Capítulo 18

Al día siguiente, sentí que no podía dejar de mirar hacia atrás por encima del hombro. Estaba segura de que alguien sabría lo que había dicho, lo que había ayudado a los rebeldes en solo una tarde. No obstante, no dejaba de recordarme que, si alguien lo hubiera oído, ya estaría arrestada. Y como en aquel momento seguía disfrutando de un magnífico desayuno con el resto de la Élite y con la familia real, tenía que convencerme de que todo iba bien. Además, Maxon me defendería si tuviera que hacerlo.

Tras el desayuno volví a mi habitación para retocarme el maquillaje. Mientras estaba en el baño, dándome otra capa de pintalabios, alguien llamó a la puerta. Solo estábamos Lucy y yo. Fue a ver quién era. Al cabo de un instante, asomó la cabeza por la puerta.

—Es el príncipe Maxon —me susurró.

—¿Está aquí? —pregunté, girándome de golpe.

Ella asintió, radiante.

—Y se acuerda de mi nombre.

—Claro que se acuerda —respondí con una sonrisa. Lo dejé todo y me pasé los dedos por el cabello—. Vamos. Y luego vete sin decir nada.

—Como desee, señorita.

Maxon estaba junto a la puerta, esperando a que le hiciera entrar, algo poco habitual en él. Tenía en la mano una cajita fina y tamborileaba los dedos sobre ella, nervioso.

—Siento interrumpir. ¿Tienes un momento?

—Por supuesto. Pasa —respondí, acercándome.

Nos sentamos en el borde de mi cama.

—Quería venir a verte a ti primero —dijo, acomodándose—. Quería explicártelo antes de que vieras presumir a las otras.

¿Explicármelo? Por algún motivo, aquellas palabras me pusieron a la defensiva. Si las otras iban a presumir de algo, es que se me iba a excluir de algo.

—¿Qué quieres decir? —reaccioné, y me di cuenta de que me estaba mordiendo el brillo de labios recién aplicado.

Maxon me pasó la cajita.

—Te lo aclararé, te lo prometo. Pero antes que nada, esto es para ti.

Cogí la cajita y presioné el botoncito que tenía delante para abrirla. Me daba la impresión de estar aspirando hasta el último gramo de aire de la habitación.

En el interior de la cajita había un impresionante par de pendientes y una pulsera a juego. El conjunto era precioso, con piedras azules y verdes formando un sutil diseño floral.

—Maxon, me encanta, pero no puedo aceptarlo. Es demasiado…, demasiado…

—Al contrario, tienes que aceptarlo. Es un regalo, y es tradición que lo lleves en el Día de las Sentencias.

—¿El qué?

—Silvia os lo explicará todo —dijo él, meneando la cabeza—. El caso es que es tradición que el príncipe le regale a cada miembro de la Élite una joya y que ella la lleve en la ceremonia. Habrá muchos cargos oficiales, y tendrás que ofrecer tu mejor imagen. Y, a diferencia de todas las joyas que has recibido hasta ahora, estas son de verdad y te las puedes quedar.

Sonreí. Estaba claro que no nos iban a dar joyas de verdad a todas. Me pregunté cuántas chicas se habrían llevado las suyas a casa, pensando que, si no habían conseguido a Maxon, al menos sí que se habían llevado algo de dinero en joyas.

—Son preciosas, Maxon. Me encantan. Gracias.

Él levantó un dedo.

—De nada. Y eso es en parte de lo que quería hablar. He escogido los regalos de cada una de vosotras personalmente, y he querido que todos fueran iguales. No obstante, sé que tú prefieres ponerte el collar de tu padre. Estoy seguro de que te resultará más cómodo, en una ceremonia tan grande como la del Día de las Sentencias. Así que, en lugar de los collares de las otras, tú tienes una pulsera.

Me cogió la mano y me la levantó.

—Y veo que aún le tienes cariño a tu botón. Me alegra ver que aún te gusta la pulsera que te traje de Nueva Asia, pero la verdad es que no son adecuados para la ocasión. Pruébate esto y veamos cómo te queda.

Me quité la pulsera de Maxon y la dejé en el borde de la mesilla. Pero el botón de Aspen lo metí en el frasco con el céntimo solitario. Me pareció que era el lugar que debía ocupar.

Volví a girarme y vi que Maxon miraba fijamente el frasco, con una mirada dura en los ojos. No obstante, enseguida sacó la pulsera del estuche. Sus dedos me rozaron la piel y, cuando apartó la mano, casi me quedo sin habla al ver lo bonita que era.

—Esperaba que te gustara. Pero eso es precisamente por lo que tengo que hablar contigo. Me propuse gastar la misma cantidad en cada una de vosotras. Quería ser justo.

Asentí. Me parecía razonable.

—El problema es que tienes unos gustos mucho más sencillos que las otras. Y tienes una pulsera en lugar de un collar. Acabé gastando la mitad en ti que en las demás, y quería que lo supieras antes de que vieras lo que les regalo a ellas. Y quería que supieras que se debe a que deseaba regalarte lo que me parecía que te gustaría más, no por tu casta ni por nada así —se sinceró.

—Gracias, Maxon. No querría que fuera de otro modo —respondí, apoyando una mano en su brazo.

Como siempre, parecía encantado de que le tocara.

—Eso me parecía. Gracias por decirlo. Tenía miedo de herir tus sentimientos.

—En absoluto.

Aquello le hizo sonreír con ganas.

—Por supuesto, para mí es importante ser justo, así que se me había ocurrido una cosa. —Se llevó la mano al bolsillo y sacó un sobre fino—. Quizá querrías enviarles la diferencia a tu familia.

—¿Lo dices en serio? —pregunté, sin poder apartar la mirada del sobre.

—Claro. Quiero ser imparcial, y he pensado que tal vez sería el mejor modo de resolver el problema. Y esperaba que eso te hiciera feliz.

Colocó el sobre en mis manos. Lo cogí, aún sorprendida.

—No tenías que hacerlo.

—Lo sé. Pero a veces es más importante lo que quieres hacer, no lo que tienes que hacer.

Nuestras miradas se cruzaron. Me di cuenta de que hacía muchas cosas por mí solo porque deseaba hacerlas: conseguirme unos pantalones cuando no me estaba permitido llevarlos, traerme una pulsera desde la otra punta del mundo…

Sin duda me quería. ¿No? ¿Y por qué no lo decía?

«Estamos solos, Maxon. Si me lo dices, yo también te lo diré».

Nada.

—No sé cómo darte las gracias, Maxon.

—Me basta con oírtelo decir —dijo él, sonriendo, y se aclaró la garganta—. Siempre me gusta saber cómo te sientes.

Oh, no. Ni hablar. No iba a ser yo la primera que lo dijera.

—Bueno, me siento muy agradecida, como siempre.

Maxon suspiró.

—Me alegro de que te guste —dijo, y bajó la mirada a la alfombra, evidentemente insatisfecho—. Tengo que irme. Aún tengo que darles sus regalos a las otras.

Nos pusimos en pie los dos y le acompañé a la puerta. Antes de irse se giró y me besó en la mano. Se despidió con un gesto de la cabeza y desapareció por el pasillo, en busca de las otras chicas.

Volví a la cama y miré mis regalos. No podía creer que algo tan bonito fuera mío, para siempre. Me juré que, aunque volviera a casa y me quedara sin dinero y nos faltara de todo, nunca vendería aquellas joyas ni me separaría de ellas; tampoco de la pulsera que me había traído de Nueva Asia. Me aferraría a todo aquello pasara lo que pasara.

—El Día de las Sentencias es en realidad algo bastante sencillo —nos explicó Silvia la tarde del día siguiente, mientras nos dirigíamos al Gran Salón—. Es una de esas cosas que suenan mucho más complicadas de lo que son. Se trata de algo más bien simbólico. Será un gran evento. Habrá varios magistrados, por no hablar de la familia real en pleno, y tantas cámaras que no sabréis adónde mirar.

Hasta el momento aquello no parecía nada sencillo. Dimos la vuelta a la esquina y Silvia abrió las puertas del Gran Salón de par en par. En el centro estaba la reina Amberly, dando instrucciones a unos hombres que iban colocando filas de sillas a modo de gradas. En otra esquina, alguien debatía sobre qué alfombra desenrollar, y dos floristas discutían sobre qué flores serían más apropiadas. Aparentemente, no les parecía adecuado mantener la decoración navideña. Estaban pasando tantas cosas a la vez que casi se me había olvidado de que se acercaba la Navidad.

Al fondo del salón estaban instalando un escenario con unas escaleras. En el centro habían situado tres tronos enormes. A nuestra derecha había cuatro pequeñas tarimas con un único asiento en cada una, bonitas pero aisladas. Solo con aquello el salón ya estaba decorado: no me imaginaba qué aspecto tendría una vez que acabaran de colocarlo todo.

—Majestad —saludó Silvia con una reverencia, y todas la imitamos.

La reina se nos acercó, con una sonrisa luminosa en el rostro.

—Hola, señoritas —dijo—. Silvia, ¿hasta dónde les has explicado?

—No mucho, majestad.

—Excelente. Dejadme que os explique vuestra próxima tarea en el proceso de la Selección —dijo, indicándonos que la siguiéramos—. El Día de las Sentencias está pensado como un símbolo de vuestro sometimiento a la ley. Solo una de vosotras se convertirá en princesa, y algún día en reina. La ley marca nuestro modo de vida, y será vuestro deber no solo vivir de acuerdo con ella, sino también defenderla. Y por eso —dijo, deteniéndose para mirarnos a la cara— empezaréis con las sentencias.

»Traerán a un hombre que haya cometido un delito, probablemente un ladrón. Hay casos que merecen latigazos, pero estos hombres serán condenados a penas de cárcel. Y seréis vosotras quienes los condenen.

La reina sonrió al ver nuestras caras de asombro.

—Ya sé que suena duro, pero no lo es. Todos estos hombres han cometido un delito y, en lugar de sufrir un castigo físico, pagarán su deuda con tiempo de reclusión. Ya habéis visto de primera mano lo dolorosa que puede ser una condena de azotes en público. Y los latigazos no son mucho mejor. Les vais a hacer un favor.

Aun así, a mí no me gustaba nada esa idea.

Los que robaban estaban arruinados. Los Doses y los Treses que infringían la ley pagaban sus condenas con dinero. Los pobres pagaban en carne o con tiempo. Recordé a Jemmy, el hermano pequeño de Aspen, apoyado en un bloque de piedra mientras le azotaban hasta arrancarle la piel de la espalda a tiras para cobrarse un puñado de comida que había robado. Aquello era horrible, pero, aun así, era mejor que encerrarlo en una cárcel. Su familia le necesitaba para que trabajara, por joven que fuera, y daba la impresión de que la gente de castas superiores se olvidaba de eso.

Silvia y la reina Amberly nos hicieron repasar la ceremonia una y otra vez hasta que nos aprendimos nuestro papel perfectamente. Yo intenté decir mis frases con la misma gracia que Elise o Kriss, pero no lo conseguía.

No quería mandar a un hombre a la cárcel.

Cuando nos dieron permiso para marcharnos, las otras chicas se dirigieron hacia la puerta, pero yo me fui hacia donde estaba la reina. Estaba acabando de charlar con Silvia. Debía de haber aprovechado aquel tiempo para pensar en algo más elocuente, pero, cuando Silvia se apartó y la reina me atendió, no pude más que rogarle:

—Por favor, no me obligue a hacer esto.

—¿Perdona?

—No tengo ningún problema en acatar la ley, lo juro. Y no intento poner problemas, pero no puedo mandar a un hombre a la cárcel. A mí no me ha hecho nada.

La reina alargó la mano y me tocó el rostro con suavidad.

—Es que sí que te lo ha hecho, cariño. Si llegas a ser princesa, serás la encarnación de la ley. Cada vez que alguien rompe la más pequeña de las normas, te está asestando una puñalada. El único modo de evitar el sangrado es plantar cara a los que ya te han hecho daño para que otros no se atrevan a hacerlo.

—¡Pero yo no soy la princesa! —le imploré—. ¡A mí nadie me está haciendo nada!

Ella sonrió y me miró a los ojos.

—Ahora no eres la princesa —susurró—, pero no me sorprendería que eso cambiara con el tiempo.

La reina Amberly dio un paso atrás y me guiñó el ojo.

Suspiré, cada vez más desesperada.

—Pues que me traigan a otra persona. No a un ladronzuelo de poca monta que probablemente robó algo porque tenía hambre. —El gesto de la reina se volvió rígido—. No quiero decir que esté bien robar. Sé que no lo está. Pero que me traigan a alguien que haya hecho algo realmente malo. Que me traigan a la persona que mató al guardia que consiguió meternos a Maxon y a mí en el refugio la última vez que vinieron los rebeldes. Esa persona debería pasar la vida entre rejas. Y no tendré ningún problema en decirlo. Pero no puedo hacerle esto a un pobre Siete hambriento. No puedo.

Era evidente que quería ser amable conmigo, pero también que no iba a cambiar de idea.

—Permíteme que sea muy directa, Lady America. De todas las chicas, tú eres la que más necesitas esto. La gente te ha visto salir corriendo para detener la ejecución de unos azotes, sugerir que hay que eliminar las castas en la televisión nacional y animar al pueblo a luchar cuando ven amenazadas sus vidas —dijo muy seria—. Yo no digo que todas esas cosas sean malas, pero a la mayoría le ha dado la impresión de que eres una indisciplinada.

Agité las manos, nerviosa, sabiendo que al final iba a tener que participar en el Día de las Sentencias dijera lo que dijera.

—Si quieres quedarte, si te importa Maxon —añadió, e hizo una pausa para que pudiera pensar lo que iba a responder—, es imprescindible que lo hagas. Tienes que demostrar que eres capaz de ser obediente.

—Lo soy. Pero es que no quiero mandar a nadie a la cárcel. Esa no es la función de una princesa. Ya se ocupan los jueces.

La reina Amberly me dio una palmadita en el hombro.

—Puedes hacerlo. Y lo harás. Si quieres a Maxon, tienes que estar perfecta. Estoy segura de que entiendes que hay gente en tu contra.

Asentí.

—Pues hazlo.

Se alejó, dejándome sola en el Gran Salón. Me subí a mi asiento, que prácticamente era un trono, y repasé mis frases en un murmullo. Intenté convencerme de que aquello no era tan importante. La gente que infringía la ley acababa en la cárcel. No era algo tan extraño. Y yo tenía que estar perfecta.

No me quedaba más remedio.