—Tengo que irme —dije—. ¿Estarás bien?
—Hasta que deje de estarlo. Como todos los demás. —Me miró con detenimiento—. Jake, ¿de dónde has salido? ¿Y por qué cojones me da la impresión de que te conozco?
—¿A lo mejor porque siempre conocemos a nuestros ángeles buenos?
—Chorradas.
Quería irme. En términos generales, pensaba que mi vida después del siguiente reinicio iba a ser mucho más sencilla. Pero antes, como ese era un buen hombre que había sufrido mucho en sus tres encarnaciones, volví a acercarme a la repisa de la chimenea y descolgué una de las fotografías enmarcadas.
—Ten cuidado con eso —dijo Harry, quisquilloso—. Es mi familia.
—Lo sé. —La dejé en sus manos sarmentosas y cubiertas de manchas de vejez, una foto en blanco y negro que, a juzgar por el aspecto algo difuso de la imagen, era una ampliación de una instantánea Kodak—. ¿La sacó tu padre? Lo pregunto porque es el único que no sale.
Me miró con curiosidad y después contempló otra vez la fotografía.
—No —dijo—. La sacó una vecina en el verano de 1958. Para entonces mi padre y mi madre estaban separados.
Me pregunté si la vecina había sido a la que había visto fumar un pitillo mientras alternaba entre lavar el coche de la familia y rociar al perro de la familia. Por algún motivo estaba seguro de que había sido ella. Desde las profundidades de mi cabeza, como un sonido que subiera de un pozo muy hondo, llegaron las voces cantarínas de las niñas de la comba: «Mi viejo un submarino go-bier-na».
—Tenía problemas con la bebida. En aquel entonces no estaba tan mal visto, muchos hombres bebían demasiado y aguantaban bajo el mismo techo que sus esposas, pero él tenía muy mal vino.
—Apuesto a que sí —dije.
Volvió a mirarme, con mayor intensidad, y luego sonrió. Había perdido la mayor parte de los dientes, pero la sonrisa seguía siendo agradable.
—Dudo que sepas de lo que hablas. ¿Cuántos años tienes, Jake?
—Cuarenta. —Aunque estaba seguro de que esa noche parecía mayor.
—Lo que significa que naciste en 1971.
En realidad había sido en el 76, pero no tenía manera de decírselo sin mencionar los cinco años perdidos que habían caído por la madriguera de conejo, como Alicia en el País de las Maravillas.
—Algo así —dije—. Esa foto la sacaron en la casa de Kossuth Street. —Pronunciado a la manera de Derry: Cossut.
Señalé con el dedo a Ellen, que estaba de pie a la izquierda de su madre, pensando en la versión adulta con la que había hablado por teléfono; llamémosla Ellen 2.0. También pensaba —era inevitable— en Ellen Dockerty, la versión armónica que había conocido en Jodie.
—Aquí no se ve, pero era una pequeña pelirroja, ¿no? Una Lucille Ball en miniatura.
Harry no dijo nada, solo abrió la boca.
—¿Se metió a cómica? ¿U otra cosa? ¿Radio o televisión?
—Tiene un programa de música en la emisora pública canadiense de la Provincia de Maine —respondió con un hilo de voz—. Pero cómo…
—Aquí está Troy… y Arthur, también conocido como Tugga… y este eres tú, con el brazo de tu madre encima. —Sonreí—. Tal y como Dios lo planeó. —Ojalá pudiera mantenerse así. Ojalá.
—Yo… tú…
—A tu padre lo asesinaron, ¿no es así?
—Sí. —La cánula se le había torcido en la nariz, y la enderezó con un movimiento lento de la mano, como un hombre que sueña con los ojos abiertos—. Lo mataron de un disparo en el cementerio de Longview mientras ponía flores en la tumba de sus padres. Solo unos meses después de que nos sacaran esta foto. La policía detuvo por ello a un hombre llamado Bill Turcotte…
Vaya. Eso no lo había visto venir.
—… pero tenía una coartada convincente y al final tuvieron que soltarlo. Nunca atraparon al asesino. —Asió una de mis manos—. Señor… hijo… Jake… esto es una locura, pero… ¿fuiste tú quien mató a mi padre?
—No seas tonto. —Cogí la foto y volví a colgarla en la pared—. No nací hasta 1971, ¿recuerdas?