Recorrí con paso pausado Main Street hasta llegar a la fábrica en ruinas y la tienda Quik-Flash abandonada que se alzaba delante de ella. Caminé con la cabeza gacha, sin buscar a Desnarigado, Don Calvo y el resto de esa alegre pandilla. Pensé que, si seguían por ahí cerca, me rehuirían. Me tomaban por loco. Probablemente lo estaba.
«Aquí todos estamos locos» fue lo que el Gato de Cheshire le dijo a Alicia. Después desapareció. A excepción de la sonrisa, eso sí. Si mal no recuerdo, la sonrisa se quedó un rato.
Ya entendía más. No todo, porque dudo que ni siquiera los Místers de las Tarjetas lo entendieran todo (y después de pasar un tiempo de servicio, no entendían casi nada), pero eso seguía sin ayudarme con la decisión que debía tomar.
Cuando me agaché para pasar por debajo de la cadena, algo explotó muy a lo lejos. No me sobresaltó. Supuse que abundarían las explosiones. Cuando la gente empieza a perder la esperanza, es lo normal.
Entré en el baño de la parte de atrás de la tienda y casi tropecé con mi chaqueta forrada de borrego. La aparté de una patada —no la necesitaría allá adonde iba— y me dirigí poco a poco a las cajas apiladas que tanto se parecían al nido de francotirador de Lee.
Jodidas armonías.
Aparté las suficientes para meterme en la esquina y luego las reamontoné con cuidado a mi espalda. Avancé paso a paso, pensando una vez más en cómo un hombre o una mujer tantea en busca del principio de una escalera cuando la oscuridad es completa. Pero allí no había escalón, solo ese extraño desdoblamiento. Avancé, observé cómo reverberaba la mitad inferior de mi cuerpo, y luego cerré los ojos.
Otro paso. Y otro. Ya sentía calor en las piernas. Dos pasos más y el sol mudó a rojo el negro de detrás de mis párpados. Di un paso más y oí el chasquido dentro de mi cabeza. Acto seguido, me llegó el shat-HOOSH, shat-HOOSH de las tejedoras.
Abrí los ojos. El hedor de los servicios sucios y abandonados había dado paso al de una fábrica textil que funcionaba a pleno rendimiento en un año en que no existía la Agencia de Protección del Medio Ambiente. Había cemento agrietado bajo mis pies en vez de linóleo pelado. A mi izquierda se encontraban los grandes contenedores metálicos llenos de restos de tejido y cubiertos por una loneta. A mi derecha quedaba el secadero. Eran las once y cincuenta y ocho de la mañana del nueve de septiembre de 1958. Harry Dunning era de nuevo un niño pequeño. Carolyn Poulin estaba en la quinta hora del instituto, quizá escuchando al profesor, quizá fantaseando sobre algún chico o sobre cómo iría a cazar con su padre al cabo de un par de meses. Sadie Dunhill, que todavía no estaba casada con el señor Escoba Busca Soltera, vivía en Georgia. Lee Harvey Oswald estaba en el mar del Sur de China con su unidad de Marines. Y John F. Kennedy era el senador más reciente de Massachusetts, cargado de sueños presidenciales.
Había vuelto.