. El emperador no lo aprobará…

—Ritión y Mígranz están lejos, mi señor —repuso Daengol—. Contrariar al emperador ya es un asunto más delicado.

—¡Eso es lo que digo yo!

—Por otra parte, esos prisioneros no le son útiles a nadie. Si el príncipe decide librarse de ellos, eliminándolos te adelantarías a sus deseos. Si prefiere concederles honores, lo más probable es que tú seas postergado injustamente. Incluso alguno de ellos podría culparte a ti de su confinamiento y tratar de vengarse en tu persona.

—Parece que esos hombres son un estorbo para todos, en verdad…

—Y un problema. Ahora están encadenados, pero con una espada en la mano son peligrosos como cobras.

—Sí, es verdad que lo son. ¡Maldito Tahedo!

Aiskhros se volvió a llenar la copa y rezongó al ver que su capitán apenas había bebido de la suya. Después siguió dándole vueltas a aquel asunto. ¿Y si el príncipe moría en las salvajes regiones más allá de las montañas? ¿Y si Mihir Barok seguía siendo emperador muchos años más? Acabar con los cuatro prisioneros podía ser una buena idea, sí, pero siempre que las culpas no recayeran en él. ¿A quién se las podrían endosar?

—A Kirión, mi señor —sugirió Daengol—. No es hombre que goce de muchas simpatías en Koras. Tiene sangre plebeya.

—Sí, es verdad. Algunos incluso dicen que es hijo de esclavos.

—Eso no sería del todo extraño. Pensemos en esto, mi señor: ¿Qué crimen no ha cometido Kirión?

—Es una bestia sanguinaria, sí. Como dijo Barjalión: «Nada noble puede salir de gentes de baja condición». ¡Lo que le ha hecho a esa Atagaira! No es que me parezca mal, porque una mujer que se atreve a llevar armas como un hombre debe ser castigada, pero ultrajar así a una Tahedorán, en mi castillo…

Daengol le ofreció la copa al alcaide para frenar su verborrea.

—¿Sabes, mi señor, que a Kirión lo apodan «El Serpiente»?

—¡Ja, ja! Es rastrero como un reptil y tiene los colmillos afilados.

—Pero además se sabe que más de una vez ha recurrido al veneno para eliminar a sus enemigos.

Aiskhros dio un respingo y se apretó el estómago.

—¿No insinuarás que me ha envenenado en mi propia mesa?

—No es eso, mi señor, no te alarmes. Lo que sugiero es que te sirvas de sus propias artes para hacer que las sospechas recaigan sobre él.

Daengol dejó que el alcaide digiriera sus palabras. Por fin, una luz de comprensión destelló en sus ojillos carnosos.

—¡Eso es! Veneno… Ya lo hemos usado más de una vez. —Aiskhros volvió a llenarse la copa y la elevó al cielo—. Doy gracias a los dioses por haberme otorgado una mente ingeniosa. ¿Tú no bebes, Daengol? ¡Vamos!

Al día siguiente consultaron con Lormesto, el médico Ritión que atendía a Aiskhros; un viejo de cabellos ralos y pajizos y mirada opaca que también era herbolario y experto en drogas.

—Hmmm… Se puede recurrir a muchos procedimientos, dependiendo de que se busque una muerte rápida o lenta, dolorosa o dulce, escondida o evidente. Existen venenos que matan en una sola dosis, otros que han de administrarse a lo largo de varios días. Hay tóxicos que matan al ser ingeridos, otros que lo hacen sólo con rozar la piel, otros que más bien actúan por…

—No disponemos de todo el tiempo del mundo, maese Lormesto —le interrumpió Daengol—. ¿Qué tienes aquí?

—Bien, bien, bien. Hmmm, sí, sí. —El anciano rebuscó en un estante entre frascos de cristal y tarros de cerámica—. Hay azogue, sales de cianuro, flores de cicuta, saliva de can rabioso, hongo del diablo…

—Mi señor estaba pensando en algo para lo que exista un antídoto.

—¡Ah, un antídoto! Haber empezado por ahí… Es cierto que todo en la naturaleza tiene su contrario, como dijo el gran Arkhómenor. Por desgracia, a veces los venenos actúan con tal rapidez que las ulceraciones que causan en las entrañas son ya irreparables, y el paciente muere antes de que el antídoto pueda anular la mezcla de elementos que contiene el tóxico. Claro, eso en el caso…

—¿Y si el antídoto se ingiere antes?

—¿Estáis pensando en una intoxicación disfrazada, en que el envenenador comparte la comida con el envenenado y aparenta sufrir lo…?

—¿Tienes algo así o no?

—Sí, sí. Por los dioses, qué impaciencia. Esperad un momento… Ah, aquí está.

El médico les enseñó un frasquito tapado con corcho y lacre. Contenía apenas medio dedo de un líquido espeso y negruzco al que la luz arrancaba reflejos purpúreos.

—Esto es veneno extraído de los dientes de una serpiente negra de las selvas de Pashkri. No se puede decir que sea discreto, pero sí eficaz, muy eficaz. En cuestión de minutos la víctima cae entre violentas convulsiones, soltando una baba oscura de tacto viscoso que después se…

—Ahórrate las descripciones —le cortó Aiskhros, asqueado—. ¿Existe antídoto?

El anciano señaló otro frasco, alineado junto al primero. El veneno estaba etiquetado con un triángulo negro, y el antídoto con otro amarillo. Según les explicó, se trataba de una mezcla de beleño, mandrágora y diversos principios activos.

Aiskhros hizo que trajeran dos prisioneros, pues no se fiaba de Lormesto. Eran dos campesinos que llevaban algún tiempo en las mazmorras del castillo. Nadie recordaba por qué los habían encerrado. A uno de ellos le dieron el antídoto y el veneno; al otro sólo el tóxico. Éste cayó entre convulsiones y expulsó un vómito hediondo de bilis y sangre oscura. Una hora después murió. El primero, al verlo, sufrió un ataque de pánico que le hizo revolcarse apretándose el estómago; pero no tardó en recobrarse y pudo volver por su propio pie a la mazmorra.

Convencido Aiskhros, no tardó en improvisar los detalles para una cena con la que desagraviar a los prisioneros, pues la iniciativa que le faltaba para el gobierno de su plaza le sobraba para organizar banquetes, agasajos y cacerías.

—No podrán llevar espadas, claro, deben entenderlo —le explicó a Daengol—. No queremos que las serpientes cenen con sus colmillos… Les diremos que mañana o pasado, cuando el príncipe esté lo bastante lejos, los liberaremos.

—Podemos añadir que son órdenes del propio emperador —sugirió Daengol.

—¡Bien, bien! Les serviremos buenos vinos, pero dejaremos para el mejor momento una botella de tinto de Âttim. Es apropiado que un veneno de Pashkri se sirva con vino de Pashkri, ¿no? Es un caldo con cuerpo, un poco especiado: disimulará el sabor. No se darán ni cuenta. Los pobres desgraciados se pondrán enfermos al momento. Yo también. Me sacarás de allí y me llevarás a mis aposentos. Lormesto me atenderá durante varios días, se desvivirá por mí y yo sobreviviré. Me temo que ellos no.

Los días anteriores, a Kratos le habían traído la cena ya de noche. Sin embargo, esta vez la puerta de la celda se abrió cuando aún entraba algo de luz por la tronera. Ese cambio en la rutina le hizo sospechar que le había llegado el momento: o iban a matarlo, o a someterlo a algún ultraje como a Tylse, que ya había recibido dos veces la visita y las atenciones de Kirión. Kratos recogió tres palmos de cadena, preparado para estrangular al primero que se le acercase. El carcelero que siempre le traía la comida se quedó detrás de la puerta. Fue otro hombre el que entró a la celda, un oficial joven que se inclinó ante él a una distancia prudencial.

Tah Kratos, permite que te presente mis respetos. Soy ib Daengol. El alcaide de Cirios, el noble Aiskhros, te envía sus saludos y pide disculpas por el indigno trato que has recibido, que no es responsabilidad suya.

Kratos frunció el entrecejo. Se temía una traición; pero los días de cautiverio e incertidumbre habían socavado su voluntad y lo habían vuelto más proclive a aceptar amistad y buenas palabras, vinieran de donde vinieran.

—Por ese motivo —prosiguió el oficial— te ruega que le acompañes esta noche a un banquete que dará en vuestro honor.

—¿En nuestro honor? No pretenderás que te crea.

El oficial despachó al carcelero, y después entornó la puerta de la celda para acercarse a Kratos y hablarle en confianza. En ese mismo instante, el Tahedorán se arrojó sobre él, le enrolló la cadena al cuello y lo tiró en el camastro sobre el costado izquierdo, para que no pudiera desenvainar la espada.

—¡Tah Kratos, por favor! —suplicó Daengol, con voz ahogada—. ¡La culpa es del príncipe! ¡Pero ya no está aquí!

—¿Dónde está entonces? —Kratos aflojó la cadena lo justo para dejar explicarse al oficial.

—¡Ha ido al norte!

—¡Mientes! —Kratos volvió a apretar.

—¡No, no! Va a tomar el paso de Rania, y luego al oeste.

—¿Y después?

—¡No lo sé! ¡No sé dónde está la Espada de Fuego! ¡No nos lo ha dicho!

—Si de verdad queréis desagraviarme, dile a tu señor que me quite estas cadenas y me deje ir —dijo Kratos rechinando los dientes.

—¡No podemos hacerlo aún, tah Kratos! ¡El alcaide envió ayer una paloma a Koras, pero no ha recibido respuesta! ¡Cuándo llegue, sin duda te liberará!

Kratos volvió a apretar.

—¡Pues libérame tú ahora!

—Mátame si quieres, tah Kratos, pero no saldrás de aquí. No está en mi mano… ¡Por favor, no aprietes más! Si tienes paciencia, un par de días de retraso sobre el príncipe no significarán nada. Hay otro paso, más complicado que el de Rania, pero está más cerca.

Aquello interesó a Kratos, que aflojó la presión de la cadena. Daengol le explicó que por la puerta oeste del castillo salía un estrecho sendero que subía a las montañas. Era fácil perderse por él, pues se bifurcaba varias veces, pero al final llevaba a un enorme valle en forma de U y a un desfiladero que cruzaba la Sierra Virgen.

—No tendrás que pisar la nieve siquiera, tah Kratos. Puedes estar al otro lado de las montañas en un día y medio.

—¿Por qué Togul Barok no ha tomado ese camino?

—¡Porque no se lo hemos dicho! El príncipe no es santo de la predilección del alcaide. Por favor, tah Kratos, suéltame ya. Mi señor quiere favorecerte, de verdad. En cuanto pueda os soltará a todos… Así vosotros mismos os podréis vengar de Togul Barok.

Kratos desenrolló por fin la cadena. No dejó de vigilar al oficial mientras se levantaba, pero Daengol no hizo amago de echar mano a la espada. Tenía una marca roja en el cuello.

—Me complace ver que no has perdido la agilidad en este encierro, tah Kratos. No he dejado de decirle al alcaide que me parecía una indignidad lo que os habían hecho, pero él no se atrevía a contrariar a Togul Barok mientras siguiera en el castillo. Mira —se subió la manga de la casaca y le mostró un brazalete con cuatro marcas azules—: yo también estudié en Uhdanfiún.

Kratos estaba deseando creer en alguien, quería que ese joven oficial de mirada noble lo convenciera, así que se dejó convencer. Pero se negó a acudir a la cena oliendo a pocilga y con aquella barba. Daengol le prometió que lo solucionaría y, tras despedirse con una inclinación aún más pronunciada que la primera, se marchó.

Poco después llegó el carcelero, acompañado por dos mozos que traían un gran barreño de agua, y también jabón y aceite aromático. Lo lavaron, sin quitarle la cadena, y después le afeitaron la barba.

—El cráneo también —le ordenó a uno de los mozos.

Por fin, le trajeron ropas limpias: unas calzas, una túnica corta, una casaca azul. Pero no podía vestirse con las manos encadenadas. El carcelero entreabrió la puerta y le señaló al otro lado, donde doce soldados armados le apuntaban con arcos y lanzas. Le quitaría los grilletes, dijo, siempre que prometiera portarse bien. Él no era más que un sirviente, no tenía culpa de las incomodidades que hubiera sufrido.

—Al final, nadie tiene la culpa de nada —murmuró Kratos—. Vamos, suéltame ya. Lo único que quiero ahora es cenar como mandan los dioses.

Escoltado por los soldados, Kratos bajó por la escalera de caracol. Contó ciento cuatro peldaños. Al entrar a ciegas, había subido ciento treinta y siete. Dedujo que no se hallaba al nivel del suelo. Luego sabría que todo el castillo estaba en una cuesta que subía de este a oeste, y que él había entrado al torreón por la parte oeste, la más baja.

Se encontró en una gran sala pentagonal, construida alrededor del gran pilar de piedra por cuyo interior se retorcía la escalera. Todo el mundo estaba ya allí, esperándolo. Kratos recorrió la estancia con la mirada, como hacía siempre que entraba a un lugar desconocido. Había cuatro mesas alargadas, a poca distancia de las paredes; en el quinto lado del pentágono, que estaba libre, una puerta de dos batientes se abría a una galería abovedada. Por ella iban y venían los pinches y sirvientes con las bandejas. El techo, de madera oscura y artesonada, estaba a unos seis metros del suelo. De él colgaban grandes candelabros redondos de hierro forjado. En las paredes alternaban tapices y vidrieras de colores. Por la que quedaba a la izquierda de la puerta entraba aún algo de claridad. Rodeaban la sala unos veinte guardas que vestían uniformes pardos bajo las armaduras de cuero.

Las mesas estaban adornadas con manteles de hilo blanco, flores y candelabros, y también bandejas, fuentes y platillos surtidos con todo tipo de manjares. Los invitados se pusieron en pie al ver llegar a Kratos. El último en hacerlo fue un hombre grueso que debía de ser el alcaide, pues a su espalda un guardia sostenía el estandarte de Áinar.

¡Tah Kratos! ¡Querido amigo, me harás un honor compartiendo mi mesa!

Un sirviente le ofreció la silla que había frente al gobernador. Kratos tomó asiento, aunque de esa manera el centro de la sala quedaba a su espalda y eso le producía un desagradable cosquilleo en la nuca. Los demás prisioneros habían llegado antes que él. A su derecha estaba Tylse. La mujer le miró un instante y le dedicó una sonrisa, pero fue un gesto fugaz. Tenía el rostro tumefacto, aunque había intentado disimularlo con maquillaje blanco, y un labio partido y cosido con puntadas de hilo negro. Frente a él, a ambos lados del gobernador de Grios, estaban Krust y Aperión. Kratos volvió la cabeza a los lados. A su mesa se sentaban diez hombres más, oficiales con casacas pardas. En las otras mesas había entre treinta y cuarenta hombres más. No llevaban armaduras, pero sí espadas. Los que ocupaban la mesa que había a la derecha de la del gobernador vestían casacas negras y terones bordados. Hombres del príncipe, se dijo. Por un momento, pensó que Daengol le había mentido y que Togul Barok seguía en Cirios; pero en ese caso habría presidido el banquete él, en lugar del alcaide.

Sin embargo, entre los hombres de negro estaba sentado Kirión. El esbirro del príncipe le saludó con una inclinación de barbilla. Kratos no se dignó contestarle. La presencia del Serpiente le hacía presentir una traición.

—No bebas mucho vino —le susurró a Tylse—. No me fío.

—Son cincuenta hombre armados —contestó ella—. ¿Qué más da?

Kratos observó al oficial que tenía a la izquierda. Para quitarle la espada tendría que separarlo de la mesa de un empujón, cruzarse sobre él, estirarse hasta llegar a la empuñadura. Calculó en su mente todos los movimientos. ¡Ah, tener una espada en la mano por última vez! Sin duda acabarían matándolo, pero antes se llevaría al infierno a más de diez hombres.

Su mirada se cruzó con la de Aperión. El jefe de la Horda le hizo un gesto con los dedos. Luego, quería decir. Kratos asintió: sí, luego ajustarían cuentas. De momento eran aliados en una situación adversa.

El gobernador adelantó la cabeza sobre la mesa y se dirigió a ellos en tono confidencial.

—Ahora que estáis los cuatro, debo pediros disculpas. Lo que se os ha hecho es una infamia. Por desgracia, mientras el príncipe estaba en el castillo me ha sido imposible aliviar vuestra situación. Yo me opuse desde el principio a que sufrierais un trato tan indigno, pero no tuve más remedio que obedecerle.

—La mejor forma de aliviar nuestra situación, noble Aiskhros, sería dejarnos partir ya —intervino Krust, mientras le daba mordiscos a un muslo de faisán—. Vuestro príncipe nos ha hecho una jugarreta que pone en entredicho el honor de Áinar.

—No hables tan alto, tah Krust. En esa mesa de allí hay hombres del príncipe. Mientras estén aquí no puedo dejar que abandonéis Grios… Pero os aseguro que en un día o dos me libraré de ellos y podréis marchar a donde queráis. En muestra de mi buena voluntad, os daré monturas y víveres para el camino. Ahora, por favor, disfrutad del banquete. —El alcaide dio un par de palmadas y exclamó—: ¡Juglares!

Al punto empezó a sonar la música. Kratos volvió la cabeza, pues no había reparado en los artistas. Eran cuatro, y estaban junto a la escalera de caracol. Había un gaitero que tocaba de pie; sentados en sendos taburetes, un hombre con largos cabellos blancos rasgueaba el laúd y otro más joven, casi oculto tras el pilar central, le acompañaba punteando una tiorba de dos mástiles; delante de ellos, una muchacha rubia con un vestido verde ceñido a su estrecha cintura cantaba y tocaba la pandereta, mientras contestaba con sonrisas a los donaires de los oficiales. Por alguna razón, al verla Kratos se sintió más tranquilo, como si en presencia de aquellos dulces ojos azules fuera inconcebible derramar sangre.

El alcaide se puso en pie y propuso una libación en honor de Anfiún, patrón de Áinar. Todos brindaron por el dios y, como estaban en lugar cerrado, apuraron las copas en vez de derramar los últimos posos, como habrían hecho al aire libre. Después volvieron a sentarse y se sirvió más vino de unas botellas etiquetadas en azul. Aiskhros presumió ante sus invitados de las virtudes de aquel caldo.

—Es de uva Ritiona, pero ha sido criado en barricas de roble de Áinar, embotellado en vidrio soplado de Pashkri y tapado con corcho de alcornoques de Malabashi. ¿Qué os parece?

A Kratos le hizo gracia cómo el alcaide se llenaba la boca de sonoros gentilicios para ponderar las virtudes de su mesa. Pero después de probar el vino, tuvo que reconocer que era excelente. Aiskhros se hinchó como un pavo y les dijo que en su bodega atesoraba cientos, miles de botellas de las mejores comarcas vinícolas de Tramórea.

—Para terminar la cena —les dijo, en tono conspirador— haré que nos traigan una botella especial. Es de un vino de Attim del 78.

—¡Excelente! —aprobó Krust, mientras le hacía un gesto a un criado para que le rellenara la copa—. Una vez probé uno, hace mucho tiempo. Aún no he olvidado aquel aroma.

Aiskhros enrojeció un segundo y bajó la mirada.

—Esa botella me ha costado nada menos que quince imbriales, así que —bajó aún más la voz— la beberemos sólo nosotros cinco. Todos ésos son unos botarates que no saben apreciarlo.

—¡Pues yo doy por compensados estos días de encierro si a cambio puedo beber un Âttim del 78!

A Kratos le pareció que Krust llevaba demasiado lejos su cordialidad y pensó que ya estaba borracho. Pero cuando su mirada se cruzó con la del Ritión, éste le hizo un guiño de inteligencia en el que no había ni pizca de embriaguez.

La cena siguió durante dos, tres horas. No dejaban de llegar fuentes con carnes y pescados, asados y a la parrilla, acompañados de patatas, arroz aromático, hortalizas y hierbas frescas, pasas, higos y nueces; todo regado por vinos de Ritión, Simas y Malabashi. Los oficiales que rodeaban a los prisioneros les daban conversación, eludiendo referirse a su confinamiento o a la Espada de Fuego. Kratos se enteró de que su compañero de mesa, aquel cuya espada asomaba por encima de la cadera izquierda, se llamaba Tafmos, era aficionado a la cetrería y conocía los movimientos de las dos primeras Inimyas. Las voces subían de volumen, las copas resonaban en las mesas, algunas se derramaban sobre los manteles. Los ojos de los oficiales chispeaban alegres, el vino y las especias encendían chapetas en sus mejillas. A Aiskhros se le iban descolgando los carrillos y los ojos con cada copa de vino, y el cabello se le había pegado a la frente. Las antorchas y los candelabros arrancaban reflejos de las vidrieras. A ratos la muchacha cantaba; a ratos, mientras los músicos seguían tocando, pasaba junto a las mesas y recogía monedas y piropos con la misma sonrisa. De cerca, Kratos reparó en que tenía arrugas en la comisura de la boca y un poso de cansancio en los ojos. Sus piel era pálida, y sus muñecas tan frágiles que temblaban al sujetar la pandereta.

Aiskhros llamó a un chambelán y le susurró algo al oído. Después, con voz ya pastosa, informó a sus invitados de honor en tono de cómplice:

—He dicho que traigan ya la botella de la que os hablé.

Mientras tanto, el laúd entonó una melodía lenta, de ritmo muy marcado. A Kratos le sonaba familiar, pero no recordaba que tuviera letra. La muchacha empezó a cantar unos antiguos versos épicos que sonaban extraños en su delicada voz.

¡Espada, don de los dioses!

Eres bendición del cielo y maldición del malvado.

Eres el brazo de la tierra, de carne arrancada de su seno.

¡Espada don de los dioses!

Tú proteges al guerrero de noble corazón.

Cuando te empuño tiemblan mis enemigos como mies en el viento.

Mientras la chica seguía desgranando estrofas, el chambelán llegó con una botella de cristal cubierta de telarañas. Kratos sospechó que, por afectar vejez, Aiskhros había ordenado que se las pegaran antes de subirla de la bodega.

—Por favor, trae copas nuevas —le pidió Aiskhros al sirviente—. Este vino no debe mezclarse con ningún otro.

—¿Qué más da? —preguntó Aperión, en tono brusco—. Es vino, ¿no?

—No seas ignorante —le reprendió Krust—. Un vino así es para una ocasión especial.

—¡Bien dicho, tah Krust! —dijo Aiskhros—. Os aseguro que no vais a olvidar su sabor mientras viváis.

Ya estaban listas las copas, y el chambelán con el sacacorchos preparado. Entonces Kirión se levantó de su mesa y se plantó al lado de Aiskhros. Su enorme nariz debía haber olisqueado aquel carísimo vino incluso a través del corcho.

—Tch, tch. ¿Vas a sacar una botella especial para tus invitados?

Aiskhros palideció primero, y luego enrojeció.

—Sólo queda una en la bodega. Pensé que era apropiada para agasajar a estos huéspedes de honor.

—Entiendo que no me consideres a mí un huésped de honor… —apuntó Kirión, con una sonrisa siniestra.

—Pero ¿cómo no? A ver, poned aquí una copa más para el noble Kirión. Quédate y brinda con nosotros.

La muchacha había dejado de cantar, pero la gaita, el laúd y la tiorba seguían interpretando la misma pieza. Aunque aún no había acelerado hasta convertirse en danza, Kratos reconoció por fin el compás y la melodía: era una Jipurna, la música de los Tahedoranes. La misma que había bailado con Derguín en aquella taberna y en aquella noche que ahora se le antojaban lejanísimas.

El bajo que acompañaba a la melodía subió de volumen, como si sonara detrás de su oreja. Aiskhros, que estaba a punto de hablar, levantó la mirada, incrédulo. Kratos se dio cuenta de que el músico que tocaba la tiorba estaba justo detrás de su espalda.

—¿Puedo sugerir un brindis, señor? —preguntó una voz que le sonó más que familiar.

Aiskhros se levantó, irritado. Al hacerlo se tambaleó y tiró al suelo la silla. Un criado se apresuró a ponerla en pie.

—¡Sacad a este patán de aquí y cortadle la lengua! ¡Así no volverá a interrumpir a aquellos a quienes no debe ni dirigirse!

La música dejó de sonar y las conversaciones se acallaron una por una. Dos lanceros se apartaron de la pared para rodear la mesa y prender al insolente músico. Éste, lejos de amilanarse, apartó a Kratos con suavidad y se acercó a la mesa. El Tahedorán casi tuvo que echarse encima de Tafmos. En un gesto inesperado, el juglar levantó la tiorba agarrándola por ambos mástiles y la estrelló con un golpe brutal contra el recio tablero de la mesa. Sonó un acorde desafinado, saltaron astillas y tablas, y la caja del gran laúd se abrió en dos. El juglar acercó el extremo abierto a Kratos, y éste vio que por su hueco interior asomaban dos objetos alargados, dos tesoros inapreciables, dos dones de los dioses. Su mano voló a buscar uno de ellos, la empuñadura de Krima. Mientras levantaba la hoja y sus ojos seguían el brillo de aquella línea perfecta que creía quebrada para siempre, se encontró de frente con el rostro del juglar, que ya estaba sacando de su escondite la otra espada. Se le veía distinto, con barba, más angulosas las facciones, pero era Derguín. Tah Derguín.

—¡Mirtahitéi, maestros! —gritó el muchacho.

Kratos empuñó a Krima y volvió la mirada a la izquierda, al tiempo que subvocalizaba la fórmula de la segunda aceleración. El cuero de la empuñadura en su mano, el peso del acero y el desgarrón en los riñones le hicieron gritar de júbilo. Tafmos ya se estaba levantando y echaba la mano a su propia arma. Tal vez su intención no era atacar, sino apartarse de él, pero no había tiempo para sutilezas ni para recordar que un momento antes había charlado con aquel joven oficial. Como apenas tenía sitio, en lugar de decapitarlo golpeó al sesgo, le clavó la espada entre el cuello y el hombro y luego usó el codo izquierdo para apartar de sí aquel cuerpo del que empezaba a saltar un chorro rojo y palpitante. Los demás comensales de su izquierda ya se habían puesto en pie y trataban de desenvainar sus armas, pero unos se estorbaban a otros y Kratos ya avanzaba sobre ellos repartiendo tajos. La sangre salpicó el mantel y se mezcló con el vino en las copas, sonaron gritos ralentizados, una cabeza cayó sobre los restos de un faisán, otra rodó por las losas del suelo.

Aquel lado de la mesa estaba limpio. Kratos dio un giro completo sobre sus pies, y aprovechó ese movimiento para partir por la mitad el astil de una lanza que ya buscaba su espalda. Sus sentidos agudizados lo captaron todo en un destello. Los lanceros alineados en las paredes habían terciado sus armas y trataban de pasar por entre las mesas al centro de la sala, pero tropezaban unos con otros y con los oficiales, de los cuales unos desenvainaban sus espadas y acudían a la refriega, otros lo intentaban pero estaban tan borrachos que se caían de espaldas, y los más cobardes o prudentes buscaban la salida. Todos se movían despacio, como si nadaran en un agua gelatinosa. Entre ellos, vio a Derguín girar, saltar, agacharse, y su espada trazaba curvas y rectas precisas que arrancaban salpicones de sangre en cada trayectoria. Kratos terminó el giro y vio entonces a Tylse, que ya le había arrancado la espada y la vida a su compañero de mesa, y que ahora saltaba sobre el tablero y desde arriba le cortaba la mano a Kirión el Serpiente. Aperión tenía la espada de Aiskhros y aquello que había debajo de la mesa y que estaba ensartando con su acero debía de ser el cuerpo del alcaide. Krust le había arrebatado la lanza a un soldado y, sosteniéndola por mitad del astil, repartía golpes por igual con la moharra y la contera.

¡Ah, cinco maestros para cincuenta enemigos!, se dijo Kratos, o tal vez se le ocurrió más tarde y creyó que lo había pensado entonces. Mataron como lobos en un rebaño de ovejas, pues sus rivales eran lentos y se estorbaban, se herían entre sí al tratar de acometerlos a ellos, y en aquel caos, contra cinco Tahedoranes que no necesitaban más de un segundo para matar, no tenían tiempo de organizarse ni formar filas. Krust consiguió dos espadas y a costa de los enemigos exhibió el arte de las dos hojas. Tylse le cortó la nariz a Kirión y de paso se llevó la mitad de su labio inferior. Aperión arremetió contra una fila de lanceros con un grito salvaje y los puso en fuga. Derguín se abrió paso como un segador entre las mieses hasta las puertas de la sala y las abrió de una patada antes de que los aterrorizados sirvientes las pudieran trancar desde fuera.

—¡Seguidme!

El poder de Krima fluía por el brazo de Kratos. Sus enemigos eran mieses tronchadas por el vendaval. Las bocas que antes sonreían se curvaban de terror. Los oficiales saltaban por encima de las mesas, ponían las sillas por reparo, se escondían bajo los tableros. Jarras, copas y platos saltaban y se hacían añicos en medio del griterío mientras los maestros herían en silencio, implacables y certeros como dioses de justicia. Kratos llegó hasta las puertas saltando entre cadáveres. Allí esperaban ya Tylse y Krust, que le ayudaron a cerrar la puerta y a correr la recia aldaba.

—¡Desaceleraos!

Obedecieron a Derguín, comprendiendo que debían reservar sus fuerzas. Corrieron por una galería abovedada y alumbrada por antorchas. Derguín cogió una y los demás lo imitaron. Salieron al patio de armas y siguieron corriendo. A ambos lados de ellos se levantaban tiendas de campaña. Reinaba un extraño silencio, pues la matanza del torreón había sido tan rápida que aún no había llegado la voz de alarma. Pero después sonó una trompeta, y una campana empezó a repicar en lo alto del torreón. Derguín se frenó y acercó la tea al faldón de una tienda. Los demás comprendieron su táctica y lo imitaron. Las lonas se prendieron al instante. Los centinelas que hacían rondas en el adarve lanzaron la voz de alerta y dispararon flechas, pero ya salían los ocupantes de las tiendas entre gritos y carreras, algunos de ellos envueltos en mantas incendiadas, y era imposible discernir quiénes eran amigos y quiénes enemigos.

El gran portón que daba al norte, a las montañas, no tenía rastrillo, sino una gran tranca de madera. Apremiados por el calor y el rugir de las llamas, Krust, Kratos y Derguín la levantaron, la arrojaron a un lado y empujaron con los hombros una de las jambas. Salieron a un camino polvoriento, seguidos por soldados de Togul Barok que los tomaron por salvadores que ofrecían una vía de escape.

Corrieron por un sendero estrecho y empinado, poniendo distancia entre ellos y el castillo. Estaban los cinco, ilesos salvo por algunos rasguños. Iban en fila india detrás de Derguín, entre abruptos taludes y paredes que caían a pico a ambos lados. Trotaban en silencio, acompañados tan sólo por el sonido de sus jadeos y pisadas, siguiendo el camino que les marcaban sus propias sombras sobre un angosto terreno que Taniar pintaba de rojo.

En el comedor del torreón yacían veintitrés cadáveres, y había al menos otros tantos heridos. A Aiskhros, Aperión lo había tratado con saña: tenía el abdomen reventado por tres estocadas y dos tajos. Kirión, sentado contra una pared y con las piernas estiradas sobre la espalda de un lancero muerto, trataba de poner un dique a la hemorragia de su rostro con la mano izquierda, mientras por el muñón derecho la sangre le brotaba a raudales. Los sirvientes que levantaron la aldaba y abrieron la puerta se encontraron con cuerpos apilados entre sillas astilladas, manteles desgarrados, restos de comida, sangre y vino mezclados por el suelo y las paredes, como si en vez de cinco Tahedoranes hubiera pasado por allí una horda de bárbaros Trisios. Junto a la escalera central, en medio de tal carnicería, los dos juglares y la muchacha rubia estaban acurrucados, abrazados y temblorosos. Jamás se les habría pasado por la cabeza que aquel músico joven y de mirada apacible, que a mediodía les había pagado tres imbriales por unirse a ellos, se convirtiera en un dios de la muerte sediento de sangre.

De entre los guerreros, Daengol era de los que había salido mejor parado, pues tan sólo había perdido el lóbulo de la oreja izquierda. En cuanto se cercioró de que Aiskhros estaba muerto, tomó a un oficial y a tres lanceros que se tenían en pie y salió al patio. Allí vio que el pequeño campamento de los hombres del príncipe era pasto de las llamas. La lona de las tiendas no tardó en consumirse, pero por desgracia en los muros interiores había andamios y cobertizos de madera, y las chispas que saltaron de las tiendas prendieron en ellos y provocaron un incendio más peligroso para el castillo. Daengol ordenó que la campana del torreón tocara a rebato, organizó brigadas para extinguir las llamas y después encargó a un oficial que hiciera formar a todos los arqueros y caballos que pudiera reunir.

—¡Vamos a cazar a esos bastardos como si fueran liebres! —rugió—. ¡De poco les han de valer sus espadas!

No escaparían impunes de Grios, masculló. Cuando Togul Barok regresara con la Espada de Fuego, sería él mismo quien le ofreciera sus cinco cabezas.

El camino del despeñadero desembocó al fin en una explanada rodeada por crestas de roca. Kratos se detuvo y agarró a Derguín del brazo.

—Allí hay alguien.

—No te preocupes. Está esperándonos.

Era El Mazo, que aguardaba a Derguín con los dos caballos y Riamar. Al ver al muchacho, le dio un abrazo que le hizo crujir las costillas.

—¡Has salido vivo de allí! He oído campanas y trompetas y me imaginé que…

—¡Vámonos, grandullón! ¡Hay que darse prisa!

Buscaron el camino por el que El Mazo había subido desde la aldea. Mientras trataban de encontrarlo, Kratos le apretó el hombro a Derguín y le dijo que lo que había hecho iba mucho más allá de lo que exigía el juramento que se hicieron en La joya de Kilur.

—La noche aún no ha terminado —respondió Derguín, aunque la gratitud de su maestro le hizo enrojecer de satisfacción.

Una gruesa nube ocultó a Taniar. Entre las sombras, El Mazo tomó por un camino pedregoso que corría entre una pared de roca y un talud que caía hasta perderse en la masa oscura de un pinar. Derguín pensó que los llevaría hasta el lago, al pie del castillo, pero de pronto el sendero se retorció hacia la derecha y empezó a subir. El Mazo se detuvo y dudó.

—¡No podemos pararnos ahora! —le urgieron.

El Mazo meneó la cabeza y siguió adelante. Treparon durante unos minutos por una escarpa muy pronunciada, entre oscuras masas de roca que apenas los dejaban ver lo que los rodeaba. Llegaron a un repecho abierto y miraron atrás. Ya lejos, y acaso a doscientos metros bajo sus pies, divisaron el castillo. Era un espectáculo, pues su interior resplandecía por las luces del incendio; las llamas lamían los paramentos interiores y algunas se elevaban ya por encima de las almenas.

—Has organizado un buen jaleo, Derguín —dijo El Mazo.

—Mejor —dijo Krust—. Así tendrán algo en que ocuparse y no nos perseguirán.

Su comentario no fue profético, pues en aquel momento resonó la llamada metálica de un clarín, y empezó a llegarles un rumor sordo y persistente. Kratos se agachó y pegó el oído al suelo.

—Vienen a caballo. Hay que irse.

—¿Por dónde seguimos? —preguntó Aperión, en tono áspero.

El Mazo se encogió de hombros y reconoció que se había perdido hacía ya un buen rato. Tylse les dijo que los conduciría para que no se despeñaran. La siguieron sin rechistar, pues ella era montañesa y sus ojos albinos sabían escudriñar las sombras.

Llegaron a una encrucijada. A la derecha se abría un sendero apenas digno de tal nombre que se retorcía entre agujas y crestas por las que a duras penas podrían pasar con las monturas. Tylse eligió un camino más suave que bajaba a la izquierda. Mientras descendían, la nube se levantó por fin y Taniar volvió a alumbrarlos. Sus sombras correteaban por delante de ellos. Desembocaron en un pequeño llano, y al momento la Atagaira soltó una maldición. Allí no había salida. Se habían metido en una hondonada.

—¡Rápido, tenemos que salir de aquí! —les apremió.

Oyeron un silbido sobre sus cabezas, y luego el tintineo de algo metálico que chocaba contra la piedra. Se volvieron y alzaron la mirada. En lo alto del camino por el que habían venido acababa de aparecer un jinete que volvía a cargar su arco.

—¡Están aquí abajo! —gritó.

Empezaron a brotar más sombras junto al jinete, diez, veinte, treinta arqueros. Mientras los arcos crujían al ser armados, los Tahedoranes examinaron la hondonada. No había donde refugiarse. Sólo podían salir de aquella ratonera escalando como salamanquesas por las paredes de quince metros que los rodeaban por la parte norte, o cuesta arriba por el talud que los había llevado hasta allí; pero eso significaba correr de frente hacia las flechas.

En lo alto, contra el fondo lechoso del Cinturón de Zenort, un jinete se destacó de entre los soldados y levantó su espada.

—¡No dejéis con vida ni a los caballos!

Kratos reconoció la voz de Daengol.

—Lo siento —le susurró Derguín.

—Moriré con una espada en la mano. Es más de lo que esperaba.

Pero cuando el oficial iba a dar la orden de disparar, un chillido penetrante resonó en las alturas. Todos, sitiados y sitiadores, miraron hacia el norte. Sobre los crestones de roca, una forma oscura bajaba del cielo tapando las estrellas. Otro chillido rasgó el aire, y la sombra, que parecía descender en picado hacia la hondonada, viró hacia el este. Aun contra la oscuridad del cielo, sus alas se recortaron enormes y sombrías. Sonó un poderoso batir de aire, como el flamear de la vela de un gran navío, y aquella masa negra y siniestra quedó suspendida un instante a veinte metros sobre las cabezas de los Tahedoranes. Los arqueros apuntaron sus flechas hacia la bestia y dispararon. Pero cuando los proyectiles silbaban buscando su vientre, de la cabeza del monstruo brotó un rugiente chorro de fuego. Las flechas ardieron en el aire; las llamaradas siguieron su camino, azules y cegadoras, y achicharraron a Daengol junto con su caballo. El aullido del hombre y el relincho del animal se fundieron con el crepitar de aquellas llamas sobrenaturales. La bestia alada siguió vomitando fuego, y barrió a derecha e izquierda en un arco abrasador que sembró la destrucción entre los arqueros Ainari. Los que pudieron huyeron de allí gritando «¡Dragón, dragón!», y trataron de montar en sus caballos. Pero éstos se espantaron y los descabalgaron, o se despeñaron con sus jinetes por los barrancos. De los treinta y siete hombres que habían seguido a Daengol, sólo cuatro volvieron vivos a Grios para contar que habían sido atacados por un dragón.

Después, la bestia se posó sobre una cornisa, entre los restos humeantes de sus víctimas, y se giró para mirar hacia la hondonada. La yegua y el caballo de El Mazo relinchaban aterrorizados, piafaban y coceaban contra las paredes de roca tratando de huir de aquella criatura infernal. Pero Riamar gorjeó y miró hacia lo alto, de frente a los ojos del dragón. Mientras, con las armas en la mano, los Tahedoranes y El Mazo aguardaban qué nuevo horror o prodigio habría de sucederles en aquella noche interminable.