De lo que pasó en el Report apenas me di cuenta. Estaba sentada en mi pedestal, pensando que con cada segundo que pasaba estaba cada vez más cerca de que me mandaran a casa. Entonces se me ocurrió que quedarse no era una opción mucho mejor. Si cedía y leía aquellos mensajes horribles, el rey habría ganado. Quizá Maxon me quisiera, pero, si no era lo suficientemente hombre como para decirlo en voz alta, ¿cómo iba a protegerme nunca de lo que más miedo me daba en esta vida, su padre?
Tendría que ceder constantemente a la voluntad del rey Clarkson. Así pues, pese al apoyo que tuviera Maxon de los rebeldes norteños, en el interior de aquellos muros estaría solo ante el peligro.
Estaba enfadada con Maxon, y con su padre, y con la Selección, y con todo lo que tenía que ver con ella. Toda aquella frustración me oprimía el corazón, hasta el punto de que todo perdía el sentido. Lo que quería era hablar con las chicas sobre lo que estaba pasando.
Pero eso no podía ser. Las cosas no mejorarían para mí, y para ellas solo empeorarían. Antes o después tendría que enfrentarme a mis preocupaciones por mí misma.
Eché un vistazo a mi izquierda, en dirección a las otras chicas de la Élite. Me di cuenta de que quien acabara quedándose tendría que enfrentarse a aquello sola, sin las otras. La presión que ejercería el público, imponiéndose como parte de nuestras vidas, así como las órdenes del rey, que intentaría usar a todo el que pudiera como una herramienta en su beneficio…, toda aquella carga sobre los hombros de una chica.
Alargué la mano hacia la de Celeste, rozándole los dedos con los míos. En el momento en que los notó me los agarró. Me miró a los ojos, preocupada.
—¿Qué pasa? —me preguntó articulando las palabras, pero en silencio.
Me encogí de hombros.
Así que se limitó a cogerme la mano.
Al cabo de un minuto, daba la impresión de que ella también se ponía un poco triste. Mientras los hombres de traje seguían parloteando, irguió el cuerpo y le tendió la mano a Kriss. Esta no se lo pensó dos veces y se la sujetó. Al cabo de unos segundos, tenía cogida la de Elise.
Y ahí estábamos las cuatro, en segundo plano de todo aquello, cogidas la una a la otra.
La Perfeccionista, la Encantadora, la Diva… y yo.
Pasé la mañana siguiente en la Sala de las Mujeres, mostrándome todo lo obediente que pude. Muchos de nuestros familiares y parientes habían venido a la ciudad para pasar un día de Navidad con clase. Aquella noche iba a celebrarse una magnífica cena en la que se cantarían villancicos. La Nochebuena solía ser una de mis noches favoritas del año, pero estaba demasiado desanimada como para estar siquiera nerviosa.
Sirvieron una comida fantástica que no probé. Presentaron unos regalos preciosos del público que apenas vi. Estaba desolada.
Mientras nuestros parientes iban achispándose a base de ponche, yo desaparecí: no tenía ánimos para fingir que estaba alegre. Al final de la noche tendría que acceder a presentar aquellos ridículos anuncios del rey Clarkson o me mandarían de vuelta a casa. Necesitaba pensar.
Ya en mi habitación, despedí a mis doncellas y me senté frente a mi mesa. No quería hacerlo. No quería decirle a la gente que se conformara con lo que tenía, aunque no tuviera nada. No quería decirles que no se ayudaran los unos a los otros. No quería eliminar la posibilidad de ir más allá, de ser la cara y la voz de una campaña que decía: «Quedaos quietos. Dejad que el rey controle vuestras vidas. Es lo más a lo que podéis aspirar».
Pero… ¿es que no quería a Maxon?
Un segundo más tarde alguien llamó a la puerta. Fui a abrir no muy convencida. Temía encontrarme con los fríos ojos del rey Clarkson, dispuesto a cumplir su ultimátum.
Abrí y apareció Maxon. Estaba allí de pie, sin decir palabra.
Era lógico que estuviera furiosa. Lo quería todo de él. Y también deseaba que él lo tuviera todo. No podía soportar que todo el mundo tuviera algo que decir sobre aquello: las chicas, sus padres e incluso Aspen. Demasiadas condiciones, opiniones y obligaciones.
Odiaba a Maxon por eso. Y, aun así, le quería.
Estaba a punto de acceder a hacer aquellos horribles anuncios cuando de pronto, sin decir nada, me tendió la mano.
—¿Quieres venir conmigo?
—Vale.
Cerré la puerta tras de mí y lo seguí por el pasillo.
—Lo que dices tiene sentido. Tengo miedo de mostrarme ante vosotras por completo. Tú tienes una parte de mí, Kriss tiene otra, etcétera, en función de lo que me parece adecuado para cada una de vosotras. Respecto a ti, siempre me gusta ir a verte, ir a tu habitación. Es como si me colara un poco en tu mundo, como si al hacerlo muchas veces pudiera obtenerlo todo de ti. ¿Tiene sentido lo que digo?
—Puede ser —dije, mientras subíamos las escaleras.
—Pero eso no es justo, ni siquiera tiene razón de ser. Una vez me dejaste claro que todas estas habitaciones son nuestras, no vuestras. El caso es que he pensado que ya va siendo hora de que te muestre otra parte de mi mundo, quizá la última que tiene que ver contigo.
—¿Cómo?
Él asintió mientras nos parábamos frente a una puerta.
—Mi habitación.
—¿De verdad?
—Solo la ha visto Kriss, y fue cosa de un impulso. No lamento habérsela enseñado, pero me parece que eso aceleró demasiado las cosas. Ya sabes lo reservado que puedo llegar a ser.
—Sí, lo sé.
Agarró la manija con los dedos.
—Quería compartir esto contigo. Creo que ya era hora. No es que sea nada especial, pero es mía. Así que, no sé, quería que la vieras.
—De acuerdo —dije.
Noté que estaba algo avergonzado; quizá pensaba que estaba dándole más importancia de la que tenía, o que tal vez acabaría por lamentar habérmela enseñado.
Respiró hondo y abrió la puerta. Me hizo pasar delante.
Era inmensa. Las paredes estaban revestidas de una madera oscura que no me sonaba. En la pared más alejada había un hogar que no parecía usarse nunca. Debía de ser para decorar, porque no parecía que allí hiciera nunca suficiente frío como para justificar que se encendiera fuego.
La puerta de su baño estaba abierta. Pude ver una bañera de porcelana sobre las elaboradas baldosas del suelo. Tenía su propia colección de libros y una mesa junto a la chimenea que parecía más bien pensada para cenar que para trabajar. Me pregunté cuántas cenas solitarias habría tomado allí. Cerca de las puertas que daban a su balcón privado había una vitrina llena de pistolas perfectamente alineadas. Se me había olvidado su pasión por la caza.
Su cama, también hecha de madera oscura, era inmensa. Me dieron ganas de acercarme a tocarla, para ver si tenía un tacto tan estupendo como sugería la vista.
—Maxon, aquí podrías meter a todo un equipo de fútbol —bromeé.
—Una vez lo intenté. No es tan cómodo como pueda parecer.
Me giré para darle una bofetada cariñosa, contenta de ver que estaba de buen humor. Fue entonces cuando, detrás de su rostro sonriente, vi las fotografías. Cogí aire, observando la bonita presentación.
En la pared, junto a la puerta, había un enorme collage que cubriría una pared entera de mi habitación de casa. No parecía que siguiera ningún orden; solo eran unas fotografías solapando otras, colocadas allí por puro gusto.
Vi fotos que sin duda tenía que haber tomado él mismo, porque eran del palacio, que era donde pasaba la mayor parte del tiempo. Primeros planos de tapices, fotografías del techo para las que habría tenido que echarse en la alfombra, y muchísimas de los jardines. Había otras, quizá de lugares que esperaba ver o que al menos había visitado. Vi un océano tan azul que no parecía real. Había unos cuantos puentes y una estructura con forma de pared que parecía tener kilómetros de largo.
Sin embargo, por encima de todo aquello vi mi cara una docena de veces. Estaba la fotografía que me habían tomado para la solicitud de ingreso en la Selección, y la que nos habían tomado a los dos para la revista, en la que llevaba aquella banda en la cintura. No la había visto nunca, ni tampoco la del artículo sobre Halloween. Recordaba que Maxon estaba detrás de mí cuando observábamos los diseños para mi vestido. Mientras yo miraba los bocetos, Maxon tenía los ojos puestos en mí.
Luego estaban las fotos que había tomado él. Una en la que tenía cara de sorpresa, tomada con ocasión de la visita de los reyes de Swendway, cuando nos había gritado de pronto «Sonreíd». Una mía sentada en el estudio donde se grababa el Report, riéndome por algo que decía Marlee. Debía de estar oculto tras la luz cegadora de los focos, tomándonos fotografías a escondidas, aprovechando que en aquellos momentos no interpretábamos ningún papel. Y había otra fotografía mía de noche, de pie en mi balcón, mirando la luna.
También había fotos de las otras chicas; más de las que aún quedaban en competición que de las otras, pero aquí y allá aparecían los ojos de Anna asomando bajo un paisaje, o la sonrisa de Marlee oculta en una esquina. Y aunque fueran recientes, también había fotografías de Kriss y Celeste posando en la Sala de las Mujeres, junto a Elise, fingiendo desmayarse en un sofá, o la foto mía con los brazos alrededor de su madre.
—Maxon. —Suspiré—. ¡Es precioso!
—¿Te gusta?
—Estoy impresionada. ¿Cuántas de estas fotos son tuyas?
—Casi todas, pero algunas como esta —dijo, señalando una de las fotografías usadas en las revistas— las pedí. —Señaló otra—. Esta la tomé en el sur de Honduragua. Antes me parecía interesante, pero ahora me pone triste. —La imagen mostraba unas chimeneas vertiendo humo al cielo—. Quería hacer una fotografía del cielo, pero ahora recuerdo lo mal que olía. Y hay gente que se pasa allí la vida. Es increíble lo absorto que estaba en lo que yo veía.
—¿Dónde es esto? —pregunté, señalando un gran muro de ladrillo.
—En Nueva Asia. Antes era la frontera norte de China. Lo llamaban la Gran Muralla. Creo que en su día era bastante espectacular, pero ahora ha desaparecido casi del todo. Recorre la mitad del país, por el centro de Nueva Asia. Así que fíjate en lo que se han expandido.
—Vaya.
Maxon puso las manos tras la espalda.
—La verdad es que esperaba que te gustara.
—Me encanta. Quiero que me hagas uno igual.
—¿De verdad?
—Sí. O que me enseñes a hacerlo. No sabes la de veces que he deseado poder recopilar trocitos de mi vida y ponerlos todos juntos, así. Tengo unas cuantas fotografías rotas de mi familia y la nueva del bebé de mi hermana, pero eso es todo. Incluso había pensado en escribir un diario y tomar nota de las cosas… Ahora mismo me da la impresión de que te conozco mucho más.
Aquello era la esencia de su vida. Me daba cuenta de las cosas que eran permanentes, como su constante confinamiento en palacio y algunos viajes breves. Pero también había elementos que habían variado. Las chicas y yo estábamos en la pared porque habíamos invadido su mundo. Incluso después de irnos, no desaparecíamos del todo.
Me acerqué y le pasé un brazo por la espalda. Él hizo lo mismo. Nos quedamos allí un minuto, asimilando todo aquello. Entonces, de pronto, se me ocurrió algo que debía haber sido una obviedad desde el principio.
—¿Maxon?
—¿Sí?
—Si las cosas fueran de otro modo, si no fueras príncipe y pudieras escoger el trabajo que quisieras, ¿sería esto lo que harías?
—¿Tomar fotos, quieres decir?
—Sí. —Apenas tuvo que pensárselo un segundo—. Por supuesto. Fuera fotografía artística o solo retratos familiares. Haría publicidad, lo que fuera. Me encanta. Creo que ya lo has notado.
—Sí, lo he notado. —Sonreí, satisfecha de saber algo de él.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Es que… —Me acerqué y le miré a los ojos—. Serías un Cinco.
Maxon procesó mis palabras y sonrió, tranquilo.
—Me parece bien.
—A mí también.
De pronto, con decisión, Maxon se colocó delante de mí y cubrió mis manos con las suyas.
—Dilo, America. Por favor. Dime que me quieres, que quieres ser solo mía.
—No puedo ser solo tuya mientras estén aquí las otras chicas.
—Y yo no puedo enviarlas a casa hasta estar seguro de tus sentimientos.
—Y yo no puedo darte lo que quieres mientras sepa que mañana podrías estar haciendo esto mismo con Kriss.
—¿Haciendo qué, con Kriss? Ella ya ha visto mi habitación, ya te lo he dicho.
—No. Me refiero a darle un trato especial, a hacerle sentir…
Él se quedó esperando un rato.
—Hacerle sentir… ¿cómo? —susurró.
—Como si fuera la única que importa. Está loca por ti. Me lo ha dicho. Y no creo que sea un sentimiento tan poco correspondido.
Él suspiró, buscando las palabras.
—No puedo decirte que no me importa nada. Pero sí te puedo decir que tú me importas más.
—¿Y cómo voy a estar segura de eso si no la envías a casa?
En su rostro asomó una sonrisa pícara. Acercó los labios a mi oído.
—Se me ocurren unas cuantas maneras de demostrarte lo que me haces sentir —susurró.
Yo tragué saliva, esperando y a la vez temerosa de que dijera algo más. Ahora su cuerpo estaba frente al mío, y tenía la mano en la parte baja de mi espalda, sujetándome. Con la otra mano apartaba el cabello de mi cuello. Apoyó sus labios abiertos sobre un punto minúsculo de mi piel y me hizo temblar al sentir su aliento, tan tentador.
Era como si se me hubiera olvidado cómo usar las extremidades. No podía agarrarme a él ni pensar en cómo moverme. Pero Maxon tomó la iniciativa, haciéndome retroceder unos pasos hasta situarme contra su colección de fotografías.
—Te quiero para mí, América —me murmuró al oído—. Quiero que seas solo mía. Y quiero dártelo todo. —Sus besos recorrieron mi mejilla, parándose en la comisura de mi boca—. Quiero darte cosas que no sabías que deseabas siquiera. Quiero… —dijo, respirando del aire de mi boca—. Deseo tan desesperadamente…
Alguien llamó a la puerta con decisión.
Estaba tan perdida en las palabras de Maxon, en su tacto y en su olor que aquel ruido me cayó encima como un jarro de agua fría. Ambos nos giramos en dirección a la puerta, pero Maxon enseguida volvió a apoyar sus labios en los míos.
—No te muevas. Quiero acabar esta conversación —dijo. Me besó lentamente y luego se apartó.
Me quedé allí de pie, con la respiración entrecortada. Me dije que probablemente aquello sería una mala idea, dejar que me besara hasta que confesara. Pero lo cierto es que, si había algún modo de conseguirlo, era aquel.
Abrió la puerta, colocándose de forma que quedara lejos de la vista del visitante. Me pasé las manos por el pelo, arreglándomelo.
—Perdone, alteza —dijo alguien—. Estamos buscando a Lady America, y sus doncellas nos han dicho que estaría con usted.
Me pregunté cómo lo habrían adivinado, pero me gustó constatar la sintonía que esas chicas tenían conmigo. Maxon frunció el ceño, miró hacia mí y abrió la puerta del todo, dejando pasar al guardia. Este entró. Me miró de arriba abajo, como inspeccionándome. Una vez satisfecho, acercó la boca al oído de Maxon y le susurró algo.
Maxon bajó los hombros y se llevó la mano a los ojos, como si no fuera capaz de asumir la noticia.
—¿Estás bien? —le pregunté; no quería verle sufrir así.
Él se giró hacia mí, compungido.
—Lo siento muchísimo, America. Odio ser quien tenga que decirte esto. Tu padre ha muerto.
Durante unos instantes no entendí muy bien las palabras. Pero, por muchas vueltas que les diera, la conclusión solo podía ser una.
Entonces la habitación empezó a dar vueltas. Maxon se acercó a mí corriendo. Lo último que sentí fueron sus brazos agarrándome para evitar que me cayera al suelo.