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Cuando era pequeño —tendría cuatro años, quizá incluso tres— un tío mío borracho me contó «Caperucita Roja». No la versión normal de los libros de cuentos, sino la de adultos, llena de gritos, sangre y el golpe seco del hacha del leñador. Guardo un vivido recuerdo de la experiencia aun a día de hoy, pero solo retengo un puñado de detalles: los dientes del lobo expuestos en una sonrisa resplandeciente, por ejemplo, y la abuelita empapada de sangre renaciendo de la panza rajada de la bestia. Éste es mi modo de deciros que, si esperáis La breve historia alternativa del mundo según Harry Dunning le contó a Jake Epping, ya os podéis ir olvidando. No fue solo el horror de descubrir hasta qué punto se habían estropeado las cosas, sino también mi necesidad de volver y enmendarlas.

Aun así destacan unos pocos detalles. La búsqueda a escala mundial de George Amberson, por ejemplo. No hubo suerte —George estaba más desaparecido que el juez Crater—, pero en los cuarenta y ocho años transcurridos desde el intento de asesinato en Dallas, Amberson se había convertido en un personaje casi mítico. ¿Salvador o parte de la trama? La gente llegaba a celebrar convenciones anuales para debatirlo y, al escuchar cómo Harry contaba esa parte, me fue imposible no pensar en todas las teorías de la conspiración que habían brotado en torno a la versión de Lee que había logrado su objetivo. Como sabemos, clase, el pasado armoniza.

Kennedy esperaba cosechar una victoria aplastante ante Barry Goldwater en el 64; en lugar de eso había ganado por menos de cuarenta votos electorales, un margen que solo los incondicionales del Partido Demócrata consideraron respetable. A principios de su segunda legislatura, enfureció tanto a los votantes de derechas como al alto mando militar al declarar Vietnam del Norte «menos peligroso para nuestra democracia que la desigualdad racial en nuestras escuelas y ciudades». No retiró por completo las tropas estadounidenses, pero quedaron confinadas a Saigón y un anillo en torno a ella que se llamó —sorpresa, sorpresa— la Zona Verde. En vez de inyectar grandes cantidades de soldados, la segunda administración Kennedy inyectó grandes cantidades de dinero. Es el Estilo Americano.

Las grandes reformas de los derechos civiles de los sesenta nunca llegaron a producirse. Kennedy no era LBJ y, como vicepresidente, Johnson se hallaba en una posición de especial impotencia para ayudarle. Los republicanos y los demócratas del Sur se dedicaron a obstruir el funcionamiento del Congreso durante ciento diez días; uno llegó a morir mientras tenía el uso de la palabra y se convirtió en un héroe de la derecha. Cuando Kennedy por fin se rindió, realizó un comentario de pasada que lo atormentaría hasta el día de su muerte en 1983: «La América blanca ha llenado esta cámara de leña; ahora arderá».

A continuación llegaron los disturbios raciales. Mientras Kennedy andaba entretenido con ellos, los ejércitos norvietnamitas invadieron Saigón… y el hombre que me había metido en aquello acabó paralítico en un accidente de helicóptero en la cubierta de un portaaviones estadounidense. La opinión pública empezó a inclinarse poderosamente en contra de JFK.

Un mes después de la caída de Saigón, Martin Luther King fue asesinado en Chicago. El culpable resultó ser un agente del FBI llamado Dwight Holly que actuó por su cuenta. Antes de morir a su vez, declaró que había ejecutado una orden de Hoover. Chicago ardió. Lo mismo hicieron otras doce ciudades estadounidenses.

George Wallace fue elegido presidente. Para entonces los terremotos ya eran un serio problema. Wallace no podía hacer nada sobre ellos, de manera que se conformó con imponer la sumisión a Chicago a base de bombas incendiarias. Eso, según Harry, fue en junio de 1969. Un año más tarde, el presidente Wallace ofreció a Ho Chi Minh un ultimátum: convierta Saigón en una ciudad libre como Berlín o véala convertirse en una ciudad muerta como Hiroshima. El tío Ho se negó. Si creía que Wallace amenazaba de farol, se equivocaba. Hanoi se convirtió en una nube radiactiva el 9 de agosto de 1969, veinticuatro años exactos después de que Harry Truman soltara al Gordo sobre Nagasaki. El vicepresidente Curtis LeMay se encargó en persona de la misión. En un discurso a la nación, Wallace lo calificó de voluntad de Dios. La mayoría de los estadounidenses estuvieron de acuerdo. Los índices de aprobación de Wallace eran altos, pero había al menos un hombre que no lo aprobaba. Se llamaba Arthur Bremer y el 15 de mayo de 1972 mató a Wallace a tiros cuando este hacía campaña para la reelección en un centro comercial de Laurel, Maryland.

—¿Con qué clase de arma?

—Me parece que fue un revólver del .38.

Claro que sí. A lo mejor un Especial de la policía, pero probablemente un modelo Victory, el mismo tipo de pistola que se había cobrado la vida del agente Tippit en otra cuerda temporal.

Ahí fue donde empecé a perder el hilo. Donde el pensamiento tengo que arreglar esto, arreglar esto, arreglar esto comenzó a repicar en mi cabeza como un gong.

Hubert Humphrey llegó a la presidencia en el 72. Los terremotos empeoraron. La tasa mundial de suicidios se disparó. Florecieron los fundamentalismos de toda clase. El terrorismo fomentado por los extremistas religiosos floreció con ellos. India y Pakistán entraron en guerra; brotaron más hongos nucleares. Bombay no se convirtió nunca en Mumbai; en lo que se convirtió fue en ceniza radiactiva volando en un viento de cáncer.

Lo mismo pasó con Karachi. Solo cuando Rusia, China y Estados Unidos prometieron bombardear ambos países hasta devolverlos a la Edad de Piedra cesaron las hostilidades.

En 1976, Ronald Reagan barrió a Humphrey de costa a costa; el pobre no pudo llevarse ni su estado natal de Minnesota.

Dos mil personas cometieron un suicidio colectivo en Jonestown, Guyana.

En noviembre de 1979, estudiantes iraníes invadieron la embajada estadounidense en Teherán y tomaron no sesenta y seis rehenes sino más de doscientos. Rodaron cabezas en la televisión iraní. Reagan había aprendido del Infierno de Hanoi lo suficiente para mantener las nucleares en sus bodegas de bombas y silos de misiles, pero mandó tropa para dar y regalar. Los restantes rehenes fueron, por supuesto, ejecutados, y un grupo terrorista emergente que se hacía llamar La Base —o, en árabe, Al-Qaida— empezó a poner bombas aquí, allí y en todas partes.

—El hijo puta hacía unos discursos cojonudos, pero no entendía el islamismo militante —dijo Harry.

Los Beatles se reunieron y tocaron un Concierto por la Paz. Un terrorista suicida entre el público detonó su chaleco y mató a trescientos espectadores. Paul McCartney se quedó ciego.

Oriente Medio estalló en llamas al cabo de poco.

Rusia se hundió.

Un grupo —probablemente formado por rusos exiliados y fanáticos de la línea dura— empezó a vender armas atómicas a grupos terroristas, entre ellos La Base.

—Para 1994 —dijo Harry con su voz seca— los yacimientos petrolíferos de por allí eran campos de cristal negro. De ese que brilla en la oscuridad. Desde entonces, sin embargo, el terrorismo más o menos se ha consumido. Alguien detonó una bomba atómica dentro de una maleta en Miami hace dos años, pero no funcionó muy bien. Bueno, pasarán sesenta u ochenta años antes de que nadie pueda montar fiestas en South Beach, y por supuesto el golfo de México es básicamente una sopa muerta, pero solo han fallecido diez mil personas por culpa de la radiación. Para entonces no era problema nuestro. Maine aprobó incorporarse a Canadá, y el presidente Clinton nos dijo adiós de mil amores.

—¿Bill Clinton es presidente?

—Dios, no. Tenía la victoria asegurada en las primarias de 2004, pero murió de un ataque al corazón en la convención del partido. Su mujer lo sustituyó. Ella es la presidenta.

—¿Está haciendo un buen trabajo?

Harry hizo un gesto con la mano.

—No está mal…, pero los terremotos no pueden legislarse. Y eso es lo que al final acabará con nosotros.

Desde arriba volvió a sonar ese desgarro acuoso. Alcé la vista. Harry no.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Hijo —respondió—, nadie parece saberlo. Los científicos discuten, pero en este caso yo creo que los predicadores pueden no andar desencaminados. Dicen que Dios se está preparando para derruir todas las obras de sus manos, tal y como Sansón derruyó el Templo de los Filisteos. —Se bebió el resto de su whisky. Un precario color había florecido en sus mejillas… que estaban, por lo que alcanzaba a ver, libres de llagas de radiación—. Y en eso me parece que a lo mejor tienen razón.

—Dios todopoderoso —dije.

Me miró sin inmutarse.

—¿Has oído suficiente historia, hijo?

Suficiente para toda una vida.