CAPÍTULO 26

Durante las once semanas siguientes viví, una vez más, dos vidas. Estaba aquella de la que apenas sabía nada —la vida exterior—, y aquella que conocía demasiado bien. Ésa era la interior, en la que a menudo soñaba con Míster Tarjeta Amarilla.

En la vida exterior, la señora del andador (Alberta Hitchinson; Sadie la localizó y le compró un ramo de flores) se plantó sobre mí en la acera y gritó hasta que un vecino salió, vio la situación y llamó a la ambulancia que me llevó al hospital Parkland. El médico que me atendió allí fue Malcolm Perry, que más adelante se ocuparía tanto de John F. Kennedy como de Lee Harvey Oswald mientras agonizaban. Conmigo tuvo mejor suerte, aunque por poco.

Tenía rotos varios dientes, la nariz, un pómulo y la rodilla y el brazo izquierdos, además de varios dedos dislocados y lesiones abdominales. También había sufrido daños en el cerebro, que era lo que más preocupaba a Perry.

Me contaron que desperté y aullé cuando me palparon la barriga, pero no recuerdo nada. Me pusieron un catéter y de inmediato empecé a orinar lo que los comentaristas de boxeo hubiesen llamado «el clarete». Mis constantes vitales al principio eran estables, pero luego empezaron a decaer. Miraron mi grupo sanguíneo, hicieron la prueba cruzada y me transfundieron cuatro unidades de sangre sana…, la cual, como me explicó Sadie más tarde, compensaron centuplicada los residentes de Jodie en una campaña comunitaria de donación de sangre a finales de septiembre. Tuvo que contármelo varias veces, porque no paraba de olvidarlo. Me prepararon para una cirugía abdominal, pero antes me hicieron una consulta neurológica y una punción lumbar: no existen ni TACS ni resonancias magnéticas en la Tierra de Antaño.

También me cuentan que sostuve una conversación con dos de las enfermeras que me preparaban para la punción. Les expliqué que mi mujer tenía un problema con la bebida. Una de ellas dijo que era una pena y me preguntó cómo se llamaba. Le respondí que era un pez llamado Wanda y me mondé de la risa. Después volví a desmayarme.

Tenía el bazo destrozado. Me lo extirparon.

Mientras aún estaba dormido y mi bazo viajaba adondequiera que vayan los órganos que ya no son útiles pero tampoco absolutamente vitales, me enviaron a la sección de ortopedia. Allí me entablillaron el brazo roto y me enyesaron la pierna. Muchas personas la firmaron en las semanas siguientes. A veces reconocía los nombres; por lo general, no.

Me mantenían sedado, con la cabeza estabilizada y la cama alzada treinta grados exactos. El fenobarbital no era porque estuviera consciente (aunque a veces farfullaba, dijo Sadie) sino porque tenían miedo de que pudiera despertar de repente y hacerme aún más daño. En pocas palabras, Perry y los demás médicos (Ellerton también pasaba con regularidad para comprobar mis progresos) trataban mi baqueteada sesera como una bomba a punto de explotar.

Aun a día de hoy no estoy del todo seguro de qué son el hematocrito y la hemoglobina, pero los míos empezaron a recuperarse y eso complació a todo el mundo. Me hicieron otra punción lumbar al cabo de tres días. Ésa reveló muestras de sangre vieja y, en lo tocante a punciones lumbares, viejo es mejor que nuevo. Indicó que había padecido un traumatismo cerebral de consideración, pero que podían abstenerse de trepanarme el cráneo, una intervención arriesgada dadas todas las batallas que mi cuerpo estaba librando en otros frentes.

Pero el pasado es obstinado y se protege de los cambios. Cinco días después de que me ingresaran, la carne que rodeaba la incisión de la esplenectomía empezó a ponerse roja y caliente. Al día siguiente se reabrió y me dio fiebre. Mi estado, que había bajado de crítico a grave tras la segunda punción lumbar, volvió de golpe a la primera condición. Según mi historia clínica, estaba «sedado por orden del Dr. Perry y con respuesta neurológica mínima».

El 7 de septiembre, desperté por un momento. O eso me contaron. Una mujer, bella a pesar de la cicatriz de su cara, y un anciano con un sombrero de vaquero en el regazo estaban sentados junto a mi cama.

—¿Sabes cómo te llamas? —preguntó la mujer.

—Puddentane —contesté—. Pregunte otra vez y lo mismo le diré.

El señor Jake George Puddentane Epping-Amberson pasó siete semanas en Parkland antes de su traslado a un centro de rehabilitación —una pequeña urbanización para enfermos— en el lado norte de Dallas. Durante esas siete semanas me administraron un goteo de antibióticos para la infección que se había instalado donde antes estaba mi bazo. Reemplazaron la tablilla de mi brazo roto por una larga escayola, que también se llenó de nombres que no conocía. Al poco de mudarme a Eden Fallows, el centro de rehabilitación, di el salto a un pequeño yeso en el brazo. Más o menos por esas fechas, una fisioterapeuta empezó a torturar mi rodilla para devolverle algo que se pareciera a la movilidad. Me dijeron que grité mucho, pero no lo recuerdo.

Malcolm Perry y el resto del personal médico del Parkland me salvaron la vida, de eso no me cabe duda. También me dieron un regalo no intencionado ni deseado que duró hasta bien entrada mi estancia en Eden Fallows. Fue una infección secundaria causada por los antibióticos con los que me atiborraron para derrotar a la infección primaria. Tengo vagos recuerdos de vomitar y de pasar lo que me parecieron días enteros con el culo pegado a una cuña. Recuerdo que en un momento dado pensé: Tengo que ir a la farmacia de Derry a ver al señor Keene. Necesito Kaopectate. Pero ¿quién era el señor Keene y dónde estaba Derry?

Me dieron de alta del hospital cuando empecé a retener la comida de nuevo, pero llevaba casi dos semanas en Eden Fallows para cuando la diarrea cesó. Para entonces se acercaba el final de octubre. Sadie (normalmente recordaba su nombre; a veces se me olvidaba) me llevó una lámpara de papel con forma de calabaza. Ese recuerdo es muy vivido, porque grité al verla. Fueron los gritos de alguien que ha olvidado algo de una importancia vital.

—¿Qué? —preguntó ella—. ¿Qué pasa, cariño? ¿Qué tienes? ¿Es por Kennedy? ¿Algo sobre Kennedy?

¡Va a matarlos a todos con un martillo! —le grité—. ¡La noche de Halloween! ¡Tengo que detenerlo!

—¿A quién? —Asió mis manos agitadas, con cara de miedo—. ¿Detener a quién?

Pero no podía recordarlo, y me dormí. Dormía mucho, y no solo por la lesión de la cabeza, que poco a poco se iba curando. Estaba agotado, era poco más que un fantasma de mi antiguo yo. El día de la paliza pesaba ochenta y cuatro kilos. Para cuando me dieron el alta del hospital y me instalé en Eden Fallows, pesaba sesenta y tres.

Ésa era la vida exterior de Jake Epping, un hombre al que habían propinado una grave paliza y había estado a punto de morir en el hospital. Mi vida interior estaba formada por oscuridad, voces y fogonazos de lucidez que eran como relámpagos: me cegaban con su brillo y desaparecían antes de que pudiera captar nada que no fuera un destello del paisaje gracias a su luz. Estaba perdido casi todo el tiempo, pero de vez en cuando me encontraba.

Me encontraba asado de calor, y una mujer me daba de comer pedacitos de hielo que sabían a gloria. Era LA MUJER DE LA CICATRIZ, que a veces era Sadie.

Me encontraba en el retrete de la esquina de la habitación sin tener ni idea de cómo había llegado allí, soltando lo que parecían litros de mierda líquida ardiente, mientras el costado me picaba y dolía y la rodilla protestaba a gritos. Recuerdo haber deseado que alguien me matara.

Me encontraba intentando levantarme de la cama, porque tenía que hacer algo de una importancia crucial. Me parecía que el mundo entero dependía de que lo hiciera. EL HOMBRE DEL SOMBRERO DE VAQUERO estaba allí. Me sujetaba y me ayudaba a volver a la cama antes de que cayera al suelo.

—Todavía no, hijo —decía—. No estás lo bastante fuerte, ni mucho menos.

Me encontraba hablando —o intentando hablar— con un par de policías de uniforme que habían llegado para hacer preguntas sobre la paliza que había recibido. Uno de ellos llevaba una placa que ponía TIPPIT. Intenté avisarle de que estaba en peligro. Intenté decirle que recordase el 5 de noviembre. Era el mes correcto pero el día equivocado. No recordaba la fecha real y empecé a golpearme la estúpida cabezota por frustración. Los policías se miraron desconcertados. NO-TIPPIT llamó a una enfermera. Ésta acudió con un médico, que me puso una inyección, y me alejé flotando.

Me encontraba escuchando a Sadie mientras me leía, primero Jude el oscuro y luego Tess la de los d’Uberville. Conocía esas historias, y volver a escucharlas resultaba reconfortante. En un momento dado, durante una lectura de Tess, recordé algo.

—Hice que Tessica Caltrop nos dejara en paz.

Sadie alzó la vista.

—¿Quieres decir Jessica? ¿Jessica Caltrop? ¿Eso hiciste? ¿Cómo? ¿Lo recuerdas?

Pero no me acordaba. Se había esfumado.

Me encontraba mirando a Sadie plantada ante mi pequeña ventana, contemplando la lluvia y llorando.

Pero más que nada estaba perdido.

EL HOMBRE DEL SOMBRERO DE VAQUERO era Deke, pero una vez lo tomé por mi abuelo y eso me dio un susto de muerte, porque el abuelo Epping estaba muerto y…

Epping, ese era mi apellido. Agárrate a él, me dije, pero al principio no pude.

Varias veces UNA MUJER MAYOR CON PINTALABIOS ROJO pasó a verme. En ocasiones creía que se llamaba señorita Mimi; otras pensaba que era la señorita Ellie; una vez estuve seguro de que era Irene Ryan, que interpretaba a la abuela Clampett en Los nuevos ricos. Le conté que había tirado mi teléfono móvil a un estanque.

—Ahora duerme con los peces. No veas cómo me gustaría recuperar el puto trasto.

Vino UNA PAREJA JOVEN. Sadie dijo:

—Mira, son Mike y Bobbi Jill.

Yo repliqué:

—Mike Coleslaw.

El JOVEN dijo:

—Casi, señor A. —Sonrió. Una lágrima resbaló por su mejilla cuando lo hizo.

Más tarde, cuando Sadie y Deke iban a Eden Fallows, se sentaban conmigo en el sofá. Sadie me cogía la mano y preguntaba:

—¿Cómo se llama, Jake? Nunca me has dicho su nombre. ¿Cómo podemos detenerlo si no sabemos quién es ni dónde estará?

—Yo lo entretendré —dije. Me esforzaba mucho. Me provocaba dolor en la nuca, pero me esforcé más aún—. Detendré.

—No podrías detener a una chinche sin nuestra ayuda —señaló Deke.

Pero a Sadie la quería demasiado y Deke era demasiado viejo. Ella no tendría que habérselo contado, para empezar. A lo mejor no era tan grave, de todas formas, porque él en realidad no se lo creía.

—Míster Tarjeta Amarilla os parará los pies si os metéis de por medio —dije—. Yo soy el único al que no puede detener.

—¿Quién es Míster Tarjeta Amarilla? —preguntó Sadie, que se inclinó hacia delante y me cogió las manos.

—No me acuerdo, pero no puede detenerme porque no soy de aquí.

Pero me estaba deteniendo. Él o algo. El doctor Perry decía que mi amnesia era superficial y pasajera, y tenía razón… pero hasta cierto punto. Si me esforzaba demasiado por recordar lo que más importaba, me entraba un dolor de cabeza atroz, mi cojera se acentuaba y se me desenfocaba la vista. Lo peor de todo era la tendencia a quedarme dormido de repente. Sadie preguntó al doctor Perry si se trataba de narcolepsia. Él dijo que probablemente no, pero me parecía que tenía cara de preocupado.

—¿Se despierta cuando lo llama o lo zarandea?

—Siempre —respondió Sadie.

—¿Es más probable que pase cuando está alterado porque no recuerda algo?

Sadie reconoció que así era.

—Entonces estoy bastante seguro de que pasará, como está sucediendo con su amnesia.

Por fin —poquito a poco— mi mundo interior empezó a fusionarse con el exterior. Era Jacob Epping, era profesor y de algún modo había viajado atrás en el tiempo para impedir el asesinato del presidente Kennedy. Al principio intenté rechazar la idea, pero sabía demasiado de los años intermedios, y no eran visiones. Eran recuerdos. Los Rolling Stones, las declaraciones de Clinton cuando el Congreso lo investigaba, el World Trade Center en llamas. Christy, mi enferma y enfermante ex esposa.

Una noche, mientras Sadie y yo mirábamos Combat!, recordé lo que le había hecho a Frank Dunning.

—Sadie, maté a un hombre antes de venir a Texas. Fue en un cementerio. Tuve que hacerlo. Iba a asesinar a toda su familia.

Me miró con los ojos y la boca muy abiertos.

—Apaga la tele —dije—. El tipo que hace de sargento Saunders, no recuerdo su nombre, acabará decapitado por un aspa de helicóptero. Por favor, Sadie, apágala.

Lo hizo y se arrodilló delante de mí.

—¿Quién va a matar a Kennedy? ¿Dónde estará cuando lo haga?

Hice todo lo posible, y no me quedé dormido, pero no podía recordarlo. Había viajado de Maine a Florida, de eso me acordaba. En el Ford Sunliner, un gran coche. Había viajado de Florida a Nueva Orleans, y de allí a Texas. Recordaba escuchar «Earth Angel» en la radio mientras cruzaba la frontera del estado a ciento diez kilómetros por hora por la Autopista 20. Recordaba un cartel: TEXAS LE DA LA BIENVENIDA. Y una valla que anunciaba LA BARBACOA DE SONNY, 43 km. Después de eso, un agujero en la película. Al otro lado emergían recuerdos de dar clases y vivir en Jodie. Recuerdos más luminosos de bailar el swing con Sadie y acostarme con ella en los Bungalows Candlewood. Sadie me contó que también había vivido en Fort Worth y Dallas, pero no sabía dónde; lo único que tenía eran dos números de teléfono que ya no funcionaban. Yo tampoco sabía dónde, aunque pensaba que uno de los sitios podría haber sido Cadillac Street. Sadie examinó los mapas y dijo que no existía una Cadillac Street en ninguna de las dos ciudades.

Ya recordaba muchas cosas, pero no el nombre del asesino ni dónde estaría cuando actuara. ¿Y por qué no? Porque el pasado me lo estaba ocultando. El obstinado pasado.

—El asesino tiene una hija —dije—. Creo que se llama April.

—Jake, voy a preguntarte una cosa. A lo mejor te enfadas, pero ya que mucho depende de esto, el destino del mundo, según dices, tengo que hacerlo.

—Adelante. —No se me ocurría nada que ella pudiera decir para hacerme enfadar.

—¿Me estás mintiendo?

—No —respondí. Era cierto. Entonces.

—Le dije a Deke que teníamos que llamar a la policía. Él me enseñó un artículo del Morning News que decía que ya se habían registrado doscientas amenazas de muerte y chivatazos sobre asesinos potenciales. Dice que tanto los derechistas de Dallas-Fort Worth como los izquierdistas de San Antonio intentan espantar a Kennedy para que no venga a Texas. Dice que la policía de Dallas está remitiendo todas las amenazas e informaciones al FBI y que ellos no están haciendo nada. Que la única persona a la que J. Edgar Hoover odia más que a JFK es a su hermano Bobby.

No me importaba gran cosa a quién odiara J. Edgar Hoover.

—¿Tú me crees?

—Sí —contestó ella, y suspiró—. ¿De verdad va a morir Vic Morrow?

Así se llamaba, en efecto.

—Sí.

—¿Rodando Combat!?

—No, una película.

Rompió a llorar.

—No mueras , Jake; por favor. Solo quiero que te pongas bien.

Tenía muchas pesadillas. La localización variaba —a veces era una calle vacía que se parecía a Main Street de Lisbon Falls, a veces era el cementerio en el que había disparado a Frank Dunning, a veces era la cocina de Andy Cullum, el as del cribbage—, pero solía tratarse del restaurante de Al Templeton. Nos sentábamos a una mesa, bajo la mirada de las fotos de su Muro Local de los Famosos. Al estaba enfermo —moribundo—, pero sus ojos seguían cargados de luminosa intensidad.

—Míster Tarjeta Amarilla es la personificación del pasado obstinado —dijo Al—. Lo sabes, ¿no?

Sí, lo sabía.

—Creyó que morirías de la paliza, pero no fue así. Creyó que morirías de las infecciones, pero no fue así. Ahora está tapiando esos recuerdos, los vitales, porque sabe que es su última esperanza de detenerte.

—¿Cómo puede? Está muerto.

Al sacudió la cabeza.

—No, ese soy yo.

—¿Quién es él? ¿Qué es? ¿Y cómo puede resucitar? ¡Se rajó su propia garganta y la tarjeta se volvió negra! ¡Lo vi!

—Ni idea, socio. Lo único que sé es que no puede detenerte si tú te niegas. Tienes que llegar a esos recuerdos.

—¡Ayúdame, entonces! —grité, y así la dura garra que era su mano—. ¡Dime cómo se llama el asesino! ¿Es Chapman? ¿Manson? Los dos me suenan, pero ninguno parece correcto. ¡Tú me metiste en esto, o sea que ayúdame!

En ese momento del sueño Al abre la boca para hacer justamente lo que le pido, pero interviene Míster Tarjeta Amarilla. Si estamos en Main Street de Lisbon Falls, sale de la licorería o de la frutería Kennebec. Si es el cementerio, surge de una tumba abierta como un zombi de George Romero. Si es en el restaurante, se abren de golpe las puertas. La tarjeta que lleva en la cinta de su sombrero es tan negra que parece un agujero rectangular en el mundo. Está muerto y en descomposición. Su vetusto abrigo está salpicado de moho. Sus cuencas oculares son bolas de gusanos que se retuercen.

¡No puede decirte nada porque hoy se paga doble! —grita Míster Tarjeta Amarilla que ahora es Míster Tarjeta Negra.

Me vuelvo hacia Al, para encontrarme con que se ha convertido en un esqueleto con un cigarrillo sujeto entre los dientes, y me despierto, sudoroso. Busco los recuerdos, pero no están ahí.

Deke me llevaba artículos de prensa sobre la inminente visita de Kennedy, con la esperanza de que desatascaran algún recuerdo. No lo hicieron. En una ocasión, mientras estaba tumbado en el sofá (saliendo de una de mis cabezadas repentinas) les oí discutir a los dos una vez más sobre si debían llamar a la policía. Deke dijo que no harían ni caso de un chivatazo anónimo y que uno que llegase con nombre nos metería a todos en un lío.

—¡No me importa! —gritó Sadie—. Sé que piensas que está chalado, pero ¿y si tiene razón? ¿Cómo te sentirás si Kennedy vuelve de Dallas a Washington en una caja?

—Si mezclas a la policía en el asunto, se centrarán en Jake, cariño. Y según tú, mató a un hombre en Nueva Inglaterra antes de venir aquí.

Sadie, Sadie, ojalá no le hubieras contado eso.

Ella dejó de discutir, pero no se rindió. A veces intentaba sacármelo por sorpresa, como quien trata de curar el hipo con un susto. No funcionó.

—¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó entristecida.

—No lo sé.

—Intenta llegar de otra manera, acercándote con disimulo.

—Ya lo he probado. Creo que el tipo estuvo en el ejército, o en el cuerpo de Marines. —Me froté la nuca, donde empezaba a dolerme otra vez—. Pero podría haber sido la Armada. Mierda, Christy, no lo sé.

—Sadie, Jake. Soy Sadie.

—¿No he dicho eso?

Sacudió la cabeza e intentó sonreír.

El 12 del mes, el martes después del Día de los Veteranos, el Morning Star publicó un largo editorial sobre la inminente visita de Kennedy y lo que significaba para la ciudad. «La mayoría de los residentes parecen dispuestos a recibir al joven e inexperto presidente con los brazos abiertos —rezaba—. Hay mucha emoción. Por supuesto, no le perjudica que su bella y carismática esposa vaya a acompañarlo en el desfile».

—¿Más sueños sobre Míster Tarjeta Amarilla ayer por la noche? —preguntó Sadie cuando entró. Había pasado el día festivo en Jodie, más que nada para regar las plantas y «airear la bandera», como decía ella.

Sacudí la cabeza.

—Cariño, has pasado aquí mucho más tiempo que en Jodie. ¿Qué pasa con tu trabajo?

—La señorita Ellie me ha puesto a media jornada. Me voy apañando y, cuando me vaya contigo…, si nos vamos…, supongo que tendré que esperar a ver qué pasa.

Apartó de mí la mirada y pasó a la tarea de encenderse un cigarrillo. Al ver que se tomaba demasiado tiempo prensándolo contra la mesa baja y después toqueteando las cerillas, comprendí algo descorazonador: Sadie también albergaba sus dudas. Y no la culpaba. Si nuestras posiciones se hubieran invertido, yo tampoco las habría tenido todas conmigo.

Entonces se animó.

—Pero tengo un suplente de lujo, y apuesto a que sabes quién es.

Sonreí.

—Es… —No me salía el nombre. Lo veía: la cara morena y curtida, el sombrero de vaquero, la corbata de cordón; pero ese martes por la mañana ni siquiera podía acercarme al nombre. Empezó a dolerme la parte de atrás de la cabeza, la que había chocado contra el zócalo; pero ¿qué zócalo?, ¿en qué casa? Era una putada mayúscula no saberlo.

Kennedy llega dentro de diez días y ni siquiera recuerdo el puto nombre de ese viejo.

—Inténtalo, Jake.

—Lo intento —dije—. ¡Lo intento, Sadie! —Espera un segundo. Tengo una idea.

Dejó su cigarrillo humeante en una de las hendiduras del cenicero, se levantó, salió por la puerta y la cerró a su espalda. Después la abrió con voz cómicamente áspera y grave, diciendo lo que decía el viejo cada vez que venía de visita.

—¿Cómo te encuentras hoy, hijo? ¿Te alimentas?

—Deke —dije—. Deke Simmons. Estuvo casado con la señorita Mimi, pero ella murió en México. Le hicimos un homenaje.

El dolor de cabeza había desaparecido. Así de fácil.

Sadie aplaudió y corrió hasta mí. Recibí un beso largo y encantador.

—¿Lo ves? —dijo al retirarse—. Puedes hacerlo. Aún no es demasiado tarde. ¿Cómo se llama, Jake? ¿Cómo se llama ese loco cabrón?

Pero no podía recordarlo.

El 16 de noviembre, el Times Herald publicó la ruta que seguiría la comitiva de Kennedy. Empezaría en Love Field y terminaría en el Trade Mart, donde hablaría para el Consejo de Ciudadanos de Dallas y sus invitados. El objetivo declarado de su discurso era rendir homenaje al Centro de Investigación de Posgrado y felicitar a Dallas por su progreso económico en la última década, pero al Times Herald le complacía informar a quienes no lo supieran ya que el auténtico motivo era pura política. Texas había apoyado a Kennedy en 1960, pero el 64 no pintaba claro a pesar de presentarse con un buen paisano de Johnson City. Los cínicos todavía llamaban al vicepresidente «Lyndon el Arrollador», una referencia a su candidatura al Senado en 1948, un asunto de lo más sospechoso que se saldó con su victoria por ochenta y siete votos. Era una anécdota antigua, pero la longevidad del apodo decía mucho de los recelos que inspiraba a los tejanos. La misión de Kennedy —y de Jackie, por supuesto— era ayudar a Lyndon el Arrollador y al gobernador de Texas, John Connally, a enfervorizar a los fieles.

—Mira esto —dijo Sadie recorriendo la ruta con la punta de un dedo—. Manzanas y manzanas de Main Street. Luego Houston Street. Hay edificios altos en todo ese tramo. ¿Estará el tipo en Main Street? Tiene que estar ahí, ¿no te parece?

Apenas la escuchaba, porque había visto otra cosa.

—¡Mira, Sadie, los coches pasarán por Turtle Creek Boulevard!

Se le empañaron los ojos.

—¿Es allí donde sucederá?

Sacudí la cabeza, poco convencido. Probablemente no, pero sabía algo de Turtle Creek Boulevard, y tenía que ver con el hombre al que me había propuesto detener. Mientras reflexionaba sobre ello, algo salió a flote.

—Iba a esconder el fusil y volver luego por él.

—¿Esconderlo dónde?

—No importa, porque esa parte ya ha ocurrido. Eso forma parte del pasado. —Me tapé la cara con las manos porque de repente la luz de la habitación parecía demasiado brillante.

—Deja de pensar en ello de momento —dijo Sadie mientras me quitaba de las manos el artículo del periódico—. Relájate o te dará uno de tus dolores de cabeza y necesitarás una de esas pastillas. Te dejan alelado.

—Sí —dije—. Lo sé.

—Necesitas café. Café cargado.

Fue a la cocina a prepararlo. Cuando volvió, yo roncaba. Dormí durante casi tres horas, y podría haber permanecido en el país de los sueños más tiempo todavía, pero Sadie me despertó zarandeándome.

—¿Qué es lo último que recuerdas sobre venir a Dallas?

No me acuerdo.

—¿Dónde te alojaste? ¿Un hotel? ¿Un moto hotel? ¿Una habitación alquilada?

Por un momento tuve un vago recuerdo de un patio y muchas ventanas. ¿Un botones? Quizá. Luego desapareció. El dolor de cabeza volvía por sus fueros.

—No lo sé. Lo único que recuerdo es que crucé la frontera del estado por la Autopista 20 y vi un cartel que anunciaba barbacoas. Y eso fue a kilómetros de Dallas.

—Ya lo sé, pero no hace falta que vayamos tan lejos porque, si llegaste por la 20, seguiste por la 20. —Echó un vistazo a su reloj—. Hoy se ha hecho tarde, pero mañana iremos a dar una vuelta en coche como buenos domingueros.

—Lo más probable es que no funcione. —Pero aun así sentí un destello de esperanza.

Pasó la noche conmigo, y a la mañana siguiente salimos de Dallas por la que los residentes denominan la Autopista de las Abejas, rumbo al este, hacia Luisiana. Sadie conducía mi Chevy, que estaba como nuevo una vez que habían sustituido el contacto forzado. Deke se había ocupado de ello. Llegamos hasta Terrell y entonces salimos de la 20 y cambiamos de sentido en el aparcamiento de tierra lleno de baches de una iglesia de carretera. «Sangre del Redentor», según el cartel que se alzaba en la hierba marchita. Debajo del nombre había un mensaje en letras adhesivas blancas. En teoría debía decir HAS LEÍDO HOY LA PALABRA DEL ALTÍSIMO, pero se habían caído varias de las letras y habían dejado AS LEÍDO HO LA PALABRA DE AL ÍSIMO.

Sadie me miró con cierta emoción.

—¿Puedes conducir tú en el camino de vuelta, cariño?

Estaba bastante seguro de que podía. Era en línea recta y el Chevy era automático. No tendría que usar para nada mi rígida pierna izquierda. Lo único era…

—Sadie —dije mientras me acomodaba ante el volante por primera vez desde agosto y echaba el asiento atrás al máximo.

—¿Sí?

—Si me duermo, agarra el volante y apaga el motor. Sonrió con nerviosismo.

—Lo haré, créeme.

Esperé a que no vinieran coches y salí. Al principio no me atrevía a superar los setenta, pero era domingo a mediodía y teníamos la carretera prácticamente para nosotros. Empecé a relajarme.

—Despeja tu mente, Jake. No intentes recordar nada, solo deja que ocurra.

—Ojalá tuviera mi Sunliner —dije.

—Finge que es tu Sunliner, entonces, y deja que te lleve donde quiere ir.

—Vale, pero…

—Nada de peros. Hace un día precioso. Estás llegando a un sitio nuevo y no tienes que preocuparte de si asesinan a Kennedy, porque para eso falta mucho. Años.

Sí, hacía un buen día. Y no, no me dormí, aunque estaba hecho polvo: no había pasado tanto tiempo fuera desde la paliza. No me quitaba de la cabeza la pequeña iglesia junto a la autopista. Una iglesia negra, casi seguro. Probablemente cantaban los himnos de un modo en que jamás lo harían los blancos, y después se ponían a leer LA PALABRA DE AL ÍSIMO con mucho «aleluya y alabado sea Jesús».

Ya estábamos llegando a Dallas. Hice giros a izquierda y derecha, probablemente más a la derecha, porque aún tenía el brazo izquierdo débil y doblar hacia allí dolía, a pesar de la dirección asistida. Pronto me encontré perdido en las callejuelas.

Me he perdido, vale, pensé. Necesito que alguien me dé indicaciones, como aquel chico de Nueva Orleans. Al hotel Moonstone.

Solo que no había sido el Moonstone; había sido el Monteleone. Y el hotel donde me alojé al llegar a Dallas fue… fue…

Por un momento pensé que se me escurriría entre los dedos, como todavía me pasaba a veces incluso con el nombre de Sadie. Pero entonces vi al botones y todas esas ventanas centelleantes que daban a Commerce Street, y encajó.

Me había alojado en el hotel Adolphus. Sí. Porque estaba cerca de…

No me salía. Esa parte aún estaba bloqueada.

—¿Cariño? ¿Todo bien?

—Sí —dije—. ¿Por qué?

—Has dado como un respingo.

—Es la pierna. Tengo calambres.

—¿Nada de esto te suena?

—No —dije—. Nada.

Sadie suspiró.

—Otra idea que muerde el polvo. Supongo que será mejor que volvamos. ¿Quieres que conduzca yo?

—Quizá será lo mejor. —Me pasé cojeando al asiento del copiloto, pensando Hotel Adolphus. Escríbelo cuando vuelvas a Eden Fallows. Para no olvidarte.

Cuando estuvimos de nuevo en el pequeño apartamento de tres habitaciones, con sus rampas, su cama de hospital y sus agarraderos a ambos lados del váter, Sadie me dijo que me echara un ratito.

—Y tómate una de tus pastillas.

Fui al dormitorio, me quité los zapatos —un proceso lento— y me tumbé. Pero no me tomé la pastilla. Quería mantener mi mente despejada. En adelante tendría que mantenerla despejada. Solo cinco días separaban a Kennedy de Dallas.

Te alojaste en el hotel Adolphus porque estaba cerca de algo. ¿De qué?

Bueno, estaba cerca del recorrido del desfile que se había publicado en el periódico, lo que reducía las posibilidades a…, caramba, no más de dos mil edificios. Por no hablar de todas las estatuas, monumentos y muros tras los que podía ocultarse un supuesto francotirador. ¿Cuántos callejones a lo largo de la ruta? Docenas. ¿Cuántos pasos elevados con líneas de tiro limpias sobre los puntos de paso de Mockingbird Oeste Lane, Lemmon Avenue, Turtle Creek Boulevard? La comitiva viajaría por todas esas vías. ¿Cuántos más en Main Street y Houston Street?

Tienes que recordar o bien quién es o bien desde dónde va a disparar.

Si recordaba uno de los dos datos, me saldría el otro. Lo sabía. Pero a lo que siempre volvía mi pensamiento era a esa iglesia de la Ruta 20 en la que habíamos cambiado de sentido. Sangre del Redentor en la Autopista de las Abejas. Muchas personas veían a Kennedy como un redentor. Desde luego Al lo había visto así. Él…

Abrí los ojos y dejé de respirar.

En la otra habitación sonó el teléfono y oí que Sadie lo cogía, sin levantar la voz porque me creía dormido. LA PALABRA DE AL ÍSIMO.

Recordé el día en que había visto el nombre completo de Sadie con una parte tapada, de tal modo que lo único que se leía era «Doris Dun». El que tenía delante era un armónico de aquella magnitud. Cerré los ojos y visualicé el cartel de la iglesia. Después visualicé que ponía la mano encima de ÍSIMO.

Lo que me quedó fue LA PALABRA DE AL.

Las notas de Al. ¡Tenía su cuaderno!

Pero ¿dónde? ¿Dónde estaba?

Se abrió la puerta del dormitorio. Sadie se asomó.

—¿Jake? ¿Duermes?

—No —respondí—. Solo descansaba.

—¿Has recordado algo?

—No —dije—. Lo siento.

—Aún hay tiempo.

—Sí. Recuerdo cosas nuevas todos los días.

—Cariño, era Deke. Corre algún virus por el instituto y a él le ha dado fuerte. Me ha pedido si puedo ir mañana y el martes. A lo mejor el miércoles también.

—Ve —dije—. Si no lo haces, intentará trabajar él. Y ya no es ningún chaval. —En mi cabeza, cuatro palabras parpadearon como un rótulo de neón: LA PALABRA DE AL, LA PALABRA DE AL, LA PALABRA DE AL.

Sadie se sentó a mi lado en la cama.

—¿Estás seguro?

—Estaré bien. Me sobrará compañía, además. Mañana vienen las del EVAD, recuérdalo. —EVAD eran las Enfermeras Visitantes del Área de Dallas. Su principal cometido en mi caso era asegurarse de que no desvariaba, lo que a fin de cuentas podría indicar que sufría una hemorragia cerebral.

—Cierto. A las nueve. Está en el calendario, por si te olvidas. Y el doctor Ellerton…

—Vendrá a comer. Me acuerdo.

—Bien, Jake. Eso está bien.

—Dijo que traería sandwiches. Y batidos. Quiere cebarme.

Necesitas que te ceben.

—Además el miércoles hay rehabilitación. Tortura de pierna por la mañana y tortura de brazo por la tarde.

—No me gusta dejarte tan cerca de… ya sabes.

—Si me ocurre algo, te llamaré, Sadie.

Me cogió la mano y se inclinó lo suficiente para que oliera su perfume y un rastro de tabaco en su aliento.

—¿Lo prometes?

—Sí. Por supuesto.

—Volveré el miércoles por la noche como muy tarde. Si Deke no puede empezar el jueves, la biblioteca tendrá que permanecer cerrada.

—Estaré bien.

Me dio un beso rápido, se dirigió a la puerta y luego se volvió.

—Casi espero que Deke tenga razón y todo esto sea un delirio. No soporto la idea de que lo sepamos y aun así tal vez no podamos impedirlo. Que tal vez estemos viendo la tele en el salón cuando alguien…

—Me acordaré —dije.

—¿De verdad, Jake?

—Tengo que acordarme.

Sadie asintió, pero incluso con la persiana echada podía captar las dudas en su cara.

—Podemos cenar antes de que me vaya. Cierra los ojos y deja que esa pastilla haga efecto. Duerme un rato.

Cerré los ojos, seguro de que no me dormiría. Y era una suerte, porque necesitaba pensar en La Palabra de Al. Un poco después olí que se cocinaba algo. Olía bien. Nada más salir del hospital, cuando aún vomitaba o cagaba cada diez minutos, todos los olores me daban asco. Las cosas habían mejorado.

Empecé a divagar. Veía a Al sentado delante de mí a una de las mesas de su restaurante, con su gorro de papel ladeado sobre la ceja izquierda. Nos contemplaban las fotos de los peces gordos de un pueblo pequeño, pero Harry Dunning ya no estaba en el muro. Yo lo había salvado. Quizá la segunda vez también lo había salvado de Vietnam. No había manera de saberlo.

Todavía te tiene paralizado, ¿eh, socio? —preguntó Al.

—Sí. Todavía.

—Pero ahora estás cerca.

—No lo bastante. No tengo ni idea de dónde guardé ese condenado cuaderno tuyo.

—Lo pusiste en un sitio seguro. ¿Eso reduce un poco el abanico?

Empecé a decir que no, pero luego pensé: La palabra de Al en un sitio seguro. Seguridad. Porque…

Abrí los ojos y, por primera vez en lo que se me antojaban semanas, una gran sonrisa arrugó mi rostro.

Estaba en una caja de seguridad.

Se abrió la puerta.

—¿Tienes hambre? Lo he mantenido caliente.

—¿Eh?

—Jake, llevas dormido más de dos horas.

Me incorporé y bajé las piernas al suelo.

—Pues a comer.