Capítulo 31

No sé cuánto tiempo me quedé allí sentada, escuchando atentamente, intentando oír algo del otro lado de la puerta, aunque sabía que no serviría de nada. Cuando Maxon y yo nos habíamos quedado encerrados en un refugio unas semanas atrás, no oíamos ni un ruido del mundo exterior, pese a los enormes desperfectos que se habían producido en aquella ocasión.

Aun así, albergaba cierta esperanza. Esperaba que Aspen estuviera bien y acudiera a abrir la puerta en cualquier momento. No podía estar muerto. No. Aspen era un luchador; siempre lo había sido. Cuando le amenazaban el hambre y la pobreza, él plantó batalla. Cuando el mundo se llevó a su padre, se aseguró de dar sustento a su familia. Cuando me aceptaron en la Selección, cuando le reclutaron, no dejó de tener esperanzas. Comparado con todo aquello, una bala era una minucia, algo insignificante. Ninguna bala iba a abatir a Aspen Leger.

Apoyé la oreja en la puerta, rezando por oír una palabra, una respiración, algo. Me concentré, intentando escuchar algo que sonara como la respiración trabajosa de Maxon, agonizante bajo aquella mesa.

Me llevé los dedos a los ojos, rogándole a Dios que no le dejara morir. Sin duda todo el mundo en palacio estaría buscando a Maxon y a sus padres. Serían los primeros en recibir auxilio. No le dejarían morir.

Pero ¿llegarían a tiempo?

Lo había visto muy pálido. Hasta el último apretón en la mano había sido débil.

«Sé feliz», me había dicho.

Me quería. Me quería de verdad. Y yo le amaba. A pesar de todo lo que podía apartarnos —nuestras castas, nuestros errores, el mundo que nos rodeaba—, íbamos a estar juntos.

Yo tenía que estar a su lado. Especialmente ahora, que yacía agonizante. No debería estar escondida.

Me puse en pie y empecé a tantear las paredes en busca del interruptor de la luz. Palpé el acero hasta que lo encontré. Examiné el espacio. Era más pequeño que el otro refugio en el que había estado. Tenía un lavabo pero no había váter, solo un cubo en un rincón. Había un banco contra la pared, junto a la puerta, y una estantería con unos paquetes de comida y mantas. Y, por último, en el suelo estaba la pistola, fría, esperando.

Ni siquiera sabía si aquello funcionaría, pero tenía que intentarlo. Tiré del banco y lo coloqué en el centro; lo volqué, apoyando la parte ancha del asiento orientada hacia la puerta. Me agazapé detrás, comprobando la altura, y observé que no serviría de gran protección. Pero era lo que había. Al ponerme en pie tropecé con mi estúpido vestido. Resoplando, rebusqué por los estantes. El fino cuchillo que encontré probablemente era para abrir los paquetes de comida, pero funcionó: una vez hube cortado el vestido a la altura de mis rodillas, cogí parte del tejido y me hice un cinturón improvisado. Dentro, guardé el cuchillo, por si acaso.

Tiré de las mantas, que me cayeron encima, en busca de algo contundente. Escruté de nuevo la habitación, por si había algo que debiera llevarme conmigo, algo que me pudiera servir. No. No había nada más.

Agazapándome tras el banco, apunté con la pistola a la cerradura, respiré hondo y disparé.

El sonido reverberó en aquel minúsculo espacio, incluso me asustó. Cuando estuve segura de que la bala no seguía rebotando por las paredes, me levanté y fui a ver la puerta. Por encima de la cerradura se abría un pequeño cráter que dejaba a la vista ásperas capas de metal. Lamenté haber fallado, pero al menos sabía que aquello podía funcionar. Si le daba a la cerradura las suficientes veces, quizá pudiera salir de allí.

Me aposté tras el banco de nuevo y volví a intentarlo. Disparo tras disparo le di a la puerta, pero cada vez en un sitio diferente. Al cabo de un rato desistí, decepcionada, y me senté en el suelo. Lo único que había conseguido era hacerme magulladuras en los brazos con las esquirlas de metal que salían volando de la puerta.

Hasta que no oí el ruido hueco de la pistola no me di cuenta de que había agotado todas las balas y que estaba atrapada. Tiré la pistola al suelo y me lancé contra la puerta, golpeándola con todas mis fuerzas.

—¡Ábrete! —dije, embistiéndola otra vez—. ¡Ábrete!

La golpeé con los puños, pero no conseguí nada.

—¡No, no, no, no! ¡Tengo que salir!

La puerta siguió allí, silenciosa y dura, burlándose de mi desgracia con su indiferencia.

Me dejé caer al suelo, llorando, consciente de que no podía hacer nada más.

Aspen quizá fuera un cadáver inerte a solo unos metros de mí, y Maxon… sin duda ya había muerto.

Me agarré las piernas contra el pecho y apoyé la cabeza contra la puerta.

—Si sobrevives —murmuré—, te dejaré llamarme cariño. No protestaré, te lo prometo.

Lo único que podía hacer era esperar.

De vez en cuando intentaba calcular qué hora sería, aunque no tenía modo de saberlo. Cada minuto transcurría tan lento como el anterior. Era como para volverse loca. Nunca me había sentido tan impotente, y la preocupación me estaba matando.

Tras lo que me pareció una eternidad, oí el clic de la cerradura. Alguien venía a buscarme. No sabía si sería amigo o enemigo, así que apunté con la pistola descargada hacia la puerta. Al menos daría una imagen intimidatoria. La puerta se abrió, y la luz de la ventana lo invadió todo. ¿Significaba aquello que aún era el mismo día? ¿O el siguiente? Mantuve la pistola en alto, aunque tuve que entrecerrar los ojos para poder ver.

—¡No dispare, Lady America! —exclamó un guardia—. ¡Está a salvo!

—¿Y eso cómo lo sé? ¿Cómo sé que no eres uno de ellos?

El guardia echó la mirada hacia el pasillo, por donde se acercaba alguien. Apareció August, seguido de cerca por Gavril. Esta vez su traje estaba prácticamente destrozado, pero el pin de su solapa —que, ahora me daba cuenta, recordaba muchísimo una estrella del norte— aún seguía ahí.

No era de extrañar que los rebeldes norteños supieran tantas cosas.

—Ya se ha acabado, America. Los tenemos —confirmó August.

Suspiré, aliviada, y dejé caer la pistola.

—¿Dónde está Maxon? ¿Está vivo? ¿Se ha salvado Kriss? —le pregunté a Gavril, antes de mirar de nuevo a August—. Había un soldado que me trajo aquí. Se llama Leger. ¿Le habéis visto? —dije, tan atropelladamente que costaba entenderme.

Me sentía rara, como si la cabeza me flotara.

—Creo que está en shock. Llevadla a la enfermería, rápido —ordenó Gavril, y el guardia me cogió en sus brazos.

—¿Y Maxon? —insistí.

Nadie me respondió. O tal vez es que yo ya no estaba allí cuando formulé la pregunta. No sabría decirlo.

Cuando me desperté, estaba en una camilla. Sentía el dolor de los numerosos cortes que tenía. Al levantar un brazo para inspeccionarlo, vi que las heridas estaban todas limpias, y las más grandes estaban vendadas. Estaba bien.

Me senté y miré a mi alrededor. Estaba en un pequeño despacho. Examiné la mesa y los diplomas de la pared y descubrí que era el del doctor Ashlar. No podía quedarme allí. Necesitaba respuestas.

Cuando abrí la puerta, descubrí por qué me habían dejado en ese lugar. El pabellón de la enfermería estaba hasta los topes. Algunos de los heridos más leves compartían cama, y otros estaban en el suelo. No era difícil darse cuenta de que los más graves estaban en camas hacia el final de la sala. A pesar de la cantidad de gente que había allí, el pabellón parecía curiosamente tranquilo.

Escruté el lugar en busca de rostros familiares. ¿Sería buena señal no encontrarlos allí? ¿Qué significaba?

Tuesday estaba en una cama, abrazada a Emmica. Ambas lloraban en silencio. Reconocí a algunas de las doncellas, pero solo de vista. Al pasar, me saludaron con la cabeza, como si por algún motivo me lo mereciera.

Empecé a perder la esperanza al llegar al final del pabellón. Maxon no estaba allí. Si estuviera, tendría un enjambre de personas alrededor, pendientes de él. Pero a mí me habían llevado a una sala diferente. Supuse que a él también le habrían llevado a otra.

Vi a un guardia. Su gesto reflejaba un dolor difícil de interpretar.

—¿Está por aquí el príncipe? —le pregunté, en voz baja.

Él meneó la cabeza con solemnidad.

—Oh.

Una herida de bala y un corazón roto pueden parecer dos tipos de herida diferentes, pero sentí que me desangraba por dentro tal como debía de haberlo hecho Maxon. Y era una herida que no se cerraría por mucha presión que ejerciera o por muchos puntos que me dieran. Nadie podría reparar aquel dolor.

No solté un grito desgarrado, aunque sentí que por dentro ya lo estaba haciendo. Solo dejé que brotaran las lágrimas. No se llevaron el dolor consigo, pero fueron como una promesa.

«Nada podrá ocupar nunca tu lugar, Maxon», dije para mí. Y aquello selló nuestro amor.

—¿Mer?

Me giré y vi a una figura envuelta en vendas, en una de las últimas camas del pabellón.

Aspen.

Con la respiración entrecortada y el paso inseguro, me dirigí hacia él. Tenía la cabeza vendada y las vendas manchadas de sangre. El pecho, descubierto, presentaba diversas magulladuras, pero lo peor era la pierna. Tenía la parte inferior enyesada y unas gasas empapadas con algún tipo de ungüento le cubrían las heridas del muslo. No llevaba más ropa que unos calzoncillos largos; la sábana solo le cubría la otra pierna, por lo que era fácil ver lo malherido que estaba.

—¿Qué ha pasado? —susurré.

—Prefiero no recordar los detalles. Aguanté un buen rato, y abatí al menos a seis o siete de ellos hasta que una bala me dio en la pierna. El médico dice que probablemente podré caminar otra vez, aunque necesitaré un bastón. Pero al menos estoy vivo.

Una lágrima surcó mi mejilla en silencio. Estaba al mismo tiempo agradecida, asustada y desesperanzada. No podía evitarlo.

—Me salvaste la vida, Mer.

Desvié la mirada desde la pierna a su rostro.

—Tu disparo asustó a aquel rebelde y me dio el tiempo justo para responder. Si no lo hubieras hecho, me habría disparado por la espalda, y ahora estaría muerto. Gracias.

Me limpié los ojos.

—Fuiste tú quien me salvaste la vida. Siempre lo has hecho. Ya iba siendo hora de que te devolviera el favor.

—Tengo cierta tendencia a hacerme el héroe, ¿verdad? —dijo sonriendo.

—Siempre has querido ser el caballero andante de reluciente armadura —respondí, meneando la cabeza, pensando en todo lo que había hecho por sus seres queridos.

—Mer, escúchame. Cuando te dije que siempre te querría, lo decía de verdad. Y creo que si nos hubiéramos quedado en Carolina nos habríamos casado y habríamos sido felices. Pobres, pero felices. —Esbozó una sonrisa triste—. Pero no nos quedamos en Carolina. Tú has cambiado, y yo también. Tenías razón cuando decías que nunca le había dado una oportunidad a nadie más. Pero ¿por qué iba a hacerlo, no? Me salía de dentro luchar por ti, Mer. Tardé mucho tiempo en advertir que ya no querías que lo hiciera. Pero, cuando me di cuenta, supe que tampoco yo quería seguir haciéndolo.

Me lo quedé mirando, estupefacta.

—Siempre ocuparás un lugar en mi corazón, Mer, pero ya no estoy enamorado de ti. A veces tengo la impresión de que aún me necesitas o me quieres, pero no sé si eso está bien. Te mereces algo mejor que estar conmigo porque yo sienta la obligación de estar contigo.

Suspiré.

—Y tú te mereces algo más que ser mi segunda opción.

Aspen me tendió la mano. Se la cogí.

—No quiero que te enfades conmigo.

—No estoy enfadada. Y me alegro de que tú tampoco lo estés. Aunque él esté muerto, aún le quiero.

Aspen frunció el ceño.

—¿Quién está muerto?

—Maxon —dije, con un hilo de voz, de nuevo al borde de las lágrimas.

Se produjo una pausa.

—Maxon no está muerto.

—¿Qué? Pero ese guardia me ha dicho que no está aquí y…

—Claro que no está aquí. Es el rey quien ha muerto. Él se recupera en su habitación.

Me lancé a abrazarlo, y él reprimió un gruñido de dolor; pero estaba demasiado contenta como para reprimirme. Entonces caí en que todas las noticias no eran así de buenas. Me eché atrás lentamente.

—¿El rey ha muerto?

Aspen asintió.

—Él y la reina han muerto.

—¡No! —Me estremecí, parpadeando del estupor. Me había dicho que podía llamarle mamá. ¿Qué iba a hacer Maxon sin ella?

—En realidad, de no haber sido por los rebeldes norteños, Maxon tampoco habría sobrevivido. Fueron los que desequilibraron la balanza.

—¿De verdad?

Aspen hablaba con respeto y admiración.

—Deberíamos haberlos traído antes a palacio para que nos entrenaran. Ellos luchan de otro modo. Sabían qué hacer. Reconocí a August y a Georgia en el Gran Salón. Tenían refuerzos al otro lado de los muros del palacio. Cuando vieron que algo no iba bien, bueno, enseguida supieron cómo entrar en el palacio a toda prisa. No sé de dónde sacaron las armas, pero de no ser por ellos todos estaríamos muertos.

No podía asimilar todo aquello de golpe. Aún estaba recomponiendo el rompecabezas mentalmente cuando oí el ruido de la puerta al abrirse. Un rostro preocupado escrutó la sala y, aunque tenía el vestido roto y el cabello desordenado, la reconocí inmediatamente.

Antes de que yo pudiera decirle nada, Aspen se me adelantó.

—¡Lucy! —gritó, irguiendo la espalda. Sabía que aquello debía de dolerle, pero su rostro no lo reflejaba.

—¡Aspen! —exclamó ella, atravesando el pabellón a la carrera, esquivando a quien se ponía en su camino.

Cayó entre sus brazos y le besó en la cara una y otra vez. Conmigo había tenido que reprimir un gruñido de dolor, pero estaba claro que, en aquel momento, Aspen no sentía más que pura felicidad.

—¿Dónde estabas? —le preguntó.

—En la cuarta planta. Ahora están registrando las habitaciones. He venido todo lo rápido que he podido. ¿Qué te ha pasado? —Pese al pánico que le habían producido los ataques rebeldes anteriores, daba la impresión de que Lucy estaba muy entera; solo tenía ojos para Aspen.

—Estoy bien. ¿Y tú? ¿Necesitas que te vea el médico? —Aspen miró alrededor, buscando ayuda.

—No, no tengo ni un rasguño —dijo ella—. Solo estaba preocupada por ti.

Aspen se quedó mirando a Lucy a los ojos con una devoción absoluta.

—Ahora que estás aquí, todo está bien.

Ella le acarició el rostro, con cuidado de no tocarle las vendas. Él le pasó una mano tras la nuca y la acercó con suavidad para besarla apasionadamente.

Nadie necesitaba un caballero andante más que Lucy, y nadie podría protegerla mejor que Aspen.

Estaban tan absortos el uno con el otro que no notaron siquiera que me iba, decidida a encontrar a la única persona a la que quería ver en aquel momento.