Capítulo 21

Celeste se había convertido en la líder de nuestra nueva hermandad. La idea de llevar a todas nuestras doncellas y unos cuantos espejos enormes a la Sala de las Mujeres y pasarnos el día arreglándonos las unas a las otras fue suya. No tenía mucho sentido, ya que ninguna iba a hacerlo mejor que el personal de palacio, pero era divertido.

Kriss me pasó el pelo por la frente.

—¿Nunca te has planteado hacerte un flequillo?

—Un par de veces —admití, ahuecándome el pelo que me caía sobre los ojos—. Pero mi hermana se agobia con el suyo, así que nunca me he decidido.

—Creo que estarías muy guapa —dijo Kriss, animada—. A mi prima le corté el pelo una vez. Puedo cortártelo a ti, si quieres.

—Sí. —Celeste se rio—. Tú déjala que se te acerque con unas tijeras, America. Excelente idea.

Todas estallamos en una carcajada. Incluso en el otro extremo de la sala se oyó una risita contenida. Eché un vistazo y vi a la reina frunciendo los labios mientras intentaba leer el informe que tenía delante. Me preocupaba que todo aquello le pareciera inapropiado, pero lo cierto es que nunca la había visto tan contenta.

—¡Deberíamos hacernos fotos! —propuso Elise.

—¿Alguien tiene una cámara? —preguntó Celeste—. Yo soy una profesional en esto.

—¡Maxon sí! —exclamó Kriss—. Ven aquí un momento —le dijo a una doncella, haciéndole gestos con la mano.

—Un momento —dije yo, cogiendo papel—. Muy bien, veamos: «Sus reales y magníficas altezas, las damas de la Élite requieren inmediatamente la peor de sus cámaras para…».

Kriss soltó una risita. Celeste meneó la cabeza.

—¡Oh! Todo un alarde de diplomacia femenina —comentó Elise.

—¿Eso va en serio? —preguntó Kriss.

—¿A quién le importa? —respondió Celeste, echándose el pelo hacia detrás.

Unos veinte minutos más tarde, Maxon llamó a la puerta y la abrió unos centímetros.

—¿Puedo pasar?

Kriss se le acercó corriendo.

—No. Solo queremos la cámara. —Se la arrancó de las manos y le cerró la puerta en las narices.

Celeste se retorcía de risa.

—¿Qué estáis haciendo ahí? —dijo él, tras la puerta.

Pero todas estábamos demasiado ocupadas desternillándonos como para responder.

Practicamos numerosas poses y lanzamos mil besos a la cámara. Celeste nos enseñó cómo «buscar la luz».

Mientras Kriss y Elise se tiraban sobre el sofá y Celeste se acercaba para hacer más fotos, miré al otro extremo de la sala y vi la sonrisa de satisfacción en el rostro de la reina. Me disgustaba que no pudiera participar de aquello. Cogí uno de los cepillos y me acerqué a ella.

—Hola, Lady America —me saludó.

—¿Podría cepillarle el cabello?

Su cara registró diversas emociones, pero se limitó a asentir y respondió con suavidad:

—Por supuesto.

Me coloqué tras ella y cogí un mechón de su espléndida melena. Le pasé el cepillo una y otra vez, observando a las chicas al mismo tiempo.

—Me alegro de ver que os lleváis bien —comentó.

—Yo también. Me gustan —dije, y callé por un momento—. Siento lo del Día de las Sentencias. Sé que no debería haberlo hecho, pero…

—Lo sé, querida. Ya me lo explicaste antes. Es una tarea difícil. Y parece que tuviste muy mala suerte.

Me di cuenta de lo ajena que estaba a todo. O quizá prefería creer a toda costa que su marido no tenía mala intención.

Como si pudiera leerme la mente, añadió:

—Sé que piensas que Clarkson es duro, pero es un buen hombre. No tienes idea de la tensión que tiene que soportar. Cada uno lo llevamos como podemos. A veces, él saca su temperamento; yo necesito mucho descanso; Maxon se ríe para no pensar en ello.

—Es cierto, eso es lo que hace, ¿verdad? —dije yo, con una risita.

—La cuestión es… ¿cómo lo llevarás tú? —Se giró—. Creo que la pasión que pones en las cosas es una de tus mejores virtudes. Si aprendieras a controlarla, serías una princesa magnífica.

Asentí.

—Siento haberla decepcionado.

—No, no, querida —me contestó mirando de nuevo hacia delante—. Veo en ti muchas posibilidades. Cuando tenía tu edad, trabajaba en una fábrica. Iba sucia y pasaba hambre, y a veces me enfadaba. Pero estaba loca por el príncipe de Illéa. Cuando tuve la ocasión de conquistarlo, aprendí a controlar esos sentimientos. Desde aquí se puede hacer mucho, pero quizá no del modo que tú quieres. Has de aprender a aceptarlo, ¿de acuerdo?

—Sí, mamá —bromeé.

Ella se giró y me miró de nuevo, con el rostro pétreo.

—Quiero decir señora. Señora.

Los ojos le brillaron y parpadeó unas cuantas veces, girándose de nuevo hacia delante.

—Si las cosas acaban como sospecho, «mamá» estará bien.

Entonces fui yo la que tuve que parpadear para contener las lágrimas. Desde luego, ella nunca iba a ocupar el lugar de mi madre; pero me sentí especial al ver que la madre de la persona con la que quizás acabara casándome me aceptaba, con todos mis defectos.

Celeste se giró y nos vio, y acudió a la carrera.

—¡Estáis estupendas! ¡Sonreíd!

Me agaché y le pasé los brazos a la reina alrededor del cuello. Ella levantó una mano para coger las mías. Después, fuimos colocándonos a su alrededor por turnos, hasta conseguir que hiciera muecas a la cámara. Las doncellas también colaboraron, tomándonos fotos para que pudiéramos aparecer todas juntas. Cuando acabamos, pensé que aquel había sido sin duda mi mejor día en el palacio. Aunque no sabía si lo sería por mucho tiempo. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina.

Mis doncellas me estaban arreglando el peinado después de un último intento fallido de Elise de hacerme un recogido cuando, de pronto, llamaron a la puerta.

Mary fue corriendo a abrir. Un guardia que no conocía entró en la habitación. Lo había visto muchas veces, eso sí, casi siempre al lado del rey.

Mis doncellas hicieron una reverencia y él se acercó. Me puso algo nerviosa tenerlo ahí delante.

—Lady America, el rey requiere su presencia de inmediato —dijo, sin inflexiones en la voz.

—¿Pasa algo? —pregunté sorprendida.

—El rey responderá a sus preguntas.

Tragué saliva. Se me pasaron por la cabeza todo tipo de cosas horribles: que mi familia estaba en peligro; que el rey había encontrado un modo de castigarme por todas las veces que le había llevado la contraria; o, quizá, lo peor de todo, que alguien había descubierto mi vínculo con Aspen y que ambos íbamos a pagar por ello.

Intenté ahuyentar el miedo. No quería parecer asustada.

—Entonces vamos —dije.

Me puse en pie y seguí al guardia, echando una última mirada a las chicas al salir. Cuando vi la preocupación en sus rostros, deseé no haberlo hecho.

Recorrimos el pasillo y subimos las escaleras hasta la segunda planta. No sabía muy bien qué hacer con las manos, y no dejaba de tocarme el pelo y el vestido, o de entrecruzar los dedos.

Cuando estábamos a medio pasillo vi a Maxon. Aquello me tranquilizó. Se detuvo a la puerta de una sala, esperándome. No parecía preocupado, pero a él se le daba mejor ocultar el miedo que a mí.

—¿De qué va esto? —le susurré.

—Yo sé lo mismo que tú.

El guardia ocupó su lugar junto a la puerta. Maxon me hizo pasar delante. Era un amplio salón con largas estanterías llenas de libros en una de las paredes. También había mapas colgados de caballetes. Había al menos tres de Illéa, con marcas de diferentes colores. El rey estaba sentado frente a una amplia mesa de despacho, con un papel en la mano.

Cuando nos vio entrar a Maxon y a mí, se puso en pie.

—¿Qué es lo que has hecho exactamente con la princesa italiana? —me preguntó mirándome fijamente.

Me quedé de piedra. El dinero. Se me había olvidado por completo. Conspirar para vender armas a una gente que él consideraba enemigos era mucho peor que cualquier otra cosa para la que me hubiera podido preparar.

—No estoy segura de qué quiere decir —mentí, mirando a Maxon.

Aunque él lo sabía todo, mantuvo la calma.

—Llevamos décadas intentando forjar una alianza con los italianos, y de pronto la familia real está muy interesada en que los visitemos. No obstante… —Recogió la carta, buscando un fragmento en concreto—. Ah, aquí: «Aunque será un verdadero privilegio que su majestad y su familia nos honren con su compañía, esperamos que Lady America también pueda acompañarlos. Tras nuestra reunión con toda la Élite, no nos imaginamos a nadie capaz de seguir los pasos de la reina tan bien como ella».

El rey levantó la vista y me miró de nuevo.

—¿Qué es lo que has hecho?

Consciente de que había esquivado un problema inmenso, me relajé un poco.

—Lo único que he hecho es intentar ser amable con la princesa y con su madre durante su visita. No sabía que les caía tan bien.

El rey levantó la mirada.

—Eres una rebelde. Te he estado observando. Estás aquí por algo, y estoy segurísimo de que no es él.

Maxon se giró hacia mí al oír aquello. Ojalá no hubiera visto la sombra de una duda en sus ojos. Negué con la cabeza.

—¡Eso no es cierto!

—¿Cómo puede ser que una chica sin medios, sin contactos y sin poder haya conseguido poner al alcance del país algo que llevamos buscando desde hace años? ¿Cómo?

En el fondo sabía que había factores que él no tenía en cuenta. Pero había sido Nicoletta la que se había ofrecido a ayudarme, a hacer lo que estuviera en su mano por una causa que estaba dispuesta a apoyar. Si me estuviera acusando de algo que fuera realmente culpa mía, su voz airada me habría asustado. Pero, tal como estaban las cosas, no me impresionaba en absoluto.

—Fueron ustedes los que nos asignaron los visitantes extranjeros que querían que atendiéramos —respondí con tranquilidad—. De no ser así, nunca habría conocido a esas señoras. Y la que ha escrito y me ha invitado ha sido ella. Yo no le he pedido a nadie que me llevara de viaje a Italia. Quizá si se hubiera mostrado más abierto, habría conseguido esa alianza con Italia hace años.

Él se puso en pie de golpe.

—Cuida… esa… boca.

Maxon me pasó un brazo por la cintura.

—Quizá sería mejor que te fueras, America.

Me dispuse a hacer lo que me pedía, encantada de ir a cualquier sitio donde no estuviera el rey, pero no iba a ser tan fácil.

—Para. Hay más —ordenó—. Esto cambia las cosas. No podemos volver a empezar con la Selección de cero y disgustar a los italianos. Tienen muchas influencias. Si los ponemos de nuestra parte, se nos abrirán muchas puertas.

Maxon asintió, nada disgustado al oír la noticia. Él ya había decidido no echarnos, pero teníamos que seguirle el juego al rey y dejarle pensar que era él quien tenía el control.

—Sencillamente, tendremos que prolongar la Selección —concluyó. Sentí que se me encogía el estómago—. Hemos de darles tiempo a los italianos para que acepten otras opciones, sin que se ofendan. Quizá deberíamos programar un viaje pronto, para que todas tengan oportunidad de brillar.

Parecía encantado consigo mismo, orgulloso de su solución. Me preguntaba hasta dónde llegaría. Quizá prepararía a Celeste. O quedaría a solas con Kriss y Nicoletta. No me extrañaría que organizara algo para hacerme quedar mal, como había intentado con el Día de las Sentencias. Si estaba dispuesto a aplicarse a fondo, probablemente yo no tendría ninguna oportunidad.

Y la política no tenía nada que ver. Más tiempo significaba más ocasiones para ponerme en evidencia.

—Padre, no creo que eso sirva de nada —intervino Maxon—. Las damas italianas ya han conocido a todas las candidatas. Si han mostrado su preferencia por America, debe de ser por algo que han visto en ella y no en las otras. Y no podemos inventarnos algo que no existe.

El rey miró a Maxon con una mirada venenosa.

—¿Estás diciendo que has elegido? ¿Ha acabado la Selección?

Pensé que se me paraba el corazón.

—No —respondió Maxon, como si aquello fuera ridículo—. Simplemente, no estoy seguro de que lo que sugieres sea lo mejor.

El rey apoyó la barbilla en la mano, mirándonos a Maxon y a mí por turnos, como si fuéramos una ecuación que no conseguía resolver.

—Aún tiene que demostrar que es digna de confianza. Hasta entonces, no puedes elegirla —replicó con dureza.

—¿Y cómo sugieres que lo haga? —preguntó Maxon—. ¿Qué necesitas exactamente?

El rey levantó las cejas, aparentemente divertido ante las preguntas de su hijo. Después de pensárselo un momento, sacó una pequeña carpeta de su cajón.

—Sea o no por tu reciente intervención en el Report, parece que hay cierto desasosiego entre las castas. Llevo tiempo intentando encontrar un modo de… aplacar a la opinión pública, pero se me ha ocurrido que una personalidad joven y fresca como tú (popular diría) quizá tenga más posibilidades de conseguirlo que yo mismo.

Colocó la carpeta sobre la mesa y prosiguió:

—Parece que la gente baila al son de tu música. Quizá podrías tocar una melodía para mí.

Abrí la carpeta y leí los documentos.

—¿Qué es esto?

—Solo unos anuncios públicos que haremos pronto. Conocemos, por supuesto, la distribución de castas de cada provincia y de cada comunidad, así que haremos anuncios específicos para cada zona. Para animarlos.

—¿Qué es eso, America? —preguntó Maxon, confuso por las palabras de su padre.

—Son como… anuncios publicitarios —respondí—. Para que la gente esté contenta en su casta y no se relacione demasiado con los de las otras.

—Padre, ¿de qué va todo esto?

El rey se apoyó en el respaldo de su silla, poniéndose cómodo.

—Nada serio. Simplemente intento apaciguar los ánimos. Si no lo hago, para cuando la corona llegue a tus manos, te enfrentarás a un alzamiento en toda regla.

—¿Y eso?

—De vez en cuando, las castas más bajas se alborotan. Es natural. Pero tenemos que acabar con la rabia y con las ideas de sublevación enseguida, antes de que esos elementos se unan y acaben con nuestra gran nación.

Maxon se quedó mirando a su padre, sin acabar de entenderle. Si Aspen no me hubiera hablado de los simpatizantes de aquellas ideas, quizá yo también estaría igual de confusa. El rey planeaba dividir para vencer: hacer que las castas se sintieran absurdamente agradecidas por lo que tenían (aunque los estuvieran tratando como si no importaran nada) y advertirlos de que no se asociaran con los de otras castas, pues solo los miembros de una misma casta podían entenderse entre sí.

—Esto es propaganda —espeté, recordando el término usado en el viejo libro de historia de papá.

—No, no. Es una sugerencia —dijo el rey, intentando tranquilizarme—. Es seguridad. Es una visión del mundo que hará que nuestros conciudadanos se sientan felices.

—¿Felices? ¿Así que quiere que le diga a un pobre Siete que… «vuestra labor es posiblemente la más grande de todo el país. Trabajáis con vuestro cuerpo y construís las carreteras y los edificios que dan forma a nuestra nación»? —añadí mirando la hoja. Seguí buscando—. «Ningún Dos ni ningún Tres tiene un talento comparable, así que apartad la vista de ellos por la calle. Por no hablar de los que quizá tengan un mayor rango, pero no el orgullo de contribuir como vosotros al país».

Maxon miró a su padre.

—Eso causará un mayor enfrentamiento interno entre el pueblo.

—Al contrario. Los ayudará a quedarse en su sitio y a convencerse de que la Corona vela por sus intereses.

—¿Eso hace? —pregunté.

—¡Por supuesto! —exclamó el rey, haciéndome dar unos pasos atrás—. La gente necesita que los lleven de las riendas, como los caballos. Si no guías sus pasos, se desvían y acaban dando con lo que es peor para ellos. Puede que no te gusten estos discursos, pero salvarán más vidas de lo que te imaginas.

Cuando acabó su alegato, aún no me había recuperado del todo, y me quedé allí en silencio, con los papeles en las manos.

Sabía que estaba preocupado. Cada vez que llegaba un informe de algo que se le escapaba de las manos, lo arrugaba en una bola de papel. Todo lo que supusiera un cambio lo ponía en un mismo saco, y a todo lo llamaba traición, sin analizarlo. Su respuesta esta vez había sido obligarme a hacer lo que hacía Gregory. Quería aislar a su pueblo.

—No puedo decir esto —susurré.

—Pues no puedes casarte con mi hijo —respondió tranquilamente.

—¡Padre!

El rey levantó una mano.

—Esta es la situación, Maxon: te he dejado hacer lo que has querido, y ahora hemos de negociar. Si quieres que esta chica se quede, debe ser obediente. Si no puede ejecutar la más sencilla de las tareas, la única conclusión que puedo sacar es que no te quiere. Y, si es ese el caso, no veo por qué ibas a quererla tú.

Mi mirada se cruzó con la del rey. Le odié por sembrar aquella idea en Maxon.

—¿Le quieres? ¿Le quieres aunque solo sea un poco?

No, no era así como iba a decirlo. No como respuesta a un ultimátum, a una negociación.

El rey ladeó la cabeza.

—Qué triste, Maxon. Parece que tiene que pensárselo.

«No llores. No llores».

—Te daré un tiempo para que te decidas. Si no haces esto, me dan igual las normas: para el día de Navidad estarás fuera. Será un regalo estupendo para tus padres.

Tres días.

Sonrió. Dejé la carpeta sobre su mesa y me marché, haciendo un esfuerzo para no echar a correr.

Lo único que me faltaba era otra excusa para que pudiera criticarme.

—¡America! —gritó Maxon—. ¡Para!

Seguí caminando hasta que me agarró por la cintura, obligándome a parar.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó.

—¡Está loco! —Estaba a punto de echarme a llorar, pero contuve el llanto. Si el rey salía y me veía así, me hundiría.

—Él no. Tú. ¿Por qué no le has dicho que sí?

Me lo quedé mirando, atónita.

—Es un truco, Maxon. Todo lo que hace es un truco.

—Si hubieras dicho que sí, habría puesto fin a todo eso.

No podía creérmelo.

—Dos segundos antes has tenido ocasión de hacerlo tú, y no lo has hecho. ¿Cómo es que es culpa mía?

—Porque… —respondió agitado— me niegas tu amor. Es lo único que he querido durante toda la competición, y sigues negándomelo. No hago más que esperar que lo digas, y no lo dices. Que no hayas podido decirlo en voz alta delante de él me parece bien. Pero solo con que hubieras dicho que sí, me habría bastado.

—¿Y por qué iba a hacerlo, si en cualquier momento puede echarme? ¿Si me humilla constantemente y tú no haces más que mantenerte al margen? Eso no es amor, Maxon. Ni siquiera sabes lo que es.

—¡Claro que lo sé! ¿Tienes idea de lo que he pasado…?

—Maxon, fuiste tú quien dijiste que querías dejar de discutir, ¿no? ¡Pues deja de darme motivos para discutir contigo!

Salí corriendo. ¿Qué hacía yo allí? No dejaba de torturarme por alguien que no tenía ni idea de lo que significaba ser leal a una persona. Y nunca lo sabría, porque su idea de amor giraba por completo alrededor de la Selección. No lo entendería nunca.

Cuando estaba a punto de bajar las escaleras, volví a sentir un tirón. Maxon me agarraba con fuerza, cogiéndome los brazos con ambas manos. Sin duda veía lo furiosa que estaba, pero en los segundos que habían pasado su actitud había cambiado por completo.

—Yo no soy él —dijo.

—¿Qué? —pregunté, al tiempo que intentaba soltarme.

—America, para.

Resoplé y dejé de forcejear. No me quedaba más remedio que mirarlo a los ojos.

—Yo no soy él. ¿De acuerdo?

—No sé qué quieres decir.

Maxon suspiró.

—Sé que has pasado años volcándote en otra persona que pensabas que te querría para siempre, y que, cuando se enfrentó a la realidad del mundo, te abandonó. —Me quedé helada, asimilando aquellas palabras—. Yo no soy él, America. No tengo ninguna intención de abandonarte.

—No lo ves, Maxon —respondí, sacudiendo la cabeza—. Puede que me decepcionara, pero al menos lo conocía. Después de todo este tiempo, aún siento que hay un espacio entre nosotros. La Selección te ha obligado a dispensar tu cariño en porciones. Nunca te he tenido por completo. Ninguna de nosotras te tendrá nunca por completo.

Esta vez, cuando me zafé de él, no opuso resistencia.