EPÍLOGO

Ha pasado casi medio siglo desde que John Kennedy fue asesinado en Dallas, pero dos preguntas siguen pendientes: ¿fue de verdad Lee Oswald quien apretó el gatillo y, en caso de serlo, actuó solo? Nada de lo que he escrito en 22/11/63 ofrecerá respuestas a esas preguntas, porque el viaje en el tiempo solo es una interesante ficción. Pero si usted, como yo, siente curiosidad por saber por qué permanecen aún esos interrogantes, creo que puedo darle una respuesta satisfactoria en dos palabras: Karen Carlin. No solo una nota a pie de página de la historia, sino la nota de una nota. Y aun así…

Jack Ruby tenía un local de striptease en Dallas llamado el Carousel Club. Carlin, cuyo nom du burlesque era Little Lynn, bailaba allí. La noche que siguió al asesinato de Kennedy, Ruby recibió una llamada de la señorita Carlin, a la que faltaban veinticinco dólares para el alquiler de diciembre y necesitaba desesperadamente un préstamo para que no la echaran a la calle. ¿La ayudaría?

Jack Ruby, que tenía otras cosas en la cabeza, le dedicó lo más florido de su vocabulario (a decir verdad, era el único vocabulario que Jack el Chisposo de Dallas parecía tener). Le consternaba que hubiesen asesinado al presidente al que reverenciaba en su ciudad natal, y habló en repetidas ocasiones con amigos y parientes sobre lo terrible que era aquello para la señora Kennedy y sus hijos. Ruby se ponía malo al pensar que Jackie debía regresar a Dallas para el juicio de Oswald. La viuda se convertiría en un espectáculo nacional, decía. Usarían su dolor para vender prensa amarilla.

A menos, por supuesto, que Lee Oswald sufriese un ataque agudo de matarile.

Todos los agentes del Departamento de Policía de Dallas conocían a Jack al menos de vista. El y su «esposa» —era como llamaba a su pequeña dachshund, Sheba— eran visitantes frecuentes de la comisaría. Repartía entradas gratis a sus clubes y, cuando los polis aparecían en ellos, les invitaba a copas. De modo que nadie le prestó especial atención cuando se presentó en la comisaría el sábado 23 de noviembre. Cuando hicieron desfilar a Oswald por delante de la prensa, proclamando su inocencia y luciendo un ojo morado, Ruby estaba presente. Llevaba una pistola (sí, otra .38, en esa ocasión una Colt Cobra) y tenía toda la intención de disparar a Oswald con ella. Pero la sala estaba abarrotada; Ruby se vio relegado al fondo y Oswald se libró.

De modo que Jack Ruby lo dejó correr.

A última hora de la mañana del domingo, fue a la oficina de la Western Union que había a una manzana o así del Departamento de Policía de Dallas y mandó a «Little Lynn» un giro postal de veinticinco dólares. Después se acercó dando un paseo a la comisaría. Presuponía que Oswald ya había sido trasladado a la Cárcel del Condado de Dallas, y le sorprendió ver a una multitud reunida delante del edificio. Había periodistas, furgonetas de las noticias y los curiosos de costumbre. El traslado no había cumplido el calendario previsto.

Ruby llevaba su pistola, y se abrió paso hasta el garaje de la policía. Allí no tuvo ningún problema. Algún que otro poli hasta le saludó, y Ruby correspondió al saludo. Oswald seguía en el piso de arriba. En el último momento había pedido a sus carceleros si podía ponerse un jersey, porque su camisa tenía un agujero. El desvío para recoger el jersey duró menos de tres minutos, pero fueron suficientes; la vida cambia en un instante. Ruby disparó a Oswald en el abdomen. Mientras un montón de policías aterrizaban encima de Jack el Chisposo, este consiguió chillar:

—¡Eh, chicos, que soy Jack Ruby! ¡Todos me conocéis!

El magnicida murió en el hospital Parkland al cabo de poco, sin realizar ninguna declaración. Gracias a una bailarina de striptease que necesitaba veinticinco pavos y a un fanfarrón de pacotilla que quería ponerse un jersey, Oswald no fue juzgado nunca por su crimen y nunca dispuso de una oportunidad real de confesar. Su declaración final sobre su participación en los acontecimientos del 22/11/63 fue: «Soy un cabeza de turco». Los consiguientes debates sobre si había dicho o no la verdad no han cesado nunca.

Al principio de la novela, el amigo de Jack Epping, Al, plantea la probabilidad de que Oswald fuera el único tirador en un noventa y cinco por ciento. Después de leer una pila de libros y artículos sobre el tema casi tan alta como yo, la situaría en un noventa y ocho por ciento, quizá incluso en un noventa y nueve. Porque todas las crónicas, incluidas las escritas por teóricos de la conspiración, cuentan la misma historia americana básica: he aquí a un peligroso canijo sediento de fama que se encontró en el lugar adecuado para tener suerte. ¿Que había muy pocas probabilidades de que pasara tal y como sucedió? Sí. También las hay de ganar la lotería, pero alguien la gana todos los días.

Probablemente, las fuentes más útiles que leí en la preparación para esta novela fueron Case Closed, de Gerald Posner; Legend, de Edward Jay Epstein (una chifladura a lo Robert Ludlum, pero divertida); Oswald: un misterio americano, de Norman Mailer; y Mrs. Paine’s Garage, de Thomas Mallon. El último ofrece un brillante análisis de los teóricos de la conspiración y su necesidad de encontrar orden en lo que fue un suceso casi aleatorio. El Mailer también es excelente. Dice que acometió el proyecto (que incluye extensas entrevistas con rusos que conocieron a Lee y Marina en Minsk) creyendo que Oswald era la víctima de una conspiración, pero al final llegó a convencerse —a regañadientes— de que la vieja y aburrida Comisión Warren tenía razón: Oswald actuó solo.

Es muy, muy difícil que una persona razonable crea otra cosa. La Navaja de Occam: la explicación más sencilla suele ser la correcta.

También me causó una honda impresión —a la vez que me conmovió y afectó— mi relectura de Muerte de un presidente, de William Manchester. Se equivoca de medio a medio acerca de algunas cosas, es dado a arrebatos de prosa grandilocuente (decir que Marina Oswald tenía «ojos de lince», por ejemplo) y su análisis de los motivos de Oswald es superficial a la par que hostil, pero esta obra colosal, publicada solo cuatro años después de aquella terrible hora del almuerzo en Dallas, es la más cercana en el tiempo al asesinato, escrita cuando la mayoría de los participantes seguían vivos y sus recuerdos aún eran vividos. Armado con la aprobación condicional del proyecto por parte de Jacqueline Kennedy, todo el mundo habló con Manchester y, aunque su relato de las secuelas es ampuloso, su crónica de los sucesos del 22-N es heladora y realista, una película de Zapruder en palabras.

Bueno… casi todo el mundo habló con él. Marina Oswald no lo hizo, y el posterior trato inclemente que le dispensó Manchester puede tener algo que ver con eso. Marina (que sigue viva en el momento de escribir estas líneas) tenía la vista puesta en la principal oportunidad que le brindó el acto cobarde de su marido, ¿y quién podría culparla? Quienes deseen leer sus recuerdos completos pueden encontrarlos en Marina and Lee, de Priscilla Johnson McMillan. Confío en muy poco de lo que dice (a menos que lo corroboren otras fuentes), pero saludo —con cierta renuencia, es cierto— su habilidad para la supervivencia.

Originariamente intenté escribir este libro hace mucho, en 1972. Abandoné el proyecto porque la investigación que acarrearía parecía demasiado ardua para un hombre que enseñaba a jornada completa. Había otro motivo: incluso nueve años después del suceso, la herida era demasiado reciente. Me alegro de haber esperado. Cuando por fin decidí seguir adelante, me resultó natural acudir a mi viejo amigo Russ Dorr para que me ayudase con la investigación. Proporcionó un espléndido sistema de apoyo para otro largo libro, La cúpula, y una vez más estuvo a la altura de lo que se le pedía. Escribo este epílogo rodeado de pilas de materiales de investigación, los más valiosos de los cuales son los vídeos que grabó Ross durante nuestros exhaustivos (y extenuantes) viajes en Dallas y la pila de treinta centímetros de emails que llegaron en respuesta a mis preguntas sobre infinidad de temas, desde la Serie Mundial de béisbol de 1958 hasta los dispositivos de escucha de mediados de siglo. Fue Ross quien localizó la casa de Edwin Walker, que resultó hallarse en la ruta del desfile del 22/11 (el pasado armoniza), y fue Ross quien —tras buscar largo y tendido en varios registros de Dallas— encontró la probable dirección en 1963 de ese hombre tan peculiar, George de Mohrenschildt. Y, por cierto, ¿dónde estaba exactamente el señor De Mohrenschildt la noche del 10 de abril de 1963? Probablemente no en el Carousel Club, pero, si tenía una coartada para el intento de asesinato del general, yo no pude encontrarla.

Odio aburrirles con mi discurso de los Oscar —me irritan mucho los escritores que lo hacen—, pero aun así necesito quitarme el sombrero ante una serie de personas más. El Gran Número Uno es Gary Mack, conservador del Museo del Sexto Piso de Dallas. Respondió a millones de preguntas, en ocasiones dos o tres veces antes de que embutiera la información en mi obtusa cabeza. El recorrido por el Depósito de Libros Escolares de Texas fue una siniestra necesidad que él animó con su considerable ingenio y sus enciclopédicos conocimientos.

También doy las gracias a Nicola Longford, director ejecutivo del Museo del Sexto Piso, y a Megan Bryant, directora de Colecciones y Propiedad Intelectual. Brian Collins y Rachel Howell trabajan en el departamento de historia de la Biblioteca Pública de Dallas y me dieron acceso a viejas películas (algunas de ellas bastante graciosas) que muestran el aspecto que tenía la ciudad en los años 1960-63. Susan Richards, investigadora de la Sociedad Histórica de Dallas, también aportó su granito de arena, como hicieron Amy Brumfield, David Reynolds y el personal del hotel Adolphus. Martin Nobles, residente en Dallas de toda la vida, nos hizo de chófer a Ross y a mí por la ciudad. Nos llevó al ahora cerrado pero aún existente cine Texas, donde Oswald fue capturado, a la antigua residencia de Edwin Walker, a Greenville Avenue (no tan sórdida como fue en un tiempo el barrio de los bares y las putas de Fort Worth) y a Mercedes Street, donde ya no existe el 2703. Es cierto que voló en un tornado…, aunque no en 1963. Y me quito el sombrero ante Mike McEachern o «Silent Mike», que donó su nombre con fines benéficos.

Quiero dar las gracias a Doris Kearns Goodwin y a su marido Dick Goodwin, el antiguo ayuda de campo de Kennedy, por ser pacientes con mis preguntas sobre los peores escenarios en caso de que Kennedy hubiera vivido. George Wallace como trigésimo séptimo presidente fue idea de ellos… pero, cuanto más pensaba en ello, más plausible me parecía. Mi hijo, el novelista Joe Hill, señaló varias consecuencias del viaje en el tiempo que no me había planteado. También se le ocurrió un final nuevo y mejor. Joe, eres un fiera.

Y quiero dar las gracias a mi mujer, mi primera lectora por elección y mi más dura y justa crítica. Ferviente partidaria de Kennedy, lo vio en persona no mucho antes de su muerte y nunca lo ha olvidado. Siempre fiel al espíritu de contradicción, Tabitha está (no me sorprende a mí y no debería sorprenderles a ustedes) del lado de los teóricos de la conspiración.

¿Se me han escapado errores? Seguro. ¿He cambiado cosas para adecuarlas al curso de mi narrativa? Claro. Por poner un ejemplo, es verdad que Lee y Marina fueron a una fiesta de bienvenida organizada por George Bouhe a la que asistieron la mayoría de los emigrados rusos de la zona, y es verdad que Lee odiaba y criticaba a aquellos burgueses de clase media que habían dado la espalda a la Madre Rusia, pero la fiesta sucedió tres semanas más tarde de lo que se narra en el libro. Y si bien es cierto que Lee, Marina y la pequeña June vivieron en el piso de arriba del 214 de Neely Oeste Street, no tengo ni idea de quién vivía en el piso de abajo, si es que vivía alguien. Pero ese fue el que visité (pagando veinte dólares por el privilegio), y me pareció una pena no usar la distribución del edificio. Y vaya si era un edificio deprimente.

En general, sin embargo, he sido fiel a la verdad.

Habrá quien me critique por haber sido demasiado duro con la ciudad de Dallas. Siento discrepar. Si acaso, la narración en primera persona de Jack Epping me ha permitido pasarme de blando con ella, por lo menos tal y como era en 1963. El día en que Kennedy aterrizó en Love Field, Dallas era un lugar odioso. Las banderas confederadas se izaban del derecho y las estadounidenses del revés. Algunos espectadores del aeropuerto llevaban carteles que decían ayuda a JFK a aplastar la democracia. Poco antes de aquel día de noviembre, tanto Adlai Stevenson como Lady Bird Johnson fueron sometidos a una lluvia de escupitajos por parte de los votantes de Dallas. Las que escupían a la señora Johnson eran amas de casa de clase media.

Hoy ha mejorado, pero siguen viéndose carteles en Main Street que dicen NO SE PERMITEN PISTOLAS EN EL BAR. Esto es un epílogo, no un editorial, pero tengo opiniones muy claras sobre este tema, sobre todo a la vista del clima político actual del país. Si quieren saber a lo que puede conducir el extremismo político, vean la película de Zapruder. Tomen nota del fotograma 313 en particular, cuando explota la cabeza de Kennedy.

Antes de terminar, quiero dar las gracias a una persona más: el difunto Jack Finney, que fue uno de los grandes cuentacuentos y autores de fantasía de Estados Unidos. Además de Los ladrones de cuerpos, escribió Ahora y siempre, que es, en opinión de este humilde escritor, la gran historia sobre viajes en el tiempo. En un principio pretendía dedicarle este libro, pero en junio del año pasado llegó a nuestra familia una encantadora nietecita, de modo que Zelda se lleva el saludo.

Jack, estoy seguro de que lo entenderías.

Stephen King

Bangor, Maine