Caminé hasta la cadena y pasé por debajo de ella. Al otro lado esperé completamente inmóvil durante un momento, ensayando lo que iba a hacer. Después fui al final del secadero. Al doblar la esquina, apoyado en él, estaba Míster Tarjeta Verde. Solo que la tarjeta de Zack Lang ya no era verde. Se había vuelto de una tonalidad fangosa de ocre, a medio camino entre el verde y el amarillo. Su abrigo, impropio de la estación, estaba cubierto de polvo, y su antes flamante sombrero presentaba un aspecto raído, derrotado en cierto sentido. Sus mejillas, antes bien afeitadas, tenían ahora sombra de barba… y parte de esa barba era blanca. Tenía los ojos inyectados en sangre. Aún no se había dado a la bebida —por lo menos no la olí— pero pensé que quizá no tardase en hacerlo. El frente verde se encontraba, a fin de cuentas, dentro de su pequeño círculo de actividad, y sostener todas esas cuerdas temporales en la cabeza tenía que doler. Los múltiples pasados ya eran bastante malos, pero ¿cuando se añadían múltiples futuros? Cualquiera se lanzaría por la botella si la tuviera a mano.
Había pasado una hora en 2011. Tal vez un poco más. ¿Cuánto había sido para él? No lo sabía. No lo quería saber.
—Gracias a Dios —dijo…, justo como había hecho antes.
Pero cuando una vez más intentó asir mi mano con las dos suyas, la aparté. Tenía las uñas largas y negras de roña. Los dedos temblaban. Eran las manos (y el abrigo, el sombrero y la tarjeta en la cinta del sombrero) de un borrachín en ciernes.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —me dijo.
—Sé lo que tú quieres que haga.
—No tiene nada que ver con querer. Tienes que regresar una última vez. Si todo está bien, saldrás al restaurante. Pronto lo quitarán y, cuando eso pase, la burbuja que ha causado toda esta locura estallará. Es un milagro que haya aguantado tanto tiempo. Tienes que cerrar el círculo.
Volvió a estirar las manos hacia mí. Esa vez hice algo más que retirarme; di media vuelta y corrí hacia el aparcamiento. Él salió disparado detrás de mí. Por culpa de mi rodilla mala, lo tenía más cerca de lo que debería. Lo oía justo a mi espalda mientras pasaba por delante del Plymouth Fury que era el doble del coche que había visto una noche delante de los Bungalows Candlewood sin darle importancia. Después llegué al cruce de Main con la Antigua Carretera de Lewiston. Al otro lado, el eterno rebelde rockabilly tenía la pierna doblada y la bota apoyada en el lateral de la frutería Kennebec.
Crucé corriendo las vías del tren, temeroso de que mi pierna me traicionase en los escombros, pero fue Lang el que tropezó y cayó. Lo oí gritar —un graznido desesperado y solitario— y sentí un instante de pena por él. El hombre tenía un deber muy duro. Pero no dejé que la pena me frenase. Los imperativos del amor son crueles.
El autobús expreso de Lewiston estaba llegando. Crucé a la carrera la intersección y el conductor tocó el claxon. Pensé en otro bus, abarrotado de personas que iban a ver al presidente. Y a su señora, claro está, la del vestido rosa. Rosas tendidas entre ellos sobre el asiento. No amarillas sino rojas.
—¡Jimla, vuelve!
Era correcto. Yo era el Jimla a fin de cuentas, el monstruo de la pesadilla de Rosette Templeton. Pasé cojeando por delante de la frutería Kennebec, ya con mucha ventaja sobre Míster Tarjeta Ocre. Esa carrera la iba a ganar. Era Jake Epping, profesor de instituto; era George Amberson, aspirante a novelista; era el Jimla, que estaba poniendo en peligro el mundo entero con cada paso que daba.
Aun así seguí corriendo.
Pensé en Sadie, alta, serena y bella, y seguí corriendo. Sadie que era propensa a los accidentes e iba a tropezar con un mal hombre llamado John Clayton. Contra él se magullaría algo más que las espinillas. «El mundo bien perdido por amor»… ¿eso era de Dryden o de Pope?
Me detuve a la altura de Titus Chevron, jadeando. Al otro lado de la calle, el beatnik propietario de El Alegre Elefante Blanco fumaba su pipa y me observaba. Míster Tarjeta Ocre estaba plantado en la boca del callejón de detrás de la frutería Kennebec. Al parecer era todo lo lejos que podía ir en esa dirección.
Estiró las manos hacia mí, lo que fue malo. Después cayó de rodillas y unió las manos por delante de él, lo que fue muchísimo peor.
—¡No lo hagas, por favor! ¡Tienes que saber el coste!
Lo sabía y aun así seguí adelante. Había una cabina de teléfonos nada más pasar la iglesia de San José. Me encerré dentro, consulté el listín telefónico y eché una moneda.
Cuando llegó el taxi, el conductor fumaba Lucky y tenía la radio sintonizada en la WJAB.
La historia se repite.