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Aún vivía en Goddard Street. Lo empujé por la rampa del porche, donde se sacó de alguna parte un enorme manojo de llaves. Las necesitaba. La puerta de entrada tenía no menos de cuatro cerraduras.

—¿Estás de alquiler o es tuya?

—Oh, es toda mía —contestó—. Por lo que vale…

—Me alegro por ti. —Antes estaba alquilado.

—Todavía no me ha dicho cómo es que sabe cómo me llamo.

—Antes tomemos esa copa. No me vendrá mal.

La puerta se abría a un salón que ocupaba la mitad delantera de la casa. Me dijo «so», como si fuera un caballo, y encendió un camping gas. A su luz vi muebles de esos que se llaman «viejos pero prácticos». En el suelo había una bonita estera. No había certificado de estudios en ninguna de las paredes —ni por supuesto una redacción enmarcada que llevase por título «El día que cambió mi vida»—, pero había muchas imágenes católicas y montones de fotos. No me sorprendió reconocer a varios de los retratados. Había coincidido con ellos, a fin de cuentas.

—Eche los cerrojos, haga el favor.

Nos aislé del oscuro e inquietante Lisbon Falls, y cerré ambos pestillos.

—El que da vuelta también, si no le importa.

Lo giré y oí un contundente chasquido. Harry, entretanto, rodaba por su salón encendiendo la misma clase de alargadas lámparas de queroseno que recordaba vagamente haber visto en casa de mi abuela Sarie. Iluminaban mejor la sala que el camping gas y, cuando apagué el resplandor cálido y blanco de este último, Harry Dunning asintió en señal de aprobación.

—¿Cómo se llama, señor? Mi nombre ya lo sabe.

—Jake Epping. Supongo que no te suena de nada, ¿verdad?

Reflexionó y luego sacudió la cabeza.

—¿Debería?

—Probablemente no.

Me tendió la mano. Temblaba ligeramente con un principio de parálisis.

—Aun así, le estrecho la mano. Eso podría haberse puesto feo.

Se la estreché con alegría. Hola, nuevo amigo. Hola, viejo amigo.

—Vale, ahora que ya hemos cumplido con las formalidades, podemos beber con la conciencia tranquila. Sacaré ese whisky de malta. —Se dirigió hacia la cocina impulsándose con brazos algo temblorosos pero aún fuertes. La silla tenía un motorcito, pero o no funcionaba o estaba ahorrando batería. Me miró por encima del hombro—. No es usted peligroso, ¿verdad? Para mí, me refiero.

—Para ti, no, Harry. —Sonreí—. Soy tu ángel bueno.

—Eso es raro de cojones —dijo—. Pero hoy en día, ¿qué no lo es?

Entró en la cocina, donde pronto brilló una acogedora luz anaranjada. Allí dentro, todo parecía acogedor. Pero fuera… en el mundo…

¿Qué demonios había hecho?