Mientras conducía hacia el sur por la Autovía Milla por Minuto, intentaba convencerme a mí mismo de que no debía perder el tiempo con Carolyn Poulin. Me dije que ella era el experimento de Al Templeton, no el mío, y su experimento, al igual que su vida, ahora había terminado. Me recordé a mí mismo que el caso de la niña Poulin era muy distinto al de Doris, Troy, Tugga y Ellen. Sí, Carolyn iba a quedar paralítica de cintura para abajo, y sí, se trataba de un suceso terrible. Sin embargo, quedar paralítica por una bala dista mucho de ser golpeado hasta la muerte con una maza de hierro. Con silla de ruedas o sin ella, Carolyn Poulin iba a vivir una vida plena y fructífera. Me dije que sería una locura arriesgar mi verdadera misión desafiando una vez más al obstinado pasado a que estirara el brazo, me agarrara y me triturara. Todo me sonaba a excusa.
Había previsto pasar la primera noche en la carretera en Boston, pero la visión de Dunning sobre la tumba de su padre y la cesta de flores aplastada bajo su cuerpo no cesaba de repetirse periódicamente. Merecía la muerte —diablos, debía morir—, pero el 5 de octubre aún no le había hecho nada a su familia. Bueno, al menos a su segunda familia. Podía decirme (¡y lo hacía!) que ya había causado suficiente mal, que antes del 13 de octubre de 1958 ya era culpable de un doble asesinato, una de las víctimas poco mayor que un bebé, pero solo contaba con la palabra de Bill Turcotte como prueba.
Supongo que, al fin y al cabo, deseaba compensar una acción que percibía como mala con otra buena, independientemente de lo necesaria que fuese la primera. Por tanto, en lugar de dirigirme a Boston, salí de la autopista en Auburn y tomé dirección oeste, hacia la región de los lagos de Maine. Me registré en las mismas cabañas donde Al se había alojado, justo antes de caer la noche. Conseguí la mayor de las cuatro que estaban a la orilla del lago pagando una ridícula tarifa de temporada baja.
Esas cinco semanas tal vez fueron las mejores de mi vida. No veía a nadie más que a la pareja que regentaba la tienda local, donde me aprovisionaba de comestibles sencillos dos veces por semana, y al señor Winchell, el propietario de las cabañas. Éste me visitaba los domingos para cerciorarse de que me encontraba bien y que disfrutaba de la estancia. Yo contestaba afirmativamente cada vez que él preguntaba, y no mentía. Me entregó una llave del embarcadero, y yo salía en canoa por las mañanas y al anochecer si el agua estaba en calma. Recuerdo observar, una de aquellas noches, cómo la luna llena se elevaba silenciosamente sobre las copas de los árboles y cómo abría una senda plateada a través del agua, mientras el reflejo de la canoa pendía por debajo de mí como una gemela ahogada. Un somorgujo gritó en alguna parte, y le respondió un colega o una pareja. Pronto otros se unieron a la conversación. Desarmé el remo y permanecí allí sentado, a trescientos metros de la orilla, contemplando la luna y escuchando el diálogo de las aves. Recuerdo haber pensado que si en alguna parte existía un cielo y no era como ése, entonces no quería ir allí.
Los colores del otoño empezaron a florecer mientras otro verano de Maine se consumía en llamas: primero un amarillo tímido, después naranja, por último un rojo furioso y encendido. En el mercado había cajas de cartón repletas de libros en rústica sin cubierta, y debí de leer tres docenas o más: novelas de misterio de Ed McBain, John D. MacDonald, Chester Himes y Richard S. Prather; apasionados melodramas como Peyton Place y Una lápida para Danny Fisher; westerns a mansalva, y una novela de ciencia ficción titulada The Lincoln Hunters, que trataba sobre unos viajeros en el tiempo que intentaban grabar un discurso «olvidado» de Abraham Lincoln.
Cuando no estaba leyendo o navegando en canoa, paseaba por el bosque. Largas tardes otoñales, la mayoría brumosas y cálidas. Luz que teñía de oro el polvo en suspensión y se filtraba oblicuamente a través de los árboles. Por la noche, un silencio tan colosal que casi parecía reverberar. Pocos vehículos circulaban por la Ruta 114; después de las diez, ninguno en absoluto. Después de las diez, la parte del mundo que había elegido para descansar pertenecía solo a los somorgujos y al viento en los abetos. Poco a poco, la visión de Frank Dunning yaciendo sobre la tumba de su padre empezó a diluirse, y yo estaba cada vez menos dispuesto a rememorar en los ratos libres cómo había dejado caer el cojín souvenir, aún humeante, sobre sus ojos de mirada perdida en el mausoleo de los Tracker.
Hacia finales de octubre, cuando las últimas hojas se desprendían revoloteando de los árboles y las temperaturas nocturnas iniciaban su inmersión bajo los cero grados, empecé a viajar a Durham para reconocer la configuración del terreno en las inmediaciones de Bowie Hill, donde al cabo de dos semanas ocurriría un accidente de caza. La casa de oración de los cuáqueros que Al había mencionado constituía un punto de referencia idóneo. No mucho más allá, un árbol muerto se inclinaba sobre la carretera, probablemente el mismo con el que Al había estado peleándose cuando apareció Andrew Cullum luciendo ya su chaleco naranja de cazador. Además, me aseguré de localizar la casa del tirador accidental y trazar una posible ruta desde allí hasta Bowie Hill.
En realidad, mi plan no era un plan en absoluto; simplemente seguiría el sendero que Al ya había trazado. Conduciría hasta Durham a primera hora de la mañana, aparcaría cerca del árbol derribado, batallaría con él, y luego, cuando apareciera Cullum y se ofreciera a echar una mano, fingiría sufrir un ataque al corazón. Sin embargo, tras localizar la casa del cazador sucedió que casualmente me detuve a tomar un refresco en Brownie’s Store, a menos de un kilómetro de distancia, y vi algo en la ventana que me dio una idea. Era una locura, pero podría ser interesante.
Se trataba de un cartel cuyo encabezamiento decía RESULTADOS DEL TORNEO DE CRIBBAGE DEL CONDADO DE ANDROSCOGGIN.
Le seguía una lista de unos cincuenta nombres. El vencedor del torneo, de West Minot, había logrado una puntuación de diez mil «clavijas», fueran lo que fuesen. El subcampeón había conseguido nueve mil quinientas. En tercer lugar, con ocho mil setecientas veintidós clavijas, estaba Andy Cullum. El círculo en rojo alrededor de su nombre fue lo que inicialmente había atraído mi atención.
Las coincidencias ocurren, pero he llegado a creer que son verdaderamente raras. Existen fuerzas en movimiento, ¿vale? En algún lugar del universo (o más allá), una gran máquina late y hace girar sus fabulosos engranajes.
Al día siguiente conduje de vuelta hasta la casa de Cullum poco antes de las cinco de la tarde. Aparqué detrás de su ranchera Ford con paneles de madera y me acerqué a la puerta.
Una mujer de rostro afable abrió a mi llamada. Llevaba puesto un delantal con volantes y sostenía a un bebé en brazos. Supe con solo mirarla que estaba haciendo lo correcto, porque Carolyn Poulin no iba a ser la única víctima el 15 de noviembre, solo la que acabaría en una silla de ruedas.
—¿Sí?
—Me llamo George Amberson, señora. —La saludé con una inclinación del sombrero—. Me pregunto si podría hablar son su marido.
Sin duda podría, pues él se acercó a la espalda de la mujer y le pasó un brazo por los hombros. Un tipo joven, que aún no había cumplido los treinta, mostrando ahora una expresión agradablemente inquisitiva. El bebé trató de cogerle la cara, y cuando Cullum besó los dedos de la niña, esta rio. El hombre me tendió la mano y se la estreché.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Amberson?
Levanté un tablero de cribbage.
—He visto en Brownie’s que es usted un jugador excelente. Y tengo una proposición que hacerle. La señora Cullum se mostró alarmada.
—Mi marido y yo somos metodistas, señor Amberson. Los torneos son una simple diversión. Él ganó un trofeo, y a mí no me importa sacarle brillo para que luzca sobre la repisa de la chimenea, pero si lo que usted quiere es jugar a las cartas por dinero, ha venido a la casa equivocada. —Sonrió. Noté que le supuso un gran esfuerzo, pero aun así fue una sonrisa amable. Ella me gustaba. Los dos me gustaban.
—Mi mujer tiene razón. —La voz de Cullum sonaba pesarosa pero firme—. Solía jugar a penique la clavija cuando trabajaba en los bosques, pero eso fue antes de conocer a Marnie.
—Tendría que estar loco para jugar con usted por dinero —dije—, porque no sé jugar. Pero me gustaría aprender.
—En ese caso, pase —invitó—. Le enseñaré con mucho gusto. No nos llevará más de quince minutos, y aún queda una hora para la cena. Qué diantres, si sabe sumar hasta quince y contar hasta treinta y uno, ya sabe jugar al cribagge.
—Estoy seguro de que es más complicado que contar y sumar, o de lo contrario no habría quedado tercero en el torneo de Androscoggin —dije—. Y yo en verdad quiero un poco más que aprender las reglas. Quiero comprarle un día de su vida. El 15 de noviembre, para ser exactos. Desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde, digamos.
Ahora su mujer empezaba a asustarse y estrechaba al bebé entre sus brazos.
—Por esas seis horas de su tiempo, le pagaré doscientos dólares.
Cullum frunció el ceño.
—¿Qué está tramando, señor?
—Esperaba aprender cribbage. —Eso, sin embargo, no iba a ser suficiente. Lo notaba en sus rostros—. Miren, no voy a engañarles diciendo que solo se trata de eso, pero si intentara explicárselo, pensarían que estoy loco.
—Yo ya lo pienso —observó Marnie Cullum—. Mándalo a paseo, Andy.
Me volví hacia ella.
—No es nada malo, no es nada ilegal, no es una estafa, y no es peligroso. Se lo aseguro bajo juramento. —No obstante, empezaba a pensar que no iba a funcionar, con juramento o sin él. Había sido una mala idea. Cullum sospecharía el doble cuando me encontrara cerca de la casa de oración de los cuáqueros en la tarde del 15.
Pero seguí insistiendo. Era algo que había aprendido a hacer en Derry.
—Solo es cribbage —dije—. Usted me enseña las reglas, jugamos unas cuantas horas, le doy doscientos dólares, y nos separamos como amigos. ¿Qué me dice?
—¿De dónde es usted, señor Amberson?
—Originariamente de Wisconsin. Más recientemente, he vivido en Derry, al norte. Me dedico a los bienes inmuebles comerciales. Ahora estoy de vacaciones en el lago Sebago antes de emprender mi viaje de regreso. ¿Quiere algunos nombres? ¿Referencias, por decirlo así? —Sonreí—. ¿Personas que les confirmaran que no estoy chiflado?
—Mi marido se va al bosque los sábados durante la temporada de caza —dijo la señora Cullum—. Es la única oportunidad que tiene de hacerlo, porque trabaja toda la semana y cuando llega a casa ya está tan cerca la noche que no le compensa cargar el arma.
Ella aún no había abandonado su expresión recelosa, pero ahora noté algo en su rostro que me dio esperanzas. Cuando una es joven y tiene un hijo, cuando tu marido tiene un trabajo manual —como así indicaban las manos agrietadas y callosas de él—, doscientos dólares representan muchos comestibles. O, en 1958, dos letras y media de la hipoteca de la casa.
—Podría faltar una tarde —comentó Cullum—. De todas formas, en la ciudad ya no queda prácticamente nada de caza. El único sitio donde puedes abatir un maldito ciervo es Bowie Hill.
—Cuida tu lengua cerca del bebé, señor Cullum —le reprendió su esposa. Su tono de voz era severo, pero sonrió cuando él respondió besándola en la mejilla.
—Señor Amberson, necesito hablar con mi esposa —dijo Cullum—. ¿Le importaría esperar en la entrada un par de minutos?
—Haré algo mejor —propuse—. Bajaré hasta Brownie’s y me tomaré una pócima. —Así denominaban a la gaseosa la mayoría de los habitantes de Derry—. ¿Les apetecen unos refrescos?
Rehusaron, dándome las gracias, y luego Marnie Cullum me cerró la puerta en las narices. Conduje hasta Brownie’s, donde compré una naranjada para mí y un regaliz que pensé que podría gustarle al bebé, si es que tenía edad suficiente para tomarlo. Intuía que los Cullum iban a rechazarme, agradecidos pero firmes. Yo era un extraño con una propuesta extraña. Había albergado la esperanza de que cambiar el pasado resultara más fácil esta vez, porque Al ya lo había cambiado en dos ocasiones. Aparentemente ese no iba a ser el caso.
Para mi sorpresa, Cullum dijo que sí, y su esposa me permitió darle el regaliz a la pequeña, que lo recibió con una risa jubilosa, lo chupó, y luego se lo pasó por el pelo como un peine. Incluso me invitaron a cenar, cosa que decliné. Le ofrecí a Andy Cullum un anticipo de cincuenta dólares, cosa que él declinó… hasta que su esposa insistió en que los aceptara.
De regreso a Sebago me sentía exultante, pero mientras conducía hacia Durham la mañana del 15 de noviembre (los campos estaban blancos por una escarcha tan espesa que los cazadores, vestidos de naranja —habían salido en masa—, abrían senderos en ella), mi humor había cambiado. Habrá llamado a la policía estatal o al agente local, imaginé. Y mientras me interrogan en la comisaría más cercana para intentar averiguar qué clase de lunático soy, Cullum estará cazando en los bosques de Bowie Hill.
Sin embargo, no había ningún coche patrulla en el camino de entrada, solo el Ford con paneles de madera de Andy Cullum. Cogí mi nuevo tablero de cribbage y caminé hasta la puerta. Abrió él mismo y dijo:
—¿Preparado para sus lecciones, señor Amberson?
Esbocé una sonrisa.
—Sí, señor, por supuesto.
Me guió hasta el porche trasero; sospecho que la señora no me quería dentro de la casa con ella y el bebé. Las reglas eran simples. Las clavijas representaban los puntos, y una partida constaba de dos vueltas al tablero. Aprendí qué era el valet del palo, una doble pareja-escalera, caer en el lodazal, y lo que Andy llamaba «el diecinueve místico» (o la mano imposible). Después jugamos. Al principio llevaba la cuenta, pero abandoné cuando Cullum me aventajó en cuatrocientos puntos. De vez en cuando se oía el disparo distante de algún cazador, y Cullum miraba hacia los bosques más allá de su pequeño patio.
—El próximo sábado —le animé en una de esas ocasiones—. Tendrás tu oportunidad el próximo sábado, seguro.
—Probablemente lloverá —dijo echándose a reír—. No debería quejarme, ¿eh? Me estoy divirtiendo y ganando dinero. Y tú estás mejorando, George.
Marnie preparó el almuerzo a mediodía; sandwiches de atún y cuencos de sopa de tomate casera. Comimos en la cocina, y cuando terminamos ella sugirió que continuáramos jugando dentro. Había decidido que yo no era peligroso, después de todo, lo cual me alegró. Eran buenas personas los Cullum. Una pareja agradable con un bebé adorable. A veces me acordaba de ellos cuando oía los gritos que Lee y Marina Oswald se proferían mutuamente en su apartamento barato…, o cuando, en una ocasión al menos, vi que exteriorizaban su animadversión en plena calle. El pasado armoniza; además, intenta mantener un equilibrio, y casi siempre lo logra. Los Cullum se encontraban en un extremo de la balanza; los Oswald, en el otro.
¿Y Jake Epping, también conocido como George Amberson? Él era el punto de apoyo.
Hacia el final de nuestra maratoniana sesión, gané mi primer juego. Tres rondas después, cuando pasaban varios minutos de las cuatro, le machaqué realmente, y reí con alegría. Las risas de Baby Jenna se unieron a las mías, y entonces la niña se inclinó hacia delante desde lo alto de su trona y me dio un amigable tirón de pelo.
—¡Ya está! —exclamé, riendo. Los tres Cullum también se reían conmigo—. ¡Aquí es donde me retiro! —Saqué mi cartera y deposité tres billetes de cincuenta en el hule rojo y blanco que cubría la mesa de la cocina—. ¡Ha valido la pena!
Andy los empujó hacia mi lado.
—Devuélvelos a tu billetera, George, ese es su sitio. Lo he pasado demasiado bien para aceptar tu dinero.
Asentí como si accediera, pero le tendí los billetes a Marnie, que casi me los arrebató de las manos.
—Gracias, señor Amberson. —Miró con reproche a su marido y luego de nuevo a mí—. Realmente nos va a venir bien.
—Estupendo. —Me levanté y me estiré, y oí cómo me crujía la columna. En algún sitio, a unos nueve o diez kilómetros de distancia, Carolyn Poulin y su padre estarían montando en una camioneta con las palabras CONSTRUCCIÓN Y CARPINTERÍA POULIN impresas en un lateral. Quizá habían abatido un ciervo, quizá no. En cualquier caso, estaba seguro de que habían disfrutado de una tarde agradable en el bosque, hablando sobre cualquier cosa de la que hablasen los padres y las hijas, y me alegraba por ellos.
—Quédate a cenar, George —invitó Marnie—. Tengo judías y salchichas.
De modo que me quedé, y después miramos las noticias en el pequeño televisor modelo mesa de los Cullum. Se había producido una muerte en New Hampshire por un accidente de caza, pero en Maine no había ocurrido nada. Me dejé convencer para tomar una segunda ración del pastel de manzana de Marnie, aunque estaba lleno a reventar. Finalmente, me levanté y les agradecí su hospitalidad.
Andy Cullum me tendió la mano.
—La próxima vez jugaremos sin dinero de por medio, ¿de acuerdo?
—Por supuesto. —No iba a haber próxima vez, y creo que él lo presentía.
Resultó que su mujer sí lo sabía. Me alcanzó justo antes de que me metiera en el coche. Había envuelto al bebé con una manta y le había puesto un sombrerito en la cabeza, pero la propia Marnie no iba abrigada. Vi el vaho en su aliento. Tiritaba.
—Señora Cullum, deberías entrar antes de que pesques un resfriado de muer…
—¿De qué le has salvado?
—¿Perdón?
—Sé que esa es la razón de que vinieras. Lo medité rezando mientras Andy y tú estabais en el porche. Dios me envió una respuesta, pero no la respuesta completa. ¿De qué le has salvado hoy?
Coloqué las manos sobre sus temblorosos hombros y la miré directamente a los ojos.
—Marnie… si fuera deseo de Dios que conocieras esa parte, Él te lo habría contado.
De pronto me rodeó entre sus brazos y me estrechó contra ella. Sorprendido, le devolví el abrazo. Baby Jenna, atrapada en medio, nos miraba confundida.
—Sea lo que sea, gracias —me susurró Marnie en el oído. Su cálido aliento me puso la piel de gallina.
—Entra en la casa, cielo, antes de que te congeles.
Se abrió la puerta delantera. Andy estaba de pie en el umbral con una lata de cerveza en la mano.
—¿Marnie? ¿Marn?
Ella retrocedió un paso. Sus ojos eran grandes y oscuros.
—Dios nos ha traído un ángel de la guarda —dijo ella—. No hablaré de esto, pero así lo mantendré. Y así lo ponderaré en mi corazón. —Entonces recorrió con paso rápido el camino de entrada hasta donde esperaba su marido.
Ángel. Era la segunda vez que lo escuchaba, y ponderé esa palabra en mi propio corazón aquella noche mientras yacía en la cabaña, intentando conciliar el sueño, y al día siguiente, remando a la deriva sobre unas aguas mansas de domingo bajo un cielo azul que se inclinaba hacia el invierno.
Ángel de la guarda.
El lunes, 17 de noviembre, contemplé los primeros torbellinos de nieve y lo tomé como una señal. Recogí mis cosas, conduje hasta Sebago Village, y encontré al señor Winchell bebiendo café y comiendo donuts en el restaurante Lakeside (en 1958, la gente come muchos donuts). Le entregué las llaves y le informé de que había disfrutado de una estancia maravillosa y reconstituyente. Se le iluminó el rostro.
—Eso es estupendo, señor Amberson, como debe ser. Tiene pagado hasta fin de mes. Si me da una dirección, puedo enviarle un cheque por correo para reembolsarle esas dos últimas semanas.
—No sabré con certeza dónde estaré hasta que los jefazos de la oficina tomen una decisión corporativa —dije—, pero me aseguraré de escribirle. —Los viajeros en el tiempo mienten mucho.
Me tendió la mano.
—Ha sido un placer tenerle de huésped.
Se la estreché y respondí:
—El placer ha sido todo mío.
Monté en mi coche y puse rumbo al sur. Esa noche me registré en el Parker House de Boston e inspeccioné la infame Zona de Combate. Tras las semanas de paz en Sebago, el neón me provocó un tintineo en los ojos y las hordas de merodeadores nocturnos —la mayoría jóvenes, la mayoría varones, muchos vestidos de uniforme— me hicieron sentir agorafóbico y nostálgico de aquellas noches tranquilas en el oeste de Maine, cuando las escasas tiendas cerraban a las seis y el tráfico cesaba a las diez.
Pasé la noche siguiente en el hotel Harrington de Washington D. C. Tres días más tarde me encontraba en la costa oeste de Florida.