Me dirigí a mi habitación a toda prisa, pero Aspen fue más rápido. Aquello no debería haberme sorprendido. Se conocía el palacio tan a fondo que probablemente aquello no le suponía ningún esfuerzo.
—¡Eh! —le saludé, no muy segura de qué decir.
Enseguida me abrazó y luego se apartó.
—Esa es mi chica.
—¿Ah, sí? —dije yo, sonriendo.
—Los has puesto en su sitio, Mer. —Arriesgando la vida, Aspen me pasó un pulgar por la mejilla—. Mereces ser feliz. Todos lo merecemos.
—Gracias.
Sonrió y dejó caer la mano, movió la pulsera que Maxon me había traído de Nueva Asia y buscó más allá, hasta tocar la que me había hecho yo con un botón que me había dado. Sus ojos se entristecieron al mirar nuestra pequeña prenda.
—Un día de estos hablaremos. De verdad. Tenemos que resolver muchas cosas.
Dicho aquello, siguió pasillo abajo. Suspiré y me llevé las manos a la cara. ¿Se habría tomado aquella reacción mía como un rechazo definitivo a Maxon? ¿Pensaría que quería que volviéramos a arreglar las cosas?
Por otra parte…, ¿no acababa de rechazar a Maxon?
¿No pensaba apenas un día antes que no quería perder a Aspen?
Y, si era así, ¿por qué me parecía que todo estaba yendo tan mal?
En la Sala de las Mujeres se respiraba un ambiente horrible. La reina Amberly estaba sentada, escribiendo cartas; de vez en cuando levantaba la vista para mirarnos a las cuatro. Desde lo del día anterior, todas intentábamos evitar hacer cualquier cosa que requiriera que nos relacionáramos entre nosotras. Celeste se había aposentado en un sofá con un montón de revistas. En un movimiento muy inteligente, Kriss había cogido su diario y se había puesto a escribir en él, situándose cerca de la reina una vez más. ¿Por qué no se me habría ocurrido hacerlo a mí? Elise había sacado una colección de lápices y estaba dibujando algo junto a la ventana. Yo estaba en una gran butaca cerca de la puerta, leyendo un libro.
Tal como estábamos situadas, no teníamos siquiera que establecer contacto visual.
Intenté concentrarme en las palabras que tenía delante, pero no podía evitar pensar a quién querrían como princesa los norteños si no conseguían que fuera yo. Celeste era muy popular, y sería fácil conseguir que la gente le hiciera caso. Me pregunté si eran conscientes de lo manipuladora que podía llegar a ser. Si sabían cosas de mí, quizá también supieran eso. ¿Habría cosas de Celeste que yo desconocía?
Kriss tenía un carácter dulce y, según la última encuesta, era una de las favoritas del público. No procedía de una familia muy noble, pero tenía más de princesa que ninguna de las otras, un aire especial. Tal vez aquel fuera su gran atractivo: no era perfecta, pero resultaba encantadora. En ocasiones, hasta yo querría darle mi apoyo.
De la que menos sospechas tenía era de Elise. Había admitido que no quería a Maxon y que estaba allí por su sentido del deber. Suponía que, cuando hablaba del deber, quería decir para con su familia o su tierra de origen, Nueva Asia, no para con los rebeldes norteños. Aparte de eso, era de lo más estoica y tranquila. No tenía nada de rebelde.
Y eso era lo que de pronto me hizo pensar que quizá fuera su favorita. Parecía la menos dispuesta a competir, y no había tenido problemas en admitir su indiferencia hacia Maxon. Quizá no necesitara ni proponérselo, porque contaba con un montón de seguidores dispuestos a apoyarla hasta que consiguiera la corona.
—Ya está bien —dijo la reina de pronto—. Venid todas aquí —ordenó. Apartó su mesilla y todas nos acercamos, nerviosas—. Aquí pasa algo. ¿Qué es?
Nos miramos; ninguna quería decirlo. Por fin, la siempre impecable Kriss habló por todas:
—Alteza, acabamos de darnos cuenta de lo intensa que es esta competición. Ahora somos algo más conscientes de cuál es nuestra posición con respecto al príncipe, y nos cuesta asimilarlo: ahora mismo no tenemos muchas ganas de charlar entre nosotras.
La reina asintió, comprensiva.
—¿Con qué frecuencia pensáis todas vosotras en Natalie? —preguntó.
Natalie se había marchado apenas una semana atrás. Yo pensaba en ella casi cada día. También pensaba en Marlee constantemente, y también, de vez en cuando, en alguna de las otras chicas.
—Siempre —respondió Elise, con voz queda—. ¡Era tan alegre! —dijo, con una sonrisa en los labios. Siempre me había parecido que Natalie ponía nerviosa a Elise, porque esta era muy reservada, mientras que Natalie tenía un carácter expansivo. Pero quizá fuera uno de esos casos en los que los polos opuestos se atraen.
—A veces nos reíamos por las cosas más tontas —añadió—. Su risa era contagiosa.
—Exacto —replicó la reina—. Yo he estado en vuestra posición. Sé lo difícil que es. Analizáis todos vuestros movimientos y todos los de él. Le dais vueltas a cada conversación, intentando leer entre líneas. Resulta agotador.
Era como si nos quitara un peso de encima. Alguien nos entendía.
—Pero tenéis que saber que, por grande que sea la tensión que hay ahora entre vosotras, os va a doler cada vez que una se vaya. Nadie entenderá nunca esta experiencia como las otras chicas que han pasado por ella, especialmente las de la Élite. Puede que os peleéis, pero también lo hacen las hermanas. Estas chicas —dijo, señalándonos una tras otra— son a las que llamaréis casi cada día durante el primer año, cuando estéis aterradas ante la posibilidad de cometer un error y busquéis apoyo. Cuando celebréis fiestas, serán los nombres que pondréis en lo más alto de vuestra lista de invitados, justo por debajo de los nombres de vuestros familiares. Porque eso es lo que sois ahora. Nunca perderéis esta relación.
Nos miramos entre nosotras. Si yo acababa siendo princesa y me encontraba con algún problema en el que necesitara una perspectiva racional, llamaría en primer lugar a Elise. Si me peleara con Maxon, Kriss me recordaría todo lo bueno de él. Y Celeste…, bueno, no estaba tan segura, pero si alguien iba a aconsejarme que me endureciera ante la adversidad, seguro que sería ella.
—Así que tomaos vuestro tiempo —prosiguió—. Acostumbraos a lo que sois. Y relajaos. No sois vosotras quienes le escogéis; es él quien os escoge a vosotras. No tiene ningún sentido que os odiéis unas a otras por eso.
—¿Sabe usted quién le gusta más? —preguntó Celeste. Por primera vez la oí preocupada.
—No lo sé —confesó la reina—. A veces me parece que lo intuyo, pero no pretendo leerle la mente. Sé a quién escogería el rey, pero eso es todo.
—¿Y a quién escogería usted? —pregunté yo, y al momento me maldije por ser tan brusca.
Ella esbozó una sonrisa amable.
—La verdad es que no quiero pensar en ello. Me partiría el corazón empezar a querer a una de vosotras como a una hija y luego perderla. No podría soportarlo.
Bajé la vista, sin saber muy bien si aquellas palabras suponían un alivio o no.
—Os diré que me alegraré de dar la bienvenida a cualquiera de vosotras a mi familia. —Levantó la vista y se tomó su tiempo para mirarnos a todas a los ojos, una tras otra—. Pero de momento hay que pensar en el trabajo que tenemos que hacer.
Nos quedamos allí en silencio, asimilando sus sabias palabras. Nunca me había parado a pensar en las competidoras de la última Selección, a buscar sus fotos ni nada así. Me sonaban un puñado de nombres, en gran parte porque las mujeres mayores hablaban de ellas en las fiestas en las que yo cantaba. Aquello nunca me había parecido importante; ya teníamos una reina, y la posibilidad de convertirme en princesa no se me había pasado por la cabeza, ni siquiera de niña. Pero ahora me preguntaba cuántas de las mujeres que venían a visitar a la reina o de las que habían asistido a la fiesta de Halloween habían sido sus rivales en el pasado, para convertirse después en sus mejores amigas.
Celeste fue la primera en moverse. Fue de nuevo hacia el sofá. No parecía que las palabras de la reina Amberly le hubieran hecho mucha mella. Por algún motivo, aquello fue para mí la gota que colmó el vaso. Todo lo que había pasado los últimos días se me vino encima de pronto. Sentí que estaba a punto de venirme abajo.
Me disculpé con una reverencia.
—Con permiso —murmuré, y me dirigí a la puerta. No tenía un plan. No sabía si ir al baño un minuto, o si esconderme en una de las numerosas salas de la planta baja. Quizá lo mejor fuera volver a mi habitación y dejar salir las lágrimas.
Por desgracia, parecía que el destino se ponía en mi contra. Nada más salir de la Sala de las Mujeres, me encontré a Maxon caminando arriba y abajo, como si estuviera buscando la solución a un acertijo. Antes de que pudiera esconderme, me vio. De todo lo que habría querido hacer en aquel momento, aquello era sin duda lo último de la lista.
—No sabía si entrar a pedirte que salieras —me dijo.
—¿Qué necesitas?
Se quedó ahí, intentando reunir el valor para decir algo que evidentemente le estaba volviendo loco:
—¿Así que hay una chica que me quiere desesperadamente?
Yo me crucé de brazos. Después de lo que había ocurrido los últimos días, debía de haber visto venir aquel cambio en él.
—Sí.
—¿Una? ¿No dos?
Me lo quedé mirando, casi molesta al ver que necesitaba que se lo explicara. «¿Es que no sabes ya lo que siento yo? —habría querido gritar—. ¿Es que no recuerdas lo del refugio?».
Pero la verdad era que yo también necesitaba que me diera confianza. ¿Qué me había pasado para que de pronto me sintiera tan insegura?
El rey. Sus insinuaciones sobre lo que habían hecho las otras chicas, su forma de alabar los méritos de las otras había hecho que me sintiera poca cosa. Y a aquello se sumaban mis meteduras de pata con Maxon durante la semana. Desde luego, lo único en el mundo que podría habernos unido era la Selección, pero, aun así, parecía que, cuanto más avanzaba, menos segura me sentía.
—Me dijiste que no confiabas en mí —dije—. El otro día te divertiste humillándome, y ayer básicamente dijiste que te avergonzaba. Y, apenas hace unas horas, cuando te han sugerido que te casaras conmigo, te has puesto hecho una furia. Perdóname si ahora mismo no me siento tan segura de nuestra relación.
—Te olvidas de que esto es algo que no he hecho nunca, America —se defendió, con vehemencia pero sin rabia—. Tú tienes a alguien con quien compararme. Yo ni siquiera sé cómo es una relación típica, y solo voy a tener una oportunidad. Tú al menos has tenido dos. Es inevitable que cometa errores.
—A mí los errores no me importan —repliqué—. Me importa la incertidumbre. La mitad del tiempo no sé siquiera en qué punto estamos.
Calló por un momento. Me di cuenta de que había dado en la diana. Habíamos dado a entender muchas cosas, pero no podíamos seguir así mucho tiempo. Aunque acabáramos juntos, aquellos momentos de inseguridad serían algo que siempre nos perseguiría.
—Estamos siempre igual. —Suspiré, agotada de aquel juego—. Nos acercamos el uno al otro, pero de pronto pasa algo y nos distanciamos, y no parece que acabes de decidirte. Si me quieres tanto como siempre has dicho, ¿por qué seguimos con esto?
Aunque le había acusado de no quererme en absoluto, su frustración se convirtió en tristeza al momento:
—Porque la mitad del tiempo estaba convencido de que querías a otra persona, y la otra mitad he dudado de que pudieras llegar a quererme —respondió.
Me sentí fatal.
—¡Como si yo no hubiera tenido motivos para dudar! ¡Has tratado a Kriss como si fuera lo mejor del mundo, y luego te pillo con Celeste…!
—Eso ya te lo he explicado.
—Sí, pero, aun así, me duele.
—Bueno, a mí me duele ver lo rápido que has tirado la toalla. ¿A qué venía eso?
De pronto me quedé en silencio.
—¿Eso qué significa?
Me encogí de hombros.
—Aquí hay otras tres chicas. Si tan preocupado estás de no errar el tiro, puede que prefieras no jugártela conmigo y asegurar la jugada.
Me alejé de allí, enfadada con Maxon por hacerme sentir así… y furiosa conmigo misma por empeorar aún más las cosas.