Capítulo 23

—… entender. Querrá visitar a su familia.

—Si lo hace, tiene que ser como mucho por un día. A mí esta chica no me gusta, pero al pueblo sí, por no mencionar a los italianos. Sería un engorro que muriera.

Abrí los ojos. Estaba en mi cama, pero no bajo las sábanas. Por el rabillo del ojo vi que Mary estaba en la habitación conmigo.

Aquellas voces airadas me llegaban amortiguadas. Venían del otro lado de la puerta.

—No bastará. Adoraba a su padre. Querrá más tiempo —replicó Maxon.

Oí algo como un puñetazo en la pared. Tanto Mary como yo dimos un respingo.

—De acuerdo —accedió el rey, refunfuñando—. Cuatro días. No más.

—¿Y si decide no volver? Aunque no haya sido cosa de los rebeldes, puede que quiera quedarse en su casa.

—Si es tan tonta, mejor para nosotros. En todo caso, tenía que darme una respuesta a lo de los anuncios. Si no está dispuesta a hacerlo, ya se puede quedar en casa.

—Me dijo que lo haría. Me lo dijo anoche —mintió Maxon. Pero lo sabía, ¿no?

—Pues ya era hora. En cuanto vuelva, la llevaremos al estudio. Quiero que estén hechos antes de Año Nuevo —dijo, irritado, a pesar de haber conseguido lo que quería.

Hubo un silencio antes de que Maxon se atreviera a hablar.

—Quiero ir con ella.

—¡De ningún modo! —exclamó el rey.

—Solo quedan cuatro, padre. Esa chica podría convertirse en mi esposa. ¿Se supone que tengo que dejar que vaya sola?

—¡Sí! Si muere ella, es una cosa. Si mueres tú, es otra muy diferente. ¡Tú te quedas aquí!

Me pareció que el puño que golpeaba la pared esta vez era el de Maxon.

—¡Yo no soy una mercancía! ¡Y tampoco ellas! Me gustaría que, por una vez, se me mirara y se me viera como una persona.

La puerta se abrió enseguida. Maxon entró.

—Lo siento mucho —dijo, acercándose y sentándose al borde de la cama—. No quería despertarte.

—¿Es verdad?

—Sí, cariño. Se ha ido. —Me cogió la mano con suavidad, triste—. Ha sido algo del corazón.

Erguí el cuerpo y me lancé a los brazos de Maxon. Él me abrazó con fuerza, dejándome llorar en su hombro.

—Papá… —sollocé—. Papá…

—Ánimo, cariño. No llores —me consoló Maxon—. Mañana por la mañana cogerás un avión a casa para poder acompañarle.

—No pude siquiera despedirme. No pude…

—America, escúchame. Tu padre te quería. Estaba orgulloso de cómo actuabas. Eso no te lo tendría en cuenta.

Asentí, convencida de que tenía razón. Prácticamente todo lo que me había dicho mi padre desde mi llegada al palacio era lo orgulloso que estaba de mí.

—Escúchame, esto es lo que tienes que hacer —dijo, limpiándome las lágrimas de las mejillas—. Tienes que dormir todo lo que puedas. Saldrás mañana y te quedarás cuatro días con tu familia. Yo quería darte más tiempo, pero mi padre se niega.

—Está bien.

—Tus doncellas te están haciendo un vestido apropiado para el funeral, y te prepararán el equipaje con todo lo que necesitas. Vas a tener que llevarte a una de ellas, y a unos cuantos guardias.

Entonces se giró hacia la figura que estaba de pie junto a la puerta abierta.

—Soldado Leger, gracias por venir.

—No hay de qué, alteza. Siento no venir de uniforme, señor.

Maxon se puso en pie y le dio la mano a Aspen.

—Eso es lo que menos me preocupa ahora mismo. Estoy seguro de que sabe por qué está aquí.

—Lo sé. —Aspen se giró hacia mí—. Lamento mucho su pérdida, señorita.

—Gracias —murmuré.

—Con el aumento de la actividad rebelde, a todos nos preocupa la seguridad de Lady America —explicó Maxon—. Ya hemos enviado a algunos soldados destacados en la zona a su casa y a los sitios a los que irá en los próximos días, y aún hay en su casa guardias de palacio, por supuesto. Pero ahora que ella estará en la casa, creo que deberíamos enviar más.

—Desde luego, alteza.

—¿Usted conoce la zona?

—Muy bien, señor.

—Bien. Pues encabezará el equipo. Escoja a los hombres que quiera, entre seis y ocho guardias.

Aspen levantó las cejas.

—Sí, ya sé —dijo Maxon—. Vamos justos de hombres, pero al menos tres de los guardias de palacio que enviamos a su casa han abandonado sus puestos. Quiero que esté tan segura en su casa como aquí, si no más.

—Me ocuparé de ello, señor.

—Excelente. También le acompañará una doncella: ella también tiene que estar protegida. —Se giró hacia mí—. ¿Ya sabes quién te acompañará?

Me encogí de hombros, incapaz de pensar con claridad. Aspen habló por mí:

—Si me permite, sé que Anne es la jefa de sus doncellas, pero recuerdo que Lucy se llevaba muy bien con su hermana y su madre. Quizá les iría bien ahora mismo ver una cara familiar.

Asentí.

—Sí, Lucy.

—Muy bien —dijo Maxon—. Soldado, no tiene mucho tiempo. Se irán por la mañana.

—Me pondré en marcha, señor. Hasta mañana, señorita —se despidió Aspen.

Era evidente que le costaba mantener las distancias. En aquel momento, lo que más quería en el mundo era que me reconfortara. Aspen conocía muy bien a mi padre, y quería tener a alguien al lado que lo entendiera como yo y que pudiera acompañarme en mi pérdida.

Cuando se marchó, Maxon volvió a sentarse a mi lado.

—Una cosa más antes de que me vaya. —Me cogió las manos con ternura—. A veces, cuando estás disgustada, tiendes a dejarte llevar. —Me miró a los ojos y aquella mirada algo acusatoria en realidad me hizo sonreír—. Ve con cuidado y sé sensata mientras estés sola. Necesito que te cuides.

Le froté el dorso de las manos con los pulgares.

—Lo haré. Te lo prometo.

—Gracias.

Una sensación de paz nos envolvió, como nos pasaba a veces. Aunque mi mundo ya no volvería a ser el que era, en aquel momento, sintiendo el contacto de Maxon, la pérdida no me dolía tanto.

Él inclinó la cabeza hacia la mía hasta que nuestras frentes se tocaron. Le oí coger aire y aguantar el aliento, como si fuera a decir algo y luego hubiera cambiado de idea. Unos segundos más tarde volvió a hacerlo. Por fin se echó atrás, meneó la cabeza y me dio un beso en la mejilla.

—Cuídate mucho.

Se fue, y me dejó sola con mi tristeza.

En Carolina hacía frío. La humedad del océano penetraba en la tierra y hacía que el aire fuera húmedo, además de frío. Tenía la esperanza de que nevara, pero no fue así. Me sentí culpable por desear algo así.

Era Navidad. Me había pasado las últimas semanas imaginándomela de diferentes modos. Pensé que quizás estaría allí, en casa, ya eliminada de la Selección. Que estaríamos todos alrededor del árbol, desanimados por el hecho de que no fuera princesa, pero encantados de estar todos juntos. También me había planteado la posibilidad de abrir los regalos de Navidad bajo el enorme árbol del palacio, comer hasta empacharme y disfrutar riéndonos con las otras chicas y con Maxon, dejando la competición aparcada por un día.

En ningún caso me habría podido imaginar que tendría que sacar fuerzas de flaqueza para enterrar a mi padre.

A medida que el coche se acercaba a mi calle, empecé a ver el gentío. En lugar de estar en casa con sus familias, la gente se había concentrado allí, pasando frío. Esperaban verme, aunque solo fuera por un momento. Aquello me agobió un poco. La gente me señalaba al pasar. Incluso las cámaras de un equipo de televisión grabaron mi llegada.

El coche se detuvo frente a mi casa. La gente que esperaba se puso a vitorearme. No entendía nada. ¿No sabían por qué estaba allí? Crucé la agrietada acera con Lucy a mi lado y seis guardias a nuestro alrededor. No querían correr ningún riesgo.

—¡Lady America! —gritaba la gente.

—¿Me firma un autógrafo? —gritó alguien, y otros lo repitieron a coro.

Yo seguí adelante, con la mirada al frente. Por una vez, sentí que podía escapar de mi obligación de responder. Levanté la cabeza y vi las luces del tejado. Era papá quien las ponía. ¿Quién iba a quitarlas ahora?

Aspen, a la cabeza de la comitiva, llamó a la puerta principal y esperó respuesta. Otro guardia se acercó a la puerta. Intercambiaron unas palabras y nos hicieron pasar. Costó meternos a todos en el recibidor, pero, en cuanto llegamos al salón y el espacio se hizo mayor, sentí que algo… no estaba bien.

Aquello ya no era mi casa.

Me dije que estaba loca. Claro que era mi casa. Simplemente era lo extraño de la situación. Estaban todos allí, incluso Kota. Pero papá no, así que era normal que aquello me pareciera raro. Y Kenna tenía en brazos un bebé que solo había visto en fotografía. Tendría que acostumbrarme a aquello.

Y aunque mamá llevaba un delantal puesto y Gerad estaba en pijama, yo iba vestida como para una cena en palacio: con un peinado de gala, zafiros en las orejas y ricas telas cubriéndome los zapatos de tacón. Por un momento me sentí como si allí no fuera bienvenida.

Sin embargo, May se puso en pie de un salto y corrió a abrazarme; se me echó a llorar sobre el hombro. La abracé y me recordé que la situación podía ser un poco rara, pero que aquel era el único lugar donde podía estar en aquel momento. Tenía que estar con mi familia.

—America —dijo Kenna, con su bebé en brazos—, estás preciosa.

—Gracias —murmuré, cohibida.

Me abrazó con el brazo que tenía libre. Miré a mi sobrina, que estaba dormida. Parecía tranquila. Cada pocos segundos abría la manita o se movía un poco. Era una imagen increíble.

Aspen se aclaró la garganta.

—Señora Singer, siento mucho su pérdida.

—Gracias —respondió mamá, con gesto fatigado.

—Siento que las circunstancias sean estas, pero con Lady America en casa vamos a tener que aplicar medidas de seguridad bastante estrictas —dijo, con tono de autoridad—. Tendremos que pedirles a todos que no salgan. Sé que es complicado, pero solo serán unos días. Y hemos buscado un apartamento cercano para los guardias, de modo que las rotaciones sean fáciles. Intentaremos molestarles lo menos posible. James, Kenna y Kota, estamos preparados para ir a sus casas a recoger lo que necesiten en cuanto estén listos. Si necesitan tiempo para hacer una lista, no pasa nada. Cuando ustedes nos digan.

Esbocé una sonrisa, contenta de ver a Aspen así. Había madurado mucho.

—Yo no puedo alejarme de mi estudio —dijo Kota—. Tengo plazos que cumplir y piezas a medio acabar.

Aspen, tan serio como antes, le respondió:

—Podemos traerle todo lo que necesite al estudio de aquí —ofreció, señalando hacia el garaje adaptado—. Haremos los viajes que sean necesarios.

—Ese sitio es un basurero —murmuró Kota cruzándose de brazos.

—Muy bien —respondió Aspen con firmeza—. La elección es suya. Puede trabajar en el basurero, o arriesgar la vida en su apartamento.

Aquella tensión resultaba incómoda, y era innecesaria.

—May, tú puedes dormir conmigo —dijo para interrumpir aquel momento—. Kenna y James pueden quedarse en tu habitación.

Ellos asintieron.

—Lucy —susurré—, quiero que estés cerca de nosotras. Puede que tengas que dormir en el suelo, pero te quiero cerca.

Ella se irguió, satisfecha.

—No desearía estar en ningún otro sitio, señorita.

—¿Y dónde se supone que voy a dormir yo? —preguntó Kota.

—Conmigo —se ofreció Gerad, aunque no parecía muy contento con la idea.

—¡Ni hablar! —protestó Kota—. No voy a dormir en una litera con un niño.

—¡Kota! —dije, apartándome de mis hermanas y de Lucy—. ¡Por mí puedes dormir en el sofá, en el garaje o en la casa del árbol! ¡Pero, si no cambias de actitud, te mandaré de vuelta a tu piso ahora mismo! Podías mostrar un poco de gratitud por la seguridad que te están ofreciendo. ¿Tengo que recordarte que mañana vamos a enterrar a nuestro padre? O paras de protestar, o te vas a casa.

Di media vuelta y me fui por el pasillo. No tenía que mirar atrás para saber que Lucy estaría detrás de mí, con la maleta en la mano.

Abrí la puerta de mi habitación, esperando que entrara ella también. Cuando el vuelo de su falda ya estaba dentro, cerré la puerta de golpe y solté un suspiro.

—¿Me he pasado? —pregunté.

—¡Ha estado perfecta! —respondió ella, encantada—. Creo que ya podría ser la princesa, ahora mismo, señorita. Está preparada.