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Crepúsculo de una noche de verano en la localidad de Jodie, Texas. Es un poco más grande que en 1963, pero no mucho. Hay una fábrica de cajas en la parte del pueblo donde Sadie Dunhill vivió en un tiempo, en Bee Tree Lañe. La barbería no está, y la gasolinera de Cities Service donde antaño echaba combustible a mi Sunliner es ahora un 7-Eleven. Hay un Subway donde Al Stevens vendía Berrenburguesas y Patatas Fritas Mesquite.

Los discursos de conmemoración del centenario de Jodie habían terminado. El pronunciado por la mujer escogida por la Sociedad Histórica y el Ayuntamiento como Ciudadana del Siglo fue encantador y breve; el del alcalde, largo pero informativo. Me enteré de que Sadie había sido alcaldesa durante una legislatura y que había representado al pueblo en la Cámara Estatal Legislativa de Texas durante cuatro, pero eso no era nada. Estaba su trabajo benéfico, sus incesantes esfuerzos por mejorar la calidad de la educación en la ESCD y su año sabático para ejercer el voluntariado en Nueva Orleans después del Katrina. Estaban el programa de la Biblioteca Estatal de Texas para estudiantes ciegos, una iniciativa para mejorar los servicios hospitalarios para veteranos y su infatigable (y continuado, incluso a los ochenta años) empeño por ofrecer mejores servicios públicos a los enfermos mentales indigentes. En 1996 le habían ofrecido la posibilidad de presentarse candidata al Congreso de Estados Unidos, pero dijo que no con el argumento de que tenía trabajo de sobra a pie de calle.

Nunca volvió a casarse. Nunca se fue de Jodie. Sigue siendo alta y la osteoporosis no ha doblado su cuerpo. Y sigue siendo bella, con una larga melena blanca que fluye por su espalda casi hasta su cintura.

Ahora los discursos han acabado y Main Street ha sido cerrada al tráfico. Una pancarta en cada extremo de las dos manzanas del tramo comercial proclama:

¡BAILE EN LA CALLE, 19.00-MEDIANOCHE!

¡VENID TODOS!

Sadie está rodeada de personas que quieren felicitarla —a algunas de las cuales creo reconocer aún—, de modo que me acerco dando un paseo a la tarima del DJ delante de lo que antes era la Western Auto y ahora es un Walgreens. El tipo que trastea con los discos y CD es un sesentón con el pelo ralo y canoso y una barriga considerable, pero reconocería esas gafas de pardillo de montura rosa en cualquier parte.

—Hola, Donald —digo—. Veo que todavía tiene el nido preferido del sonido.

Donald Bellingham alza la vista y sonríe.

—Nunca vayas al bolo sin él. ¿Le conozco?

—No —digo—; a mi madre. Estuvo en un baile donde pinchó usted, allá a principios de los sesenta. Decía que llevó de tapadillo los discos de big band de su padre.

Sonríe.

—Sí, la que me cayó por eso. ¿Quién era su madre?

—Andrea Robertson —respondo, escogiendo el nombre al azar. Andrea era mi mejor alumna en la segunda hora de literatura americana.

—Claro, la recuerdo. —Su vaga sonrisa dice que no.

—No conservarás alguno de esos viejos discos, ¿verdad?

—Dios, no. Los perdí hace tiempo. Pero tengo un montón de temas de big band en CD. ¿Veo venir una petición?

—A decir verdad, sí. Pero es algo especial.

Se ríe.

—¿No lo son todas?

Le digo lo que quiero y Donald —tan ansioso por complacer como siempre— accede. Cuando empiezo a volver hacia el final de la manzana, donde ahora el alcalde está sirviendo un ponche a la mujer a la que he venido a ver, Donald me llama dando una voz.

—No he pillado su nombre.

—Amberson —digo por encima del hombro—. George Amberson.

—¿Y la quiere a las ocho y cuarto?

—En punto. El tiempo es esencial, Donald. Esperemos que coopere.

Cinco minutos después, Donald Bellingham bombardea Jodie con «At the Hop» y los bailarines llenan la calle bajo una puesta de sol tejana.