8

A las ocho y diez, Donald pone una canción lenta de Alan Jackson, una que pueden bailar hasta los más mayores. Sadie se queda sola por primera vez desde el final de los discursos, y me acerco a ella. El corazón me late tan fuerte que parece sacudir mi cuerpo entero.

—¿Señorita Dunhill?

Ella se vuelve, sonriendo y alzando un poco la vista. Es alta, pero yo más. Siempre lo fui.

—¿Sí?

—Me llamo George Amberson. Quería decirle lo mucho que la admiro, a usted y todo el trabajo que ha hecho.

Su sonrisa adquiere un ligero aire perplejo.

—Gracias, señor. No lo reconozco, pero el nombre me suena. ¿Es de Jodie?

Ya no puedo viajar en el tiempo, y desde luego no puedo leer mentes, pero aun así sé lo que está pensando: «Oigo ese nombre en mis sueños».

—Sí y no. —Y antes de que pueda insistir—: ¿Puedo preguntarle qué la llevó a interesarse por el servicio público?

Su sonrisa es ya apenas un fantasma en las comisuras de su boca.

—Y lo quiere saber porque…

—¿Fue el asesinato? ¿El asesinato de Kennedy?

—Pues… supongo que sí, en cierta manera. Me gusta pensar que habría ampliado horizontes de todas formas, pero supongo que empezó allí. Dejó en esta parte de Texas una… —Su mano izquierda se eleva de forma involuntaria hacia la mejilla y luego vuelve a su sitio— cicatriz muy grande. Señor Amberson, ¿de qué le conozco? Porque le conozco. Estoy segura.

—¿Puedo hacerle otra pregunta?

Me mira con creciente perplejidad. Echo un vistazo a mi reloj. Las ocho y catorce. Casi la hora. A menos que Donald se olvide, por supuesto…, y no creo que lo haga. Por citar una canción de los cincuenta cualquiera, hay cosas que están destinadas a suceder.

—El baile de Sadie Hawkins, allá en 1961. ¿A quién escogió de acompañante cuando la madre del entrenador Borman se rompió la cadera? ¿Se acuerda?

Abre mucho la boca y luego la cierra poco a poco. El alcalde y su mujer se acercan, nos ven enfrascados en una conversación y cambian de rumbo. Aquí estamos en nuestra pequeña cápsula particular; solo Jake y Sadie. Como fue en otro tiempo.

—Don Haggarty —responde—. Fue como coreografiar un baile con el tonto del pueblo. Señor Amberson…

Pero antes de que pueda terminar, Donald Bellingham se dirige a nosotros a través de ocho altavoces, justo a tiempo:

—¡Okay, Jodie, ahí va un tornado del pasado, un disco que es distinto, solo grandes canciones y se aceptan peticiones!

Entonces suena, esa fluida introducción de metales de una banda desaparecida hacía mucho:

Bah-dah-dah… bah-dah-da-dee-dum…

—Oh, Dios mío, «In the Mood» —dice Sadie—. Yo bailaba el lindy con ésta.

Le tiendo la mano.

—Vamos. Al lío.

Ella se ríe y niega con la cabeza.

—Mis días de swing quedaron muy atrás, me temo, señor Amberson.

—Pero no es demasiado mayor para bailar el vals. Como decía Donald en los viejos tiempos: «Arriba de las sillas y a mover las cinturillas». Y llámeme George. Por favor.

En la calle, las parejas bailan el jitterbug. Unas pocas hasta se atreven con el lindy-hop, pero ninguna puede bailar el swing como hacíamos Sadie y yo en los buenos tiempos. Ni por asomo.

Ella me coge la mano como una mujer en un sueño. Está en un sueño, y yo también. Como todos los dulces sueños, será corto…, pero es la brevedad la que hace la dulzura, ¿no es así? Sí, eso creo. Porque cuando el tiempo ha pasado, nunca lo puedes recuperar.

Las luces de fiesta cuelgan por encima de la calle, amarillas, rojas y verdes. Sadie tropieza con una silla, pero estoy preparado y la sostengo fácilmente por el brazo.

—Lo siento, soy torpe —dice.

—Siempre lo fuiste, Sadie. Uno de tus rasgos más adorables.

Antes de que pueda preguntarme por eso, le paso la mano por la cintura. Ella hace lo propio con la mía, sin dejar de mirarme desde un poco más abajo. Las luces patinan por sus mejillas y brillan en sus ojos. Unimos las manos, nuestros dedos se doblan juntos de forma natural y para mí los años se desprenden como un abrigo demasiado grueso y ajustado. En ese momento espero una cosa por encima de todo: que no haya vivido demasiado ocupada para encontrar al menos un hombre bueno, uno que se deshiciera de la puta escoba de John Clayton de una vez por todas.

Habla con voz casi demasiado baja para oírla por encima de la música, pero yo la oigo; siempre la oí.

—¿Quién eres, George?

—Alguien a quien conociste en otra vida, cariño. Entonces la música se apodera de nosotros, la música se lleva los años por delante, y bailamos.

2 de enero de 2009-18 de diciembre de 2010

Sarasota, Florida

Lovell, Maine