Capítulo 19

El Día de las Sentencias estaba de los nervios. Tenía miedo de tropezar o de olvidarme de lo que tenía que decir. O, peor aún, de fracasar. Lo único de lo que no tenía que preocuparme era de mi ropa. Mis doncellas tuvieron que hablar con el jefe de peluquería para hacerme algo adecuado para la ocasión, aunque quizá no lo definiría simplemente como «adecuado».

Siguiendo con la tradición, los vestidos eran todos blancos y dorados. El mío tenía la cintura alta y llevaba el hombro izquierdo descubierto, aunque sí tenía una pequeña tira en el hombro derecho que me cubría la cicatriz y al mismo tiempo creaba un efecto precioso. El top era ajustado, pero la falda era amplia y acariciaba el suelo con ondas de encaje dorado. Por detrás acababa en una cola corta que recogía los pliegues del tejido. Cuando me miré al espejo, fue la primera vez que me vi con aspecto de princesa.

Anne cogió la rama de olivo que debía llevar y me la puso sobre el brazo. La tradición decía que teníamos que poner las ramas de olivo a los pies del rey como señal de paz y como muestra de nuestra voluntad de acatar la ley.

—Está preciosa, señorita —dijo Lucy. Reparé en lo tranquila y confiada que se la veía últimamente.

Sonreí.

—Gracias. Ojalá pudierais estar las tres allí.

—Ojalá —respondió Mary con un suspiro.

Anne, siempre correcta, volvió a centrar la atención en mí:

—No se preocupe, señorita, lo hará perfectamente. Y nosotras estaremos mirando, con el resto del servicio.

—¿Ah, sí? —Aquello me animaba, aunque no fueran a estar en el salón.

—No nos lo perderíamos por nada del mundo —me aseguró Lucy.

Unos toques en la puerta interrumpieron nuestra conversación. Mary abrió. Era Aspen. Me alegré de verlo.

—He venido a escoltarla hasta el Salón de las Sentencias, Lady America —anunció.

—¿Qué le parece el vestido que hemos hecho, soldado Leger? —dijo de pronto Lucy.

Él sonrió.

—Se han superado una vez más.

Lucy soltó una risita nerviosa. Anne le chistó en voz baja para que se callara, mientras le hacía los últimos arreglos a mi peinado. Ahora que sabía lo que sentía Anne por Aspen, me resultaba evidente que intentaba mostrarse impecable delante de él.

Respiré hondo, recordando la cantidad de gente que me esperaba abajo.

—¿Lista? —preguntó Aspen.

Asentí, me coloqué bien la rama de olivo y me dirigí hacia la puerta, girándome una sola vez para ver las caras de felicidad de mis doncellas. Pasé la mano alrededor del brazo de Aspen y nos dirigimos al salón.

—¿Cómo va todo? —pregunté, por decir algo.

—No puedo creer que vayas a pasar por esto —me espetó él.

Tragué saliva, de pronto nerviosa otra vez.

—No tengo elección.

—Siempre hay elección, Mer.

—Aspen, tú sabes que a mí esto no me gusta. Pero en el fondo no es más que una persona. Y es culpable.

—Igual que los simpatizantes de los rebeldes a los que el rey degradó una casta. Igual que Marlee y Carter —dijo. Y no tuve que mirarle a la cara para ver lo disgustado que estaba.

—Eso era diferente —murmuré sin demasiada convicción.

Aspen se detuvo de golpe y me obligó a mirarle a la cara.

—Con él nunca es diferente.

Lo decía muy serio. Aspen sabía más que la mayoría, porque hacía guardia durante las reuniones y a veces entregaba mensajes en persona. Y ahora mismo estaba ocultándome algo.

—¿Es que no son ladrones? —pregunté en voz baja, mientras nos poníamos de nuevo en marcha.

—Sí, pero no se merecen los años de cárcel a los que van a ser sentenciados hoy. Y el mensaje a sus amigos va a quedar muy claro.

—¿Qué quieres decir?

—Son personas incómodas para él, Mer. Simpatizantes de los rebeldes, hombres que han manifestado con demasiada claridad lo tirano que es. Esto va a emitirse en todo el país. Todo ha de servir de advertencia para que la gente sepa lo que le pasa a cualquiera que se atreva a oponerse al rey. No es algo casual.

Separé mi brazo del suyo y le repliqué furiosa:

—Tú llevas aquí casi tanto tiempo como yo. En todo ese tiempo, ¿es que has dejado de comunicar alguna sentencia cuando te lo han ordenado?

—No, pero…

—Pues no me juzgues. Si no tiene ningún problema en meter a sus enemigos en la cárcel sin motivo, ¿qué crees que me hará a mí? ¡Me odia!

Aspen me miraba con ojos suplicantes.

—Mer, sé que da miedo, pero tienes…

Le interrumpí levantando la mano.

—Haz tu trabajo. Llévame abajo.

Tragó saliva, se giró y me volvió a tender el brazo. Se lo agarré y seguimos adelante en silencio.

A medio camino, mientras bajábamos las escaleras y el murmullo de voces se hacía cada vez más evidente, volvió a hablar:

—Siempre me pregunté si conseguirían cambiarte.

No respondí. ¿Qué iba a decirle?

En el gran vestíbulo, las otras chicas estaban repasando sus frases, con la vista perdida en la distancia. Me separé de Aspen y me fui con ellas.

Elise me había hablado tanto de su vestido que tenía la impresión de que no era la primera vez que lo veía. Era un diseño ajustado en el que se entretejían el dorado y el crema. Sus guantes, del color del oro, creaban un efecto espectacular. Las joyas que le había regalado Maxon tenían unas piedras oscuras y llamativas que resaltaban su lacia melena y sus ojos oscuros.

Kriss, una vez más, había conseguido adoptar un aire regio. Además, daba la impresión de que no le costaba esfuerzo alguno. El vestido ajustado por la cintura se abría hacia abajo en una falda amplia como una flor. Y el collar y los pendientes de Maxon tenían gemas iridiscentes, redondeadas y perfectas. Por un momento, lamenté que las mías fueran tan simples.

El vestido de Celeste…, bueno, desde luego causaría sensación. Tenía el escote algo abierto. Me pareció algo inapropiado para la ocasión. Al darse cuenta de que la miraba, frunció los labios y agitó los hombros, como lanzándome un beso.

Se me acercó, balanceando su rama de olivo a cada paso.

—¿Qué te pasa?

—Nada. No me encuentro muy bien, supongo.

—Ni se te ocurra vomitar —me ordenó—. Y sobre todo no lo hagas encima de mí.

—No vomitaré —le aseguré.

—¿Quién ha vomitado? —preguntó Kriss, uniéndose a la conversación.

Elise llegó tras ella.

—Nadie —dije—. Es solo que estoy cansada.

—Esto no durará mucho —apuntó Kriss.

«Durará una eternidad», pensé, mirándolas a la cara. Ahora las tenía al lado. ¿No habría hecho yo lo mismo por ellas? Quizá…

—¿A alguna de vosotras os parece bien hacer esto? —pregunté.

Todas se miraron entre sí, o al suelo, pero no respondieron.

—Bueno, pues no lo hagamos.

—¿Que no lo hagamos? —reaccionó Kriss—. America, es la tradición. Tenemos que hacerlo.

—No, no tenemos que hacerlo…, si todas decidimos que no lo hacemos.

—¿Y qué propones? ¿Nos negamos a entrar ahí? —preguntó Celeste.

—Es una opción.

—¿Quieres que nos sentemos ahí y no hagamos nada? —dijo Elise, que no parecía dar crédito.

—No lo he pensado. Lo que sí sé es que no creo que sea una buena idea.

Vi que Kriss estaba planteándoselo seriamente.

—¡Es un truco! —estalló Elise de pronto.

—¿Qué?

¿Cómo podía haber llegado a esa conclusión?

—Ella va la última. Si ninguna hacemos nada y luego le toca a ella, se mostrará obediente y nosotras tres quedaremos como unas idiotas —dijo, agitando la rama de olivo en un gesto acusatorio.

—¿America? —dijo Kriss, mirándome a los ojos, decepcionada.

—¡No, lo juro! ¡Ni se me pasa por la cabeza una idea así!

—¡Señoritas! —nos reprendió Silvia. Nos giramos hacia ella, que nos estaba fulminando con la mirada—. Entiendo que estén nerviosas, pero no hay motivo para gritar.

Nos miramos, mientras las otras decidían si secundarme o no.

—Muy bien —ordenó Silvia—. Elise, tú serás la primera, tal como ensayamos. Celeste y Kriss, vosotras iréis detrás; America, tú serás la última. Una a una, llevad vuestra rama hasta la alfombra roja y ponedla a los pies del rey. Luego volved atrás y ocupad vuestro sitio. El rey dirá unas palabras. Entonces, empezará la ceremonia.

Se dirigió a algo que parecía una cajita sobre un soporte y la giró. Era un monitor de televisión, donde se veía todo lo que ocurría en el Gran Salón. Era imponente. Una alfombra roja dividía la estancia en dos. A un lado, estaban las gradas para la prensa y los invitados; al otro, un asiento para cada una de nosotras. Al fondo estaban los tronos, esperando la llegada de la familia real.

Mientras observábamos, se abrió una puerta lateral y entraron el rey, la reina y Maxon, entre los aplausos y las fanfarrias. Una vez que estuvieron sentados, sonó una melodía más lenta y digna.

—Ya está. Venga, cabezas en alto —dijo Silvia.

Elise me lanzó una mirada penetrante y empezó a caminar. A la música se unió el sonido de cientos de cámaras que la fotografiaban. Aquello creaba una banda sonora de lo más peculiar. Lo hizo estupendamente, tal como pudimos ver en el monitor de Silvia. Celeste fue la siguiente: se alisó el cabello y salió tras ella. Y luego Kriss, que recorrió la alfombra con una sonrisa absolutamente natural.

—America —susurró Silvia—. Te toca.

Intenté que la preocupación que sentía no se viera en mi rostro y concentrarme en lo positivo de todo aquello, pero me di cuenta de que no tenía nada de bueno. Estaba a punto de aniquilar parte de mi ser castigando a alguien mucho más de lo que se merecía y, al mismo tiempo, dándole al rey lo que quería.

Las cámaras sonaron, los flashes se dispararon y la gente murmuró sus cumplidos mientras yo avanzaba en silencio hacia la familia real. Mis ojos se encontraron con los de Maxon, que era la viva imagen de la calma. ¿Serían los años de disciplina o la felicidad? Su expresión era tranquila, pero estaba segura de que percibía la ansiedad en mi mirada. Vi el lugar asignado para dejar mi rama de olivo e hice una reverencia antes de colocar mi ofrenda a los pies del rey, aunque no pude mirarle a los ojos.

Justo en cuanto llegué a mi lugar, la música cesó. El rey Clarkson dio unos pasos y se situó al borde del estrado, con las ramas de olivo a sus pies.

—Damas y caballeros de Illéa, hoy las preciosas jóvenes finalistas de la Selección se presentan ante nosotros y ante la ley. Nuestra gran ley, que es la que mantiene al país unido, que asegura la paz de la que disfrutamos desde hace tanto tiempo.

«¿Paz? ¿Estás de broma?», pensé.

—Una de estas jóvenes se presentará muy pronto ante todos ustedes no ya como plebeya, sino como princesa. Como miembro de la familia real, será su obligación defender lo correcto, y no en beneficio suyo, sino del pueblo.

¿Cómo iba a hacerlo?

—Por favor, aplaudan conmigo su humildad y su sumisión ante la ley, y también su coraje al defenderla.

El rey se puso a aplaudir. Y todos los allí presentes se unieron a él. El aplauso continuó mientras se retiraba. Miré a las chicas. La única cara que pude ver bien fue la de Kriss, que se encogió de hombros y esbozó una media sonrisa, antes de volver a mirar adelante y erguirse.

Un guardia junto a la puerta tocó la corneta.

—Llamamos a presentarse ante sus majestades el rey Clarkson, la reina Amberly y su alteza el príncipe Maxon al delincuente Jacob Digger.

Lentamente, y desde luego sobrecogido por aquel espectáculo, el hombre entró en el Gran Salón. Llevaba esposas en las muñecas y se encogía ante los flashes de las cámaras. Asustado, se situó ante Elise. Yo no podía verla a ella muy bien sin echar el cuerpo adelante, así que me giré un poco para escuchar las frases que todas debíamos pronunciar.

—Jacob, ¿por qué delito se te condena? —preguntó con un tono seguro, nada habitual en ella.

—Robo, mi señora —respondió él, sumiso.

—¿Y qué sentencia has de cumplir?

—Doce años, mi señora.

Lentamente, con disimulo, Kriss me miró. Sin apenas cambiar su expresión, me preguntó qué estaba pasando. Yo asentí.

Era un ladrón de poca monta. O eso nos habían dicho. Si era cierto, aquel hombre habría sido azotado en la plaza del pueblo o, de haberlo enviado a la cárcel, sería para dos o tres años como mucho. O sea, que la presencia allí de Jacob confirmaba mis temores.

Miré al rey de soslayo. Era evidente que disfrutaba con aquello. Fuera quien fuera aquel hombre, no era un simple ladrón. El rey estaba deleitándose hundiéndolo.

Elise se puso en pie y se acercó a Jacob. Le apoyó la mano en el hombro. Él no le había mirado a los ojos hasta aquel momento.

—Ve, súbdito fiel, y paga tu deuda para con el rey —dijo ella, haciéndose oír en el silencio del salón.

Jacob asintió. Miró al rey. Era evidente que habría querido hacer algo, debatirse o protestar, pero no lo hizo. Tenía claro que algún otro podría pagar por cualquier error que cometiera en aquel momento. Jacob se puso en pie y salió del salón, mientras el público aplaudía.

Al hombre que llegó después le costaba moverse. Al girar para avanzar por la alfombra en dirección a Celeste, trastabilló y se cayó. Toda la sala contuvo el aire, pero, antes de que pudiera darles pena, dos guardias acudieron a levantarlo y lo llevaron frente a Celeste. Ella no habló con su seguridad habitual cuando ordenó que el hombre pagara su deuda. Eso había que reconocérselo.

Kriss aguantó el tipo como siempre mientras se acercaba el condenado. Era más joven, de nuestra edad, más o menos. Caminaba con paso firme, casi con decisión. Cuando se giró hacia Kriss, observé que llevaba un tatuaje en el cuello. Parecía una cruz, aunque no se la habían hecho muy bien.

Kriss dijo sus frases igual de bien. Cualquiera que no la conociera no habría podido notar la mínima pena en su voz. Los presentes aplaudieron. Ella volvió a sentarse, con esa sonrisa suya tan brillante.

El guardia llamó al siguiente: Adam Carver. Era mi turno. Adam, Adam, Adam. Tenía que recordar su nombre. Porque tenía que hacerlo, ¿no? Las otras chicas lo habían hecho. Maxon quizá me perdonara si no lo hacía. Además, al rey nunca le caería bien, pasara lo que pasara. Sin embargo, desde luego que perdería el apoyo de la reina, y eso sí que no podía permitírmelo. Si quería tener la mínima oportunidad, tenía que cumplir con mi papel.

Adam era mayor, quizá de la edad de mi padre. Tenía algún problema en la pierna. No se cayó, pero tardó tanto en llegar hasta mí que me lo hizo pasar aún peor. No veía el momento de acabar con aquello.

El hombre se arrodilló ante mí. Me concentré en lo que tenía que decir.

—Adam, ¿por qué delito se te condena?

—Por robo, mi señora.

—¿Y qué sentencia has de cumplir?

—Cadena perpetua —respondió él, casi sin voz.

Un murmullo se extendió por la sala. Algunos pensaron que no habían oído bien.

Aunque odiaba apartarme del guion, yo también necesitaba corroborar que lo había escuchado bien.

—¿Qué sentencia has dicho?

—Cadena perpetua, mi señora —repitió, al borde del llanto.

Eché una mirada a Maxon, que parecía incómodo. Le miré rogándole que me ayudara. Sin embargo, con la mirada, él solo podía disculparse, pero no podía hacer nada por mí.

Antes de centrarme otra vez en Adam, la vista se me fue al rey, que se había movido en el trono, expectante. Vi que se pasaba la mano por la boca, como para ocultar su sonrisa.

Me había tendido una trampa.

Quizá sospechaba que odiaría aquella parte de la Selección. Lo había planeado todo para mostrarme al público como una indisciplinada. Podía aceptarlo, pero ¿qué tipo de persona sería yo si mandaba a un hombre a la cárcel de por vida? Nadie podría quererme.

—Adam —dije en voz baja. Él levantó la vista, a punto de echarse a llorar. En la sala, se hizo el silencio más absoluto—. ¿Cuánto robaste?

—Algo de ropa para mis hijas.

—Pero no se trata de eso, ¿verdad? —dije, sin perder tiempo.

Él asintió con un movimiento tan imperceptible que apenas pude verlo.

No podía hacerlo. No podía. Pero tenía que hacer algo.

La idea me vino de pronto. Era la única salida. No estaba segura de que aquello le diera a Adam la libertad, e intenté no pensar en lo triste que sería para mí. Pero era lo correcto. Tenía que hacerlo.

Me puse en pie y me acerqué a Adam. Lo toqué en el hombro. Él se encogió, esperando que le mandara a la cárcel.

—Ponte en pie —dije.

Adam me miró, confuso.

—Por favor —insistí, y le cogí sus manos esposadas para que me siguiera.

Adam caminó a mi lado por la alfombra, hasta la tarima donde estaba la familia real. Cuando llegué a las escaleras, me giré hacia él y suspiré. Me quité uno de los preciosos pendientes que Maxon me había dado, luego el otro. Los coloqué en las manos de Adam, que estaba estupefacto. Luego le puse mi preciosa pulsera. Y entonces —porque, si iba a hacer aquello, no quería dejarme nada—, me llevé las manos a la nuca y me desabroché el collar del ruiseñor, el que me había dado mi padre. Esperaba que estuviera viéndolo y que no me odiara por desprenderme de él. Después de colocárselo a Adam en las manos, le cerré los dedos para que no se le cayeran las joyas. Me hice a un lado, dejándolo justo frente al rey Clarkson.

—Ve, súbdito fiel, y paga tu deuda para con el rey —dije, señalando hacia los tronos.

Se oyeron murmullos y expresiones de asombro entre el público, pero hice caso omiso. Lo único que veía era la expresión de amargura en la cara del rey. Si quería jugar conmigo, yo estaba dispuesta a responder.

Adam subió los escalones lentamente. En sus ojos, vi mezclada la alegría y el miedo. Al acercarse al rey, cayó de rodillas y le mostró las manos, llenas de joyas.

El rey Clarkson me lanzó una mirada furiosa, dejando claro que aquello no acababa allí, pero luego tendió la mano y cogió las joyas de las manos de Adam.

El público estalló en gritos de alegría. Cuando volví atrás, vi que las otras chicas no sabían muy bien qué cara poner. Adam se retiró del estrado rápidamente, quizá temeroso de que el rey cambiara de opinión. Yo esperaba que, con tantas cámaras delante y tantos periodistas tomando nota, alguien siguiera a Adam y se asegurara de que volvía a casa. Cuando pasó de nuevo a mi lado intentó abrazarme, aún con las esposas puestas. Lloró y me bendijo. Abandonó el salón convertido en el hombre más feliz del mundo.