Capítulo 10

O sea, en resumen: ¿más guardias?

—Sí, papá. Muchos más. —Me reí, con el auricular en la mano, aunque la situación no tenía nada de divertida. Pero mi padre tenía la habilidad de hacer que las cosas más duras resultaran livianas.

—Nos quedamos todas. De momento, por lo menos. Y aunque dicen que van a empezar por los Doses, no dejes que nadie se relaje. Advierte a los Turner y a los Canvass de que no bajen la guardia.

—Tranquila, tesoro. Todo el mundo sabe cuidarse. Después de lo que dijiste en el Report, creo que la gente será más valiente de lo que te imaginabas.

—Eso espero. —Bajé la vista y de pronto caí en algo curioso: en aquel mismo momento llevaba unos lujosos zapatos de tacón. Cinco meses antes llevaba unos zapatos planos cochambrosos.

—Me hiciste sentir orgulloso de ti, America. A veces me sorprenden las cosas que dices, pero no sé por qué. Siempre has sido más fuerte de lo que pensabas.

La convicción que tenía su tono de voz me impresionó. No había nadie cuya opinión me importara más en el mundo.

—Gracias, papá.

—Lo digo en serio. No todas las princesas dirían algo así.

—Bueno, papá, es que no soy una princesa —le respondí, levantando la mirada al cielo.

—Es cuestión de tiempo —replicó él, divertido—. Por cierto, ¿cómo está Maxon?

—Bien —dije, jugueteando con el vestido. Se hizo un silencio—. Me gusta mucho, papá.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Y por qué, exactamente?

Me quedé pensando un minuto.

—No estoy muy segura. Pero supongo que, entre otras cosas, es porque me hace sentir que puedo ser yo misma.

—¿Alguna vez te has sentido otra cosa? —bromeó él.

—No, es como si… siempre hubiera tenido muy en cuenta mi número. Incluso cuando llegué a palacio, durante un tiempo se convirtió en una obsesión. ¿Era una Cinco o una Tres? ¿Quería llegar a ser una Uno? Pero ahora no lo tengo presente en absoluto. Y creo que es gracias a él. Mete mucho la pata, tampoco me malinterpretes —añadí, y oí que papá contenía una risita—. Pero cuando estoy con él siento que soy America, no una casta o un proyecto. Ni siquiera lo veo como alguien muy por encima. Es él, sin más, y yo soy yo.

Mi padre guardó silencio un momento.

—Eso está muy bien, cariño.

Hablar de chicos con él me resultaba algo raro, pero era el único en casa capaz de ver a Maxon más como una persona que como un personaje famoso; ninguno de los otros lo entendería.

—Sí. Aunque no todo va perfecto —añadí, en el momento en que Silvia asomaba la cabeza por la puerta—. Siempre tengo la impresión de que hay algo que va mal.

Ella me lanzó una mirada incisiva y articuló «el desayuno» con la boca. Asentí.

—Bueno, eso también está bien. Si todo fuera perfecto, no sería real.

—Intentaré recordar eso. Oye, papá, tengo que irme. Llego tarde.

—Pues venga, vete. Cuídate, cariño, y escríbele a tu hermana.

—Lo haré. Te quiero, papá.

—Yo también te quiero.

Después del desayuno, cuando el resto de las chicas salieron, Maxon y yo nos quedamos un poco más en el comedor. La reina pasó al lado, me guiñó el ojo y yo sentí que me ruborizaba, pero poco después el rey pasó también por allí y su mirada me quitó de pronto el rubor de las mejillas.

Cuando estuvimos solos, Maxon se me acercó y entrecruzó sus dedos con los míos.

—Te preguntaría qué quieres hacer hoy, pero nuestras opciones son bastante limitadas. Nada de tiro con arco, ni de ir de caza, ni de montar a caballo… Nada en el exterior.

Suspiré.

—¿Ni siquiera si nos acompañan unos cuantos guardias?

—Lo siento, America —respondió con una sonrisa triste—. ¿Qué te parece si vemos una película? Podemos ver algo que tenga algún paisaje espectacular.

—No es lo mismo —dije, tirándole del brazo—. Venga, vamos a ver qué podemos hacer.

—Así me gusta —respondió.

Algo en su tono me hizo sentir mejor, como si estuviéramos juntos en aquello. Era algo que hacía tiempo que no sentía.

Salimos al vestíbulo y nos dirigimos a las escaleras que llevaban a la sala de proyecciones cuando oí un repiqueteo en la ventana.

—Está lloviendo —observé, girándome hacia el lugar de donde venía el sonido.

Solté el brazo de Maxon y situé la mano sobre el cristal. En los meses que llevaba en palacio aún no había visto llover, y había acabado por preguntarme si llovería alguna vez. Ahora que lo veía, me daba cuenta de que lo echaba de menos. Echaba de menos el paso de las estaciones, ver cambiar las cosas.

—Es precioso —dije con un suspiro.

Maxon estaba detrás de mí, rodeándome la cintura con el brazo.

—Solo tú podrías encontrar la belleza en algo que otros dirían que les arruina el día.

—Ojalá pudiera tocarla.

—Sé que te gustaría —suspiró—, pero es que no…

Me giré hacia Maxon, para ver qué era lo que le había hecho callar. Miró a un lado y al otro del pasillo, y yo hice lo mismo. Aparte de un par de guardias, estábamos solos.

—Ven —dijo, agarrándome de la mano—. Espero que no nos vean.

Sonreí, preparada para cualquier aventura que se le hubiera ocurrido. Me encantaba cuando Maxon era así. Subimos por las escaleras y llegamos al cuarto piso. Por un momento me puse nerviosa, pensando que me enseñaría algo similar a la biblioteca secreta. Al final aquello no había resultado demasiado bien.

Caminamos hasta el centro de la planta; solo nos encontramos a un guardia, que hacía la ronda. Maxon me condujo a un gran salón y me llevó hasta la pared, donde había una chimenea apagada. Metió la mano dentro del orificio y encontró una palanca oculta. Tiró de ella y se abrió un tabique que daba a otra escalera secreta.

—Dame la mano —dijo, tendiéndome la suya.

Lo hice y le seguí por una escalera en penumbra hasta que llegamos a una puerta. Maxon giró el pomo, la abrió… y nos encontramos una cortina de lluvia.

—¿El tejado? —pregunté, levantando la voz para que me oyera con aquel estruendo.

Él asintió. Había unas paredes a los lados de la entrada, que dejaban un espacio abierto del tamaño de mi dormitorio y por el que podía caminar. No me importaba lo más mínimo que lo único visible fueran las paredes y el cielo. Al menos estaba en el exterior.

Absolutamente fuera de mí, di un paso adelante hasta tocar el agua. Las gotas eran grandes, y el agua, templada, me mojaba el brazo e iba bajando hasta mi vestido. Oí las risas de Maxon, pero enseguida me cogió del brazo y me sacó de debajo del agua. De pronto me di cuenta de que estaba empapada. Di media vuelta y le agarré del brazo; él sonrió, fingiendo que peleaba conmigo. La lluvia nos mojaba a ambos. El cabello le caía sobre los ojos, empapado. Sin dejar de reír, tiró de mí hasta la pared.

—Mira —me dijo al oído.

Me giré, y por primera vez me di cuenta de la vista que había desde allí. Maravillada, contemplé la ciudad que se extendía ante mis ojos. La maraña de calles, la geometría de los edificios, la gama de colores; incluso emborronada por el tono gris de la lluvia, era impresionante. Sentí un enorme apego a todo aquello, como si de algún modo me perteneciera.

—No quiero que los rebeldes se hagan con todo esto, America —dijo, como si me leyera el pensamiento—. No sé el número de bajas exacto, pero estoy seguro de que mi padre me lo oculta. Tiene miedo de que desconvoque la Selección.

—¿Hay modo de descubrir la verdad?

Maxon vaciló.

—Tengo la sensación de que, si pudiera entrar en contacto con August, él me lo podría decir. Podría hacer llegar una carta, pero tengo miedo de exponerme demasiado. Y no sé si podría hacer que volviera a entrar en palacio.

Me quedé pensando.

—¿Y si pudiéramos ponernos en contacto con él?

—¿Y cómo sugieres que lo hagamos? —preguntó Maxon, riéndose.

Me encogí de hombros.

—Ya lo pensaré.

Él se me quedó mirando, callado por un momento.

—Es agradable decir las cosas en voz alta. Yo siempre tengo que vigilar lo que digo. Supongo que aquí arriba tengo la sensación de que nadie puede oírme. Solo tú.

—Entonces aprovecha y di lo que sea.

Él hizo una mueca.

—Solo si tú también lo haces.

—Muy bien —respondí, perfectamente dispuesta a aceptar el reto.

—Bueno, ¿qué querrías saber?

Me aparté el cabello mojado de la frente, pensando en algo importante pero impersonal para empezar:

—¿De verdad no conocías el contenido de los diarios?

—No. Pero me he puesto al día. Mi padre me los ha hecho leer todos. Si August hubiera venido hace dos semanas, habría pensado que mentía en todo, pero ahora ya no. Es sorprendente, America. Con lo que leíste no hiciste más que rascar la superficie. Me gustaría contártelo, pero aún no puedo.

—Lo entiendo.

Me miró fijamente a los ojos y me preguntó:

—¿Cómo se enteraron las chicas de que me quitaste la camisa?

Bajé la mirada al suelo, sin saber muy bien cómo responder.

—Estábamos mirando a los guardias, que estaban entrenando en el exterior. Yo dije que tú tenías tan buen aspecto como cualquiera de ellos. Se me escapó.

Maxon echó la cabeza atrás y se rio.

—Aunque quisiera, no puedo enfadarme por eso.

Sonreí.

—¿Has traído a alguien más aquí arriba?

—A Olivia —dijo, con expresión de tristeza—. Una vez, nada más.

De hecho, cuando lo dijo, lo recordé. La había besado ahí mismo, y ella nos lo había contado.

—Besé a Kriss —confesó, sin mirarme a la cara—. Hace poco. Por primera vez. Supongo que tienes derecho a saberlo.

Me miró, y yo asentí. Si no le hubiera visto con mis propios ojos, si me hubiera enterado en aquel mismo momento, quizá me hubiera venido abajo. Y aunque ya lo sabía, me dolió oírlo de su boca.

—Odio tener que quedar contigo así —dije, toqueteándome un extremo del vestido, que estaba empapado de agua.

—Lo sé. Pero las cosas son como son.

—Eso no quiere decir que sea justo.

Se rio.

—¿Desde cuándo ha habido algo en nuestras vidas que sea justo?

Debía reconocer que tenía razón.

—Se supone que no debería decírtelo… y, si me descubres, será peor aún, estoy segura, pero… Tu padre me ha estado diciendo cosas. Y también ha retirado la paga a mi familia. Ninguna de las otras chicas la recibe, así que supongo que quedaba mal.

—Lo siento —dijo, y paseó la mirada por la ciudad. De pronto me distrajo su camisa, que se le estaba pegando al pecho—. Eso no creo que pueda arreglarlo, America.

—No tienes que hacerlo. Solo quería que lo supieras. No me importa demasiado.

—Para él eres demasiado dura. No te comprende. —Maxon buscó mi mano, y yo dejé que me la cogiera.

Intenté pensar en qué más quería saber, pero las cosas que despertaban mi curiosidad tenían que ver con las otras chicas, y no quería incordiarle con aquello. Estaba segura de que, llegados a aquel punto, podía acercarme a la verdad bastante por mí misma. Y no quería arruinar aquel momento.

Maxon se me quedó mirando la muñeca.

—¿Quieres…? —Levantó la vista y me dio la impresión de que se lo pensaba una segunda vez—. ¿Quieres bailar?

Asentí.

—Pero se me da fatal.

—Iremos despacio.

Maxon me rodeó la cintura con la mano y me situó a su lado. Puse mi mano en la suya y con la otra me recogí el vestido, que estaba empapado. Él empezó a balancearse, sin moverse apenas. Apoyé la mejilla en su pecho, y él, la barbilla en mi cabeza. Y nos movimos al ritmo de la música de la lluvia.

Me apretó con algo más de fuerza. En ese momento, sentí como si todo lo malo se borrara y volviéramos al origen de nuestra relación. Éramos amigos que se habían dado cuenta de que no querían estar el uno sin el otro. Éramos polos opuestos en muchos sentidos, pero también muy parecidos. No podía decir que nuestra relación fuera cosa del destino, pero sí que sentía que era lo más grande que me había pasado nunca.

Levanté la mirada y apoyé una mano en su mejilla, haciendo que se acercara para darle un beso. Sus labios, húmedos, se fundieron con los míos en una caricia ardiente. Sentí sus dos manos en mi espalda, agarrándome como si fuera a caerse hacia atrás. La lluvia seguía repiqueteando en el tejado, pero nosotros no oíamos más que el silencio. Era como si nada me bastara. Quería más de él, todo su espacio, todo su tiempo.

Después de aquellos meses intentando decidir qué era realmente lo que deseaba y lo que esperaba, en aquel momento —que Maxon había creado para los dos—, me di cuenta de que nunca acabaría de entenderme a mí misma. Lo único que podía hacer era seguir adelante y esperar que, cualquiera que fuera el rumbo que tomaran las cosas, de algún modo encontráramos la manera de estar juntos.

Y teníamos que hacerlo. Porque…, porque…

Por mucho que hubiera tardado en llegar aquel momento, había llegado de golpe.

Quería a Maxon. Por primera vez estaba convencida de ello. No estaba manteniendo las distancias, agarrándome a Aspen y a todo lo que habría podido ser. No estaba tanteando el cariño de Maxon mientras dejaba una puerta abierta por si me fallaba. Simplemente me dejaba llevar.

Le quería.

No habría podido decir por qué estaba tan convencida, pero lo sabía, con tanta seguridad como sabía mi nombre, el color del cielo o cualquier hecho escrito en un libro.

¿Lo sentía él también?

Maxon puso fin al beso y me miró.

—Estás preciosa cuando estás hecha un asco.

Solté una risita nerviosa.

—Gracias. Por eso, por la lluvia y por no rendirte.

Él pasó los dedos por mi mejilla, mi nariz y mi barbilla.

—Valía la pena. No sé si eres consciente, pero para mí valía la pena.

Sentí como si el corazón estuviera a punto de estallarme. Era como si quisiera que el mundo se acabara aquel mismo día. Mi vida había tomado una nueva dirección. El único modo de sobrellevar aquel vértigo era que aquello, por fin, fuera real. Estaba segura de que llegaría el momento. Tenía que llegar. Muy pronto.

Maxon me besó en la punta de la nariz.

—Vamos a secarnos y a ver una película.

—De acuerdo.

Recogí con todo cuidado mi amor por Maxon y lo guardé en mi corazón, algo asustada de lo que sentía. Con el tiempo tendría que hacerlo público, pero de momento era un secreto. Intenté escurrir el vestido en el umbral de la puerta, pero no había modo. Iba a dejar un pequeño rastro de agua hasta mi habitación.

—Yo voto por una comedia —dije, mientras bajábamos las escaleras.

Maxon iba delante; yo, detrás.

—Yo voto por una de acción.

—Bueno, acabas de decir que valgo la pena, así que creo que esta vez gano yo.

Maxon se rio.

—Bien jugado.

Aún se sonreía cuando empujó el panel que nos llevaba de vuelta al salón de la chimenea, pero un segundo más tarde se quedó de piedra.

Miré por encima de su hombro y vi al rey Clarkson allí de pie, enfadado como nunca.

—Supongo que ha sido idea tuya —le dijo a Maxon.

—Sí.

—¿Tienes idea del peligro que has corrido?

—Padre, no hay rebeldes en el tejado, al acecho —replicó él, intentando parecer responsable, pero dando una imagen poco seria con aquellas ropas empapadas.

—Solo hace falta una bala y algo de puntería, Maxon —le dijo su padre, y dejó que las palabras surtieran su efecto—. Sabes que andamos cortos de personal, con todos los guardias que hemos tenido que enviar a vigilar las casas de las señoritas de la Élite. Y decenas de los que hemos enviado han desertado. Somos vulnerables. —Apartó la mirada de su hijo y la posó en mí—. ¿Y por qué será que últimamente, cuando pasa algo, ella siempre está en medio?

Nos quedamos allí de pie, en silencio, conscientes de que no había nada que pudiéramos decir.

—Límpiate —ordenó el rey—. Tienes trabajo.

—Pero yo…

Solo hizo falta otra mirada para que Maxon tuviera claro que todos sus planes para el día quedaban anulados.

—Muy bien —concedió.

El rey cogió a su hijo del brazo y se lo llevó, dejándome allí.

Maxon se giró y, por encima del hombro, dijo un «Lo siento» sin voz. Le sonreí tímidamente.

No me daba miedo el rey. Ni tampoco los rebeldes. Sabía lo mucho que me importaba Maxon. Estaba segura de que, de algún modo, todo iba a salir bien.