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Smith abrió la puerta del despacho acompañado de Ralph Barry y de Robert Brown.

—Señor…

—¡Ah, ya estáis aquí! Pasad.

Una vez cerrada la puerta y cada uno con un whisky en la mano, Dukais les entregó una fotocopia del informe.

—Quiero el original —pidió Robert Brown.

—Naturalmente, es tuyo: tú pagas. Además, ese tío tiene talento contando lo que pasa. Es el primer informe que me ha entretenido leerlo.

—¿Y bien? —preguntó Brown.

—¿Y bien qué?

—Cómo están las cosas, pues al parecer no han encontrado nada. Vamos, que la maldita Biblia de Barro no aparece, aunque han rescatado unos cuantos montones de tablillas cuyo valor vosotros sabréis.

—¿Nadie sospecha de él?

—Un tal Ayed Sahadi, el capataz. El croata cree que es algo más que un capataz. Será un hombre de Tannenberg encargado de cuidar a su nieta.

—Tannenberg habrá colocado hombres por todas partes —apuntó Ralph Barry.

—Sí, así es —asintió Dukais—, pero éste, por lo que parece, es especial. Yasir nos lo confirmará.

—Ha sido un acierto contar con Yasir —afirmó Robert Brown.

—Alfred le ofendió de tal manera que Yasir se siente liberado de su compromiso con él.

—No te engañes con Alfred; él sabe que Yasir le traicionará y seguro que le está vigilando. Alfred es más listo que Yasir y también que tú —dijo con petulancia Brown.

—No me digas —respondió irritado Dukais.

—No os iréis a pelear… —intervino Ralph Barry.

—Yasir tiene al menos una docena de hombres infiltrados en el equipo arqueológico, además del contacto directo del croata —continuó Dukais como si no hubiese pasado nada—; si ese Ayed Sahadi es más de lo que parece, lo sabrá.

Cuando Robert Brown salió del despacho de Dukais, le pidió a su chófer que le llevara a casa de George Wagner. Debía entregarle personalmente el informe del croata y aguardar instrucciones, si es que se las daba. Con su Mentor nunca sabía a qué atenerse; era frío como el hielo, aunque la ira se le reflejaba en el iris de acero de los ojos. Y cuando eso sucedía, Robert Brown temblaba.