La entrada al palacio fue impecable, como cabía esperar. Una criada que no había visto nunca se presentó para cogerme el abrigo. Aspen estaba junto a otro guardia, explicándole que presentaría un informe completo del viaje por la mañana. Fui hacia las escaleras, pero otra criada vino a mi encuentro.
—¿No quiere ir a la recepción, señorita?
—¿Perdón?
¿Es que iban a darme una fiesta de bienvenida o algo así?
—En la Sala de las Mujeres, señorita. Estoy segura de que la están esperando.
Aquello no resolvía mis dudas, pero volví a bajar los escalones y me dirigí a la Sala de las Mujeres. Recorrer aquellos pasillos tan familiares me reconfortó más de lo que había podido imaginar. Por supuesto, seguía echando de menos a mi padre, pero era agradable no ver cosas que me hacían pensar en él a cada paso. Lo único que habría hecho que mi llegada fuera aún más agradable habría sido que Maxon estuviera a mi lado.
Estaba planteándome la posibilidad de pedir que le mandaran un mensaje de mi parte cuando me llegó el ruido procedente de la Sala de las Mujeres. Aquel sonido me confundió. Por el volumen, daba la impresión que media Illéa estaba allí reunida.
Abrí la puerta no muy convencida. En el momento en que Tiny —¿qué hacía ella allí?— me vio asomar, avisó a las demás.
—¡Está aquí! ¡America ha vuelto!
Toda la sala estalló en gritos de alegría, y yo no entendía nada: Emmica, Ashley, Bariel… estaban todas allí. Busqué con la mirada, pero sabía que no serviría de nada: no podían haber invitado a Marlee.
Celeste salió a mi encuentro y me abrazó con fuerza:
—¡Ah, pillina, sabía que lo conseguirías!
—¿Qué?
No tuvo tiempo de responder. Una décima de segundo más tarde, Kriss estaba abrazándome y casi gritándome al oído. El olor de su aliento dejaba claro que había estado bebiendo bastante, y la copa en su mano confirmaba que no tenía intención de parar.
—¡Somos nosotras! —gritó—. ¡Maxon va a anunciar su compromiso mañana! ¡Será una de nosotras dos!
—¿Estás segura?
—A Elise y a mí nos dieron la patada anoche, pero Maxon mandó buscar a todas las chicas para celebrarlo, así que nos hemos quedado —confirmó Celeste—. Elise no se lo ha tomado muy bien; ya sabes cómo lleva lo de su familia. Cree que ha fracasado.
—¿Y tú? —le pregunté algo nerviosa.
Ella se encogió de hombros y sonrió.
—¡Bueno…!
Me reí al ver su reacción. Un momento más tarde me colocaron una copa en la mano.
—¡Por Kriss y America, las dos finalistas! —gritó alguien.
No sabía cómo reaccionar ante la noticia. Maxon había decidido poner fin a aquello, mandar a todo el mundo a casa. Y lo había hecho mientras yo estaba fuera. ¿Significaba eso que me echaba de menos? ¿O que se había dado cuenta de que tampoco estaba tan mal sin mí?
—¡Bebe! —insistió Celeste, poniéndome la copa en los labios.
Tragué un sorbo de champán y acabé tosiendo. Entre el jet lag, la tensión de los últimos días y el alcohol, al momento sentí que todo me daba vueltas.
Observé a las chicas bailando sobre los sofás, contentas aunque hubieran perdido. Celeste estaba en una esquina con Anna; daba la impresión de que estaba pidiendo disculpas repetidamente por sus acciones. Elise se acercó en silencio y me dio un abrazo antes de retirarse de nuevo. Yo estaba eufórica y me sentía feliz aunque no estuviera del todo segura de lo que me aguardaba.
Me giré y me encontré de pronto con Kriss que me abrazaba.
—Muy bien —dijo ella—. Prometámonos que, pase lo que pase, nos alegraremos la una por la otra.
—Me parece un buen plan —grité, para que me oyera con todo aquel ruido.
Me reí y bajé la vista. En aquel momento me di cuenta: de pronto, el brillo del colgante de plata de su cuello adquirió un nuevo significado.
Cogí aire. Ella se me quedó mirando, preguntándose qué pasaba. Sin pensármelo dos veces, tiré de ella bruscamente y la saqué al pasillo.
—¿Adónde vamos? —preguntó—. America, ¿qué sucede?
La arrastré hasta dar la vuelta a la esquina y entramos en el baño de mujeres. Antes de decir nada, comprobé que no hubiera allí nadie más.
—Eres una rebelde —la acusé.
—¿Qué? Estás loca —dijo, sobreactuando un poco. Pero se llevó la mano al cuello, lo que la dejó en evidencia.
—Sé lo que significa esa estrella, Kriss, así que no me mientas.
Tras una pausa calculada, suspiró.
—No he hecho nada ilegal. No estoy organizando protestas en ningún sitio; solo apoyo la causa.
—Muy bien. Pero ¿hasta qué punto participas en la Selección por amor a Maxon y hasta qué punto es para que podáis colocar a uno de los vuestros en el trono?
Calló por un momento, buscando las palabras. Apretó los dientes, se dirigió a la puerta y cerró el pestillo.
—Si quieres saberlo…, sí. A mí… me presentaron al rey como una opción. Estoy segura de que ya te habrás dado cuenta de que la elección de las candidatas estaba amañada.
Asentí.
—El rey no sabía (y aún no sabe) cuántas norteñas habían pasado la primera criba. Yo fui la única que la superó. Al principio me dediqué por completo a mi causa. No entendía a Maxon, y no parecía que él me quisiera en absoluto. Pero luego empecé a conocerle, y me entristeció mucho ver que no tenía interés en mí. Después de que Marlee se fuera y tú perdieras influencia sobre él, lo vi de una manera completamente diferente.
»Pensarás que mis motivos para venir aquí no eran los apropiados, y quizá tengas razón. Pero ahora todo ha cambiado. Quiero a Maxon, y voy a seguir luchando por él. Podemos hacer grandes cosas juntos. Así que, si estás pensando en hacerme chantaje o delatarme, olvídalo. No voy a retirarme. ¿Me entiendes?
Kriss nunca había hablado con tanta vehemencia. No sabía si aquello se debía a la convicción que sentía respecto a lo que decía o a la cantidad de champán que había bebido. En aquel momento estaba tan agresiva que no sabía muy bien qué decirle.
Habría querido decirle que Maxon y yo también podríamos hacer grandes cosas, que probablemente ya habíamos hecho más de lo que ella se podía imaginar. Pero no era el momento de pavonearse. Además, ella y yo teníamos mucho en común. Yo estaba allí por mi familia; ella por algo que también podía considerarse su familia. Aquello era lo que nos había traído hasta la puerta del palacio y nos había abierto el corazón de Maxon. ¿De qué serviría ahora enfrentarse? Interpretó mi silencio como un acuerdo tácito y se relajó.
—Bueno. Ahora, si me disculpas, voy a volver a la fiesta.
Me lanzó una mirada gélida y salió del baño, dejándome destrozada. ¿Debería callarme? ¿Tendría que decírselo a alguien? ¿Era en realidad algo tan malo?
Suspiré y salí de allí. No tenía ya ánimo para fiestas, así que subí la escalera y fui a mi habitación.
Aunque tenía ganas de ver a Anne y a Mary, agradecí que no hubiera nadie allí. Me tendí en la cama e intenté pensar. Así que Kriss era una rebelde. Según decía no era peligrosa, pero, aun así, me pregunté qué significaba aquello exactamente. Debía de ser la persona de la que hablaba Georgia. ¿Cómo se me había ocurrido pensar que pudiera ser Elise?
¿Los habría ayudado Kriss a entrar en palacio? ¿Les habría indicado dónde encontrar lo que andaban buscando? Yo tenía mis secretos en el palacio, pero nunca me había parado a pensar que las otras chicas también ocultaran algo. Debería haberlo hecho.
Porque… ¿qué iba a decir ahora? Si lo de Maxon con Kriss iba adelante, cualquier acción para ponerla en evidencia parecería un último y desesperado intento por ganar. Y, aunque funcionara, no era así como quería conseguir a Maxon.
Quería que supiera que le quería.
Oí que llamaban a la puerta. Por un momento, pensé que era mejor no responder. Tal vez fuera Kriss, que quería explicarme algo más, o alguna de las chicas intentando arrastrarme de nuevo a la fiesta, cosa que no me apetecía nada de nada. Al final me puse en pie y fui hasta la puerta.
Maxon estaba allí, con un grueso sobre en las manos y un pequeño paquete envuelto en papel de regalo.
En el segundo que tardamos en asimilar que estábamos de nuevo en el mismo sitio, sentí como si el aire se cargara con una electricidad mágica que dejaba claro lo mucho que le había echado de menos.
—Hola —dijo. Parecía algo aturdido, como si no se le ocurriera qué decir.
—Hola.
Nos quedamos mirándonos.
—¿Quieres pasar?
—Oh. Bueno, sí, sí que quiero —dijo. Pero había algo. Estaba diferente, quizá nervioso.
Me eché a un lado para dejarle pasar. Miró a su alrededor como si la habitación hubiera cambiado desde la última vez. Se giró hacia mí.
—¿Cómo te encuentras?
Me di cuenta de que debía de preguntarme por mi padre. Que la Selección llegara a su final no era lo único que había cambiado en mi vida.
—Bien. Es como si no hubiera muerto, especialmente ahora que estoy aquí. Me siento como si todavía pudiera escribirle una carta y…
Me sonrió, comprensivo.
—¿Cómo está tu familia?
Suspiré.
—Mamá aguanta como puede. Kenna es una roca. Los que más me preocupan son May y Gerad. Kota no podía haberse portado peor. Es como si no le tuviera ningún cariño, y no puedo entenderlo —confesé—. Tú conociste a mi padre. Era un hombre de lo más dulce.
—Sí que lo era —coincidió Maxon—. Me alegro de haberlo conocido al menos. Ahora veo cosas de él en ti.
—¿De verdad?
—Claro que sí —dijo, cogiendo los dos paquetes con una mano y agarrándome con la otra. Me condujo hasta la cama y se sentó a mi lado—. Tu sentido del humor, por ejemplo. Y tu tenacidad. Cuando hablamos durante su visita, me acribilló. Era estresante, pero divertido al mismo tiempo. Tú, cuando discutes conmigo, tampoco me das tregua. Por supuesto, también tienes sus ojos y, diría, que su nariz. Y a veces eres igual de optimista. O esa es la impresión que me dio.
Absorbí cada palabra, tomando nota de todas las partes de mí que eran como él. Y yo que pensaba que Maxon no lo conocía.
—Lo único que digo es que no pasa nada por estar triste por su pérdida, claro, pero puedes estar segura de que lo mejor de él todavía vive —concluyó.
Le rodeé con los brazos. Él me agarró con su mano libre.
—Gracias.
—Lo digo de verdad.
—Lo sé. Gracias. —Me volví a colocar a su lado y decidí cambiar de tema antes de ponerme demasiado emotiva—. ¿Qué es esto? —pregunté, señalando los paquetes que tenía en la mano.
—Oh. —Se quedó pensando un momento—. Esto es para ti. Un regalo de Navidad, aunque sea con algo de retraso.
Me entregó el sobre, lleno de hojas dobladas.
—En realidad no puedo creer que te esté regalando esto, y tendrás que esperar para abrirlo hasta que yo me vaya, pero… es para ti.
—Muy bien —dije, intrigada, mientras dejaba el sobre encima de mi mesilla.
—Esto me da un poco de vergüenza —añadió, medio en broma, entregándome el regalo—. Siento que esté tan mal envuelto.
—Está bien —mentí, intentando no reírme al ver los bordes arrugados y el papel roto por la parte de atrás.
Dentro había un marco con la fotografía de una casa. No era una casa cualquiera, sino una muy bonita. Era de color amarillo cálido, con un jardín cubierto de hierba. Solo ver la foto, te entraban ganas de echar a correr descalza por allí. Las ventanas de las dos plantas eran altas y amplias, y unos árboles daban sombra sobre una parte del prado. Un árbol incluso tenía un columpio colgado de una rama.
Intenté no mirar la casa, sino la foto en sí. Estaba segura de que sería obra de Maxon, aunque no me imaginaba cuándo habría salido de palacio en busca de casas bonitas que fotografiar.
—Es muy bonita —dije—. ¿La has tomado tú?
—Oh, no. —Se rio, meneando la cabeza—. El regalo no es la foto. Es la casa.
Tardé un momento en asimilarlo.
—¿Qué?
—Pensé que querrías que tu familia estuviera cerca. Está a un paseo en coche, y tiene mucho espacio. Incluso podrían vivir allí tu hermana y su familia, supongo.
—Qué… Yo… —Me quedé mirándolo, a la espera de que me lo explicara.
Tan paciente como siempre, Maxon me lo explicó:
—Me dijiste que enviara a todas las demás a casa. Lo he hecho. Tenía que quedarme con otra chica (esas son las normas), pero… dijiste que si te demostraba que te quería…
—¿Soy yo?
—Claro que eres tú.
Me quedé sin habla. Me puse a reír de la emoción y le besé sin poder parar de sonreír. Maxon, encantado con aquellas muestras de cariño, recibió cada uno de mis besos con más risas.
—¿Nos vamos a casar? —exclamé, sin dejar de besarle.
—Sí, nos vamos a casar —dijo, chasqueando la lengua, y dejó que me lanzara encima de él, dominada por la emoción. Cuando me di cuenta de que estaba sentada en su regazo, no supe cómo había llegado allí.
Le besé una y otra vez… y de pronto las risas desaparecieron. Al cabo de un rato, las sonrisas también menguaron. Los besos pasaron de ser un juego a algo mucho más serio. Cuando me aparté y le miré a los ojos, su mirada era intensa, profunda.
Maxon me agarró con fuerza. Sentí su corazón latiendo desbocado contra mi pecho. Presa de un deseo incontrolado, le quité la americana, y él me ayudó lo que pudo sin soltarme. Dejé que mis zapatos cayeran al suelo, emitiendo una breve melodía al impactar en el suelo. Sentí las piernas de Maxon situándose debajo de mí en el momento en que él también se quitaba los suyos.
Sin dejar de besarnos, me levantó, arrastrándome al centro de la cama con toda suavidad. Sus labios recorrieron mi cuello mientras yo le aflojaba la corbata, que acabó cerca de nuestros zapatos.
—Está usted rompiendo un montón de reglas, señorita Singer.
—Tú eres el príncipe. Puedes perdonarme.
Él soltó una risita traviesa, pasando los labios por mi garganta, mi oreja, mi mejilla. Le desabotoné la camisa como pude. Él me ayudó con el último tramo, irguiendo la espalda para poder quitársela y apartarla. La última vez que le había visto sin camisa no había podido fijarme mucho debido a las circunstancias. Pero ahora…
Deslicé mis dedos sobre la piel de su vientre, admirando su musculatura. Cuando mi mano llegó a la altura de su cinturón, lo agarré y tiré de Maxon hacia mí. Él no opuso ninguna resistencia y trepó con la mano por mi muslo, donde la apoyó, bajo las capas de tela de mi vestido.
Me estaba volviendo loca; quería mucho más de él, y me moría por saber si me lo daría. Sin pensarlo siquiera, le rodeé con mis brazos y le pasé los dedos por la espalda.
De pronto dejó de besarme y se echó atrás para mirarme a los ojos.
—¿Qué pasa? —susurré, temiéndome que se rompiera el encanto.
—¿Te… resulta desagradable? —me preguntó, nervioso.
—¿Qué quieres decir?
—Mi espalda.
Le pasé una mano por la mejilla, mirándole directamente a los ojos. No quería que tuviera dudas de cómo me sentía.
—Maxon, algunas de esas cicatrices acabaron en tu espalda para que no las tuviera yo en la mía, y solo hacen que te quiera más.
Por un momento dejó de respirar.
—¿Qué es lo que has dicho?
Sonreí.
—Que te quiero.
—¿Una vez más, por favor? Solo…
Cogí sus manos con las mías.
—Maxon Schreave, te quiero. Te quiero.
—Y yo te quiero a ti, America Singer. Te quiero con toda mi alma.
Me besó de nuevo y yo deslicé las manos por su espalda, y esta vez no se detuvo. Pasó las manos por debajo de mí, y sentí sus dedos jugueteando con la parte de atrás de mi vestido.
—¿Cuántos botones tiene esta cosa del demonio?
—¡Lo sé! Es…
Maxon irguió la espalda y apoyó las manos en el escote de mi vestido. Con un tirón decidido, lo rompió por delante, dejando a la vista la combinación. Se produjo un silencio tenso mientras Maxon asimilaba lo que estaba viendo. Lentamente, sus ojos volvieron a fijarse en los míos. Sin apartar la vista, yo también erguí la espalda y me quité las mangas del vestido. Me costó un poco desembarazarme de todo aquello. Cuando acabé, Maxon y yo estábamos de rodillas sobre la cama; mi pecho, apenas tapado, estaba en contacto con el suyo, y nos besamos lentamente.
Habría querido pasar la noche con él, sin dormir, explorando aquella nueva sensación que habíamos descubierto. Era como si el resto del mundo hubiera desaparecido… hasta que oímos un golpe en el pasillo. Maxon se quedó mirando la puerta, esperando que se abriera de golpe en cualquier momento. Estaba tenso, más asustado de lo que le había visto nunca.
—No es él —susurré—. Probablemente será una de las chicas trastabillando de camino a su habitación, o una doncella limpiando algo. No pasa nada.
Por fin soltó el aire que tenía en los pulmones y volvió a dejarse caer en la cama. Se echó un brazo a la frente, tapándose los ojos, frustrado, agotado, o quizás ambas cosas.
—No puedo, America. Así no.
—Pero si no pasa nada, Maxon. Aquí estamos seguros. —Me tumbé a su lado, acurrucándome contra su hombro.
Él sacudió la cabeza.
—Quiero estar contigo en cuerpo y alma. Te lo mereces. Y ahora mismo no puedo —respondió, mirándome—. Lo siento.
—Está bien —dije, pero no pude ocultar mi decepción.
—No estés triste. Quiero que tengas una luna de miel al uso. En algún sitio cálido e íntimo. Sin trabajo, sin cámaras, sin guardias. —Me rodeó con los brazos—. Será mucho mejor. Y así podré darte todos los caprichos que quiero darte.
Dicho así no sonaba tan mal, pero, como siempre, yo le llevé la contraria:
—No puedes darme todos esos caprichos, Maxon. Yo no quiero nada —dije, con la nariz casi tocando la suya.
—Bueno, ya lo sé. No estoy hablando de darte cosas. Bueno sí, sí que quiero darte cosas, pero no me refería a eso. Voy a quererte más de lo que ningún hombre ha querido nunca a una mujer, más de lo que has soñado nunca que podrían quererte. Eso te lo prometo.
Los besos que nos dimos después fueron dulces y llenos de esperanza, como el primero. Sentía que la promesa que acababa de hacerme empezaba ya a cumplirse. Y la posibilidad de que me quisieran tanto me daba miedo y me ilusionaba al mismo tiempo.
—¿Maxon?
—¿Sí?
—¿Querrías quedarte conmigo esta noche? —pregunté. Maxon levantó una ceja, y yo solté una risita—. Me comportaré, te lo prometo. Pero… ¿querrías dormir aquí?
Él puso la mirada en el techo, debatiéndose. Por fin cedió.
—Lo haré. Pero tendré que levantarme temprano.
—De acuerdo.
—De acuerdo.
Maxon se quitó los pantalones y los calcetines, y apiló la ropa cuidadosamente para que no estuviera arrugada por la mañana. Volvió a meterse en la cama, pegando el vientre contra mi espalda. Me pasó un brazo por debajo del cuello y con el otro me abrazó suavemente.
Me encantaba mi cama del palacio. Las almohadas eran como nubes, y el colchón me envolvía con suavidad. Bajo aquellas sábanas nunca hacía demasiado calor ni demasiado frío, y la sensación del camisón contra mi piel era casi como ir vestida con una capa de aire.
Pero nunca me había sentido tan bien como con los brazos de Maxon alrededor del cuerpo.
Me dio un suave beso tras la oreja.
—Que duermas bien, America.
—Te quiero —dije en voz baja.
Él me abrazó algo más fuerte.
—Te quiero.
Me quedé allí tendida, impregnándome de la felicidad del momento. Apenas unos segundos más tarde la respiración de Maxon se volvió más lenta y regular. Ya estaba dormido.
Maxon nunca dormía.
Sería que conmigo se sentía más seguro de lo que yo me había imaginado. Y pese a todo lo que me había preocupado la actitud de su padre, él también me hacía sentir a salvo.
Suspiré, prometiéndome que hablaríamos sobre Aspen al día siguiente. Tenía que hacerlo antes de la ceremonia. Estaba segura de que sabría cómo explicárselo del mejor modo. De momento, disfrutaría de aquella minúscula burbuja de paz y descansaría segura en los brazos del hombre al que amaba.