Después de una semana sin mucho que contar al público, el Report iba corto de contenidos. Tras un breve repaso a la visita del rey a Francia, se dejó el programa en manos de Gavril, que en aquel momento entrevistaba a las que quedábamos en la Élite en un tono informal, preguntando sobre cosas que no parecían tener demasiada importancia a aquellas alturas de la competición.
Por otra parte, la última vez que nos habían preguntado acerca de algo importante, yo había sugerido la disolución de las castas, por lo que había estado a punto de que me echaran.
—Lady Celeste, ¿ha visto la suite de la princesa? —preguntó Gavril alegremente.
Me sonreí por dentro, agradecida de que no me hubiera hecho esa misma pregunta a mí. La sonrisa impecable de Celeste se ensanchó aún más, y se echó el cabello sobre el hombro, como jugueteando con él, antes de responder.
—Bueno, Gavril, aún no. Pero desde luego espero ganarme ese privilegio. Por supuesto, el rey Clarkson nos ha proporcionado unas habitaciones preciosas. No puedo imaginarme nada mejor que lo que ya tenemos. Las… camas son tan… —Celeste titubeó un poco al ver a dos guardias que entraban a toda prisa en el estudio.
Nuestros asientos estaban situados de tal modo que pudimos verlos correr hacia el rey, pero Kriss y Elise estaban de espaldas. Ambas se giraron discretamente, pero aquello no les hizo ningún favor.
—Son tan lujosas —añadió, algo desconcentrada—. Más de lo que podríamos haber soñado.
Pero su respuesta ya no importaba. El rey interrumpió el programa y se acercó, cortándola.
—Damas y caballeros, pido disculpas por la interrupción, pero tenemos entre manos un asunto muy urgente —anunció, con un papel en una mano, mientras se alisaba la corbata con la otra, recobrando la compostura—. Desde el nacimiento de nuestro país, las fuerzas rebeldes han sido una lacra para nuestro pueblo. A lo largo de los años, sus ataques al palacio, así como a la población en general, se han vuelto más y más agresivos.
»Parece ser que su depravación ha alcanzado nuevos límites. Como bien sabrán, las cuatro señoritas que quedan en la Selección representan una amplia gama de castas. Tenemos una Dos, una Tres, una Cuatro y una Cinco. Para nosotros es un honor contar con un grupo tan variado, pero eso ha dado un curioso incentivo a los rebeldes.
El rey miró por encima del hombro, en dirección a nosotras, antes de proseguir.
—Estamos preparados para los ataques a palacio. Y cuando los rebeldes atacan a la ciudadanía, intervenimos lo mejor que podemos. Y no querría preocuparles si pensara que, como rey, puedo protegerlos, pero… los rebeldes están lanzando ataques discriminatorios por castas.
Las palabras quedaron flotando en el aire. En un gesto casi de compañeras, Celeste y yo nos miramos, confusas.
—Hace mucho tiempo que se han propuesto acabar con la monarquía. Los recientes ataques a las familias de estas jóvenes han demostrado lo lejos que están dispuestos a llegar. Hemos enviado guardias de palacio para proteger a los seres queridos de las jóvenes de nuestra Élite. Pero ahora eso no basta. Por lo que parece, cualquiera que sea Dos, Tres, Cuatro o Cinco (es decir, de la misma casta que cualquiera de estas señoritas) puede sufrir un ataque de los rebeldes, solo por ello.
Me llevé una mano a la boca. Y Celeste contuvo un gemido.
—A partir de hoy, los rebeldes tienen intención de atacar a los Doses, y luego ir bajando casta a casta —añadió el rey con solemnidad.
Era algo siniestro. Si no conseguían que abandonáramos la Selección por nuestras familias, se proponían conseguirlo haciendo que gran parte del país deseara nuestra renuncia. Cuanto más resistiéramos, más gente nos odiaría por poner en peligro sus vidas.
—Desde luego eso es una noticia terrible, majestad —dijo Gavril, rompiendo el silencio.
El rey asintió.
—Buscaremos una solución, por supuesto. Pero tenemos informes de ocho ataques hoy mismo, en cinco provincias diferentes, todos ellos contra Doses. Ha habido, por lo menos, un muerto.
La mano que se me había quedado paralizada frente a la boca se me fue al corazón. Había muerto gente aquel mismo día, por nuestra culpa.
—De momento —prosiguió el rey—, aconsejamos a los ciudadanos que se mantengan lo más cerca posible de sus casas y que tomen todas las medidas de seguridad posibles.
—Excelente consejo, majestad —dijo Gavril, que luego se giró hacia nosotras—. Señoritas, ¿algo que quieran añadir?
Elise apenas pudo menear la cabeza.
Kriss respiró hondo y tomó aire.
—Sé que están atacando a Doses y Treses, pero nuestras casas suelen ser más seguras que las de las castas inferiores. Si pueden acoger en casa a alguna familia de Cuatros o Cincos que conozcan bien, creo que eso sería una buena idea.
Celeste asintió.
—Protéjanse. Hagan lo que dice el rey.
Se giró hacia mí. Tenía que decir algo. Cuando estaba en el Report y me sentía algo perdida, solía mirar a Maxon, como si él pudiera darme consejo sin abrir la boca. Acostumbrada a hacerlo, busqué su mirada. Pero lo único que vi fue su cabello rubio, pues tenía la cabeza gacha. Del rostro solo se le veía la frente. Tenía el ceño fruncido.
Por supuesto, estaba preocupado por su pueblo. Pero no se trataba solo de proteger a sus ciudadanos. Sabía que quizá nos fuéramos.
¿Y no debíamos hacerlo, acaso? ¿Cuántos Cincos iban a perder la vida para que yo mantuviera mi posición privilegiada en el estudio de televisión del palacio?
Pero ¿por qué iba yo —o cualquiera de las otras chicas— a echarme ese peso sobre mis espaldas? No éramos nosotras las que estábamos atentando contra sus vidas. Recordé todo lo que August y Georgia nos habían dicho. Solo podíamos hacer una cosa.
—Hay que luchar —dije, sin dirigirme a nadie en particular. Luego, recordando quién era, me giré hacia la cámara—. Luchad. Los rebeldes abusan de su poder. Intentan asustaros para que hagáis lo que quieren. Y, si lo hacéis, ¿qué pasará? ¿Qué tipo de futuro creéis que os ofrecerán? Esa gente, esos tiranos, no van a dejar la violencia así como así, de pronto. Si les dais poder, será mil veces peor. Así que tenéis que luchar. Como podáis, pero luchad.
Sentí la sangre bombeándome en las venas y la adrenalina que me recorría el cuerpo. Ya no podía más. Nos tenían a todos aterrorizados, habían hecho de nuestras familias sus víctimas. Si hubiera tenido a uno de aquellos rebeldes sureños delante, no habría salido corriendo.
Gavril volvió a hablar, pero yo estaba tan furiosa que lo único que oía era el latido de mis venas en las sienes. Antes de que me diera cuenta, las cámaras ya estaban apagadas y las luces perdían intensidad.
Maxon se dirigió a su padre y le susurró algo al oído, pero este respondió negando con la cabeza.
Las chicas se pusieron en pie y se dispusieron a marcharse.
—Id directamente a vuestras habitaciones —dijo Maxon, con voz amable—. Os llevarán allí la cena. Pasaré a veros más tarde.
Al pasar junto a ellos, el rey me puso un dedo sobre el brazo y, solo con aquel gesto, supe que quería que me parara.
—Eso no ha sido muy inteligente —dijo.
Me encogí de hombros.
—Lo que estamos haciendo hasta ahora no funciona. Si seguimos así, dentro de poco no tendrá un pueblo al que gobernar.
Me despidió con un gesto de la mano, harto de mí una vez más.
Maxon llamó a mi puerta suavemente y entró. Yo ya estaba en bata, leyendo en la cama. Empezaba a preguntarme si se presentaría o no.
—Es tardísimo —susurré, aunque allí no había nadie a quien pudiéramos molestar.
—Lo sé. He tenido que hablar con las otras tres. Ha sido agotador. Elise estaba muy agitada. Se siente especialmente culpable. No me sorprendería que se marchara dentro de uno o dos días.
Aunque ya me había dicho más de una vez el poco interés que tenía por ella, me daba cuenta de que aquello le dolía. Encogí las piernas y me las agarré junto al pecho para que pudiera sentarse.
—¿Y Kriss y Celeste?
—Kriss es de un optimismo que raya la inocencia. Está segura de que la gente irá con cuidado y se protegerá. Yo no veo cómo van a hacerlo, si no pueden saber cuándo o dónde atacarán los rebeldes. Están por todo el país. Pero tiene esperanza. Ya sabes cómo es.
—Sí.
Suspiró.
—Celeste está bien. Estará preocupada, por supuesto; pero tal como señaló Kriss, los Doses son los que menos riesgos corren con todo esto. ¡Además, se muestra siempre tan segura! —Se rio, mirando al suelo—. Lo que más parecía preocuparle es que a mí me pudiera parecer mal que se quedara. Como si pudiera echarle en cara que decidiera permanecer aquí en lugar de irse a casa.
Suspiré.
—Sí, tiene sentido. ¿Querrías una esposa que no se preocupa cuando sus súbditos están amenazados?
Maxon me miró.
—Estás preocupada. Pero eres demasiado lista como para preocuparte del mismo modo que lo hacen las demás —dijo, sacudiendo la cabeza y sonriendo—. Aún no puedo creerme que les dijeras que lucharan.
Me encogí de hombros.
—Creo que ya está bien de dejarse amedrentar.
—Tienes toda la razón. Y no sé si eso asustará a los rebeldes o los animará aún más, pero no hay duda de que has cambiado las reglas del juego.
—Yo no llamaría juego al ataque de un grupo de gente que intenta matar indiscriminadamente a la población —aduje, ladeando la cabeza.
—¡No, no! No se me ocurre una palabra lo bastante dura como para definir algo así. Yo me refería a la Selección —dijo. Me lo quedé mirando—. Para bien o para mal, el público hoy ha visto realmente cómo eres. Han visto a la chica que salva a sus doncellas y que planta cara hasta al rey, si cree que tiene razón. Supongo que ahora todo el mundo verá de otro modo tus esfuerzos por salvar a Marlee. Antes de esto, no eras más que la chica que me había gritado nada más conocernos. Hoy te has convertido en la chica que no teme a los rebeldes. Su opinión sobre ti habrá cambiado.
Meneé la cabeza.
—No era eso lo que yo buscaba.
—Lo sé. Con todos los planes que estaba haciendo para mostrarle a la gente quién eres, al final resulta que tú se lo enseñas en un impulso. Típico de ti —dijo, con una mirada de asombro, como si fuera algo que hubiera debido esperarse—. En cualquier caso, creo que lo que dijiste estuvo bien. Ya es hora de que dejemos de escondernos y hagamos algo más.
Bajé la mirada y la fijé en mi colcha, resiguiendo las costuras con el dedo. Estaba contenta de que le pareciera bien, pero su forma de decirlo (como si estuviera definiendo una más de mis pequeñas manías) me pareció demasiado íntima y personal dadas las circunstancias.
—Estoy cansado de discutir contigo, America —dijo, con voz suave. Levanté la vista y vi en sus ojos que hablaba con sinceridad—. Me gusta que estemos en desacuerdo (de hecho, es una de las cosas que más me gustan de ti), pero no quiero discutir más. A veces me sale el temperamento de mi padre. Lo intento reprimir, pero ahí está. ¡Y tú…! —dijo, riéndose—. ¡Cuando estás disgustada, eres un vendaval!
Sacudió la cabeza, probablemente recordando una docena de situaciones que yo también recordaba. La patada en la entrepierna, toda aquella historia de las castas, el puñetazo en el labio a Celeste cuando habló de Marlee… Yo nunca me había considerado una persona temperamental, pero quizá sí lo fuera. Ambos sonreímos. Me resultaba raro pensar en todas aquellas situaciones a la vez.
—Miro a las demás e intento ser justo. A veces me siento incómodo al darme cuenta de las cosas que siento. Pero quiero que sepas que también te miro a ti. A estas alturas ya sabes que no puedo evitarlo —dijo, encogiéndose de hombros, como un niño avergonzado.
Me habría gustado encontrar las palabras correctas, que supiera que yo aún quería que me considerara. Pero no encontraba nada que sonara bien, así que me limité a cogerle la mano. Nos quedamos allí, sentados, mirándonos las manos. Él jugueteaba con mis dos pulseras, muy concentrado, y me frotó el dorso de la mano con el pulgar un buen rato. Aquel momento de paz, solos los dos, sin tener que hacer ni decir nada, resultaba muy agradable.
—¿Por qué no pasamos el día juntos mañana? —propuso.
Sonreí.
—Me encantaría.