Estaba oscuro la última vez que había bajado por la madriguera de conejo, de modo que, por supuesto, tampoco había luz ahora, porque solo era dos minutos más tarde. Mucho había cambiado en esos dos minutos, sin embargo. Lo adivinaba incluso en la penumbra. En algún momento de los pasados cuarenta y ocho años, la fábrica había ardido. Lo único que quedaba eran cuatro muros chamuscados, una chimenea caída (que me recordó, inevitablemente, a la que había visto en el solar de la fundición Kitchener de Derry) y varias pilas de cascotes. No había carteles de Your Maine Snuggery, L. L. Bean Express o cualquier otra tienda de gama alta. Se trataba de una fábrica derruida a orillas del Androscoggin. Nada más.
En la noche de junio en la que había partido en mi misión de cinco años para salvar a Kennedy, la temperatura era agradable y templada. Ahora hacía un calor espantoso. Me quité la chaqueta forrada de borrego que había comprado en Auburn y la tiré al baño maloliente. Cuando cerré la puerta otra vez, vi el cartel que tenía pegado: ¡BAÑO AVERIADO! ¡¡¡NO HAY VÁTER!!! ¡¡¡EL COLECTOR ESTÁ ROTO!!!
Los presidentes jóvenes y apuestos morían y los presidentes jóvenes y apuestos vivían, las jóvenes bellas vivían y luego morían, pero la tubería de desagüe rota bajo el patio de la vieja fábrica Worumbo al parecer era eterna.
También seguía allí la cadena. Caminé hasta ella pegado al viejo y sucio edificio de bloques de hormigón que había sustituido al secadero. Cuando me agaché por debajo de la cadena y giré hacia la fachada del edificio, vi que era una tienda abandonada llamada Quik-Flash. Los cristales estaban rotos y se habían llevado todas las estanterías. El local no era más que una carcasa en la que una luz de emergencia, con la batería casi agotada, zumbaba como una mosca muerta sobre una funda para ventanas. Había una pintada en lo que quedaba del suelo y la luz justa para leerla: FUERA DEL PUEBLO PAKI CABRÓN.
Crucé el cemento resquebrajado del patio. El aparcamiento que antaño usaban los obreros de la fábrica había desaparecido. No habían construido nada en él; solo era un rectángulo vacío lleno de botellas rotas, trozos de asfalto viejo como piezas de un rompecabezas y pegotes mustios de malas hierbas. De algunas colgaban condones usados como antiguas serpentinas. Alcé la vista para mirar las estrellas y no vi ninguna. El cielo estaba cubierto de nubes bajas lo bastante finas para que se filtrara un poco de luna a través de ellas. El intermitente del cruce de Main Street y la Ruta 196 (otrora conocida como Antigua Carretera de Lewiston) había sido sustituido en algún momento por un semáforo, pero estaba apagado. Daba lo mismo porque no había tráfico en ninguna dirección.
La Compañía Frutera había desaparecido. En su lugar había un agujero. Al otro lado de la calle, donde estaba el frente verde en 1958 y debería de haberse alzado un banco en 2011, había algo llamado Cooperativa Alimentaria de la Provincia de Maine. Solo que esas ventanas también estaban rotas y cualquier artículo que pudiera haberse encontrado dentro había volado hacía mucho. El local estaba tan saqueado como el Quik-Flash.
Cuando había atravesado la mitad del cruce, me dejó paralizado un ruido colosal, como un desgarrón acuoso. Lo único que podía imaginar que emitiera un ruido como ese era alguna especie de avión de hielo que se derritiera a la vez que rompía la barrera del sonido. El suelo bajo mis pies tembló por un momento. Sonó una alarma de coche y luego se apagó. Los perros ladraron y después se fueron callando uno tras otro.
Un terremoto en Los Ángeles, pensé. Siete mil muertos.
Unos faros bañaron la Ruta 196 y yo crucé a la acera de enfrente a toda prisa. El vehículo resultó ser un pequeño autobús cuadrado que llevaba ROTONDA escrito en la ventanilla luminosa que indicaba su destino. Eso me sonaba vagamente, pero no sé por qué. Un armónico, supuse. Sobre el techo del autobús había varios cachivaches giratorios que parecían ventiladores de calefacción. ¿Turbinas de viento, quizá? ¿Era posible? No sonaba ningún motor de combustión interna, solo un leve zumbido eléctrico. Observé hasta que la ancha medialuna de su única luz trasera se perdió de vista.
Vale, de modo que los motores de gasolina se estaban reemplazando en esa versión del futuro, esa cuerda, por usar el término de Zack Lang. Eso era bueno, ¿no?
Posiblemente, pero el aire parecía pesado y como muerto mientras lo llevaba a mis pulmones, y flotaba una especie de poso olfativo que me recordaba a cómo olía el transformador de mis trenes Lionel cuando, de pequeño, le metía demasiada caña. «Es hora de apagarlo y dejarlo descansar un rato», decía mi padre.
En Main Street había unos pocos comercios que parecían medio vivos, pero en su mayor parte eran una ruina. La acera estaba agrietada y cubierta de basura. Vi media docena de coches aparcados y todos eran o bien un híbrido de electricidad y gasolina o bien iban equipados con esos aparatos giratorios en el techo. Uno de ellos era un Honda Zephyr, otro un Takuro Spirit y aun otro un Ford Brisa. Parecían viejos, y un par habían sido objeto de vandalismo. Todos llevaban pegatinas rosa en los parabrisas con letras negras lo bastante grandes para leerlas a pesar de la penumbra: ADHESIVO «A» PROVINCIA DE MAINE SIEMPRE MOSTRAR CARTILLA DE RACIONAMIENTO.
Una pandilla de chavales reía y hablaba al otro lado de la calle.
—¡Eh! —les grité desde mi acera—. ¿La biblioteca sigue abierta?
Me miraron. Vi el parpadeo de luciérnaga de los cigarrillos… aunque el olor que me llegó flotando era casi a ciencia cierta de marihuana.
—¡Que te den por culo, tío! —me respondió uno a voces. Otro dio media vuelta, se bajó los pantalones y me hizo un calvo.
—¡Si encuentras algún libro aquí dentro, es todo tuyo!
Hubo carcajadas generalizadas y luego siguieron caminando, hablando en voz más baja y mirando atrás.
No me importó el calvo —no era el primero que me hacían—, pero esas miradas no me gustaron, y menos aún las voces bajas. Quizá se cocía alguna conspiración. Jake Epping no creía exactamente eso, pero George Amberson sí; George había visto de todo y fue George el que se agachó, agarró dos trozos de cemento del tamaño de un puño y se los guardó en los bolsillos delanteros, por si las moscas. Jake pensó que era una tontería, pero no puso pegas.
Una manzana más adelante, el distrito comercial (por llamarlo de alguna manera) llegaba a un abrupto final. Vi a una anciana que pasaba con prisas y ojeando con nerviosismo a los chicos, que ya estaban un poco más lejos en la otra acera de Main. Llevaba un pañuelo y lo que parecía un respirador, de esos que usa la gente que tiene EPOC o un enfisema avanzado.
—Señora, ¿sabe si la biblioteca…?
—¡Déjame en paz! —Había miedo en sus ojos, muy abiertos. La luna brilló por un instante a través de una separación entre nubes y vi que la mujer tenía la cara cubierta de llagas. La de debajo del ojo derecho parecía llegarle hasta el hueso—. ¡Tengo un papel que dice que puedo salir, lleva el sello del ayuntamiento, o sea que déjame en paz! ¡Voy a ver a mi hermana! Ya tengo suficiente con esos chicos, y pronto empezarán con las gamberradas. ¡Si me tocas, le daré a mi zumbador y vendrá un policía!
No sé por qué, lo dudaba.
—Señora, solo quiero saber si la biblioteca todavía está…
—¡Lleva años cerrada y todos los libros han volado! Ahora allí celebran Mítines de Odio. ¡Déjame en paz, digo, o zumbo para que venga un policía!
Se alejó a paso ligero, mirando por encima del hombro cada pocos segundos para cerciorarse de que no la seguía. La dejé poner suficiente distancia de por medio para sentirse cómoda y luego seguí mi camino por Main Street. Mi rodilla se estaba recuperando un poco de mis excesos en las escaleras del Depósito de Libros, pero seguía cojeando y todavía lo haría durante un tiempo. Había luces tras las cortinas de varias casas, pero estaba bastante seguro de que no las producía la Compañía Eléctrica de Maine. Se trataba de bombonas de camping gas y, en algunos casos, lámparas de queroseno. La mayoría de las casas estaban a oscuras. Algunas eran ruinas carbonizadas. Había una esvástica nazi en una de las ruinas y las palabras rata judía pintadas con espray sobre otra.
«Ya tengo suficiente con esos chicos, y pronto empezarán con las gamberradas».
Y… ¿de verdad había dicho «Mítines de Odio»?
Delante de una de las pocas casas que parecía en buen estado —era una mansión comparada con la mayoría de las demás— vi un largo travesaño con amarraderos, como en una película del oeste. Y en algún momento habían atado allí caballos de verdad. Cuando el cielo se iluminó en otro de esos espasmos difusos, vi restos de bosta, algunos de ellos frescos. Había una cancela delante del camino de entrada. La luna estaba oculta de nuevo, de modo que no pude leer el cartel que colgaba sobre las barras metálicas, pero no me hacía falta para saber que advertía NO ENTRAR.
En ese momento, por delante de mí, oí que alguien articulaba una sola palabra:
—¡Cabrón!
No sonaba joven, como uno de los gamberros, y provenía de mi lado de la calle más que del de ellos. El tipo parecía cabreado. También daba la impresión de que podría estar hablando consigo mismo. Caminé hacia la voz.
—¡Hijo de puta! —exclamó la voz, exasperada—. ¡Capullo!
Estaba quizá una manzana más arriba. Antes de que lo alcanzase, oí un sonoro golpe metálico y la voz masculina gritó:
—¡Perdeos! ¡Putos mocosos cabrones! ¡Perdeos antes de que saque mi pistola!
Eso fue acogido con risas burlonas. Eran los gamberros porretas, y la voz que replicó sin duda pertenecía al que me había hecho el calvo.
—¡La única pistola que tienes es la que llevas en los pantalones, y seguro que tiene el cañón mustio!
Más risas. Las siguió un agudo sonido metálico.
—¡Malnacidos, me habéis roto un radio! —Cuando el hombre volvió a chillarles, había en su voz un toque de miedo—. ¡No, no, quedaos en vuestra puta acera!
Las nubes se abrieron y asomó la luna. A su inconstante luz vi a un viejo en una silla de ruedas. Estaba en mitad de una de las calles que cruzaban Main; Goddard, si el nombre no había cambiado. Una de las ruedas se había metido en un bache y hacía que la silla se tambalease inclinada hacia la izquierda. Los chicos cruzaban hacia él. El que me había mandado a tomar por culo llevaba un tirachinas con una piedra de buen tamaño preparada. Eso explicaba los golpes metálicos.
—¿Llevas algún pavo viejo, abuelete? Ya que estamos, ¿tienes algún pavo nuevo o una lata?
—¡No! ¡Si no tenéis la puta decencia de sacarme de este agujero, por lo menos largaos y dejadme en paz!
Pero eran gamberros, y no pensaban hacerle caso. Iban a robarle cualquier mierdecilla que llevase encima; de paso quizá le darían una paliza, y lo volcarían, eso seguro.
Jake y George se unieron y los dos vieron rojo.
Los gamberros tenían la atención fija en el vejete de la silla de ruedas y no me vieron atajar hacia ellos en diagonal, tal y como había cruzado la sexta planta del Depósito de Libros Escolares. Mi brazo izquierdo aún me era bastante inútil, pero el derecho estaba en forma, fortalecido por tres meses de fisioterapia, primero en Parkland y luego en Eden Fallows. Y aún conservaba parte de la puntería que me había llevado a la tercera base del equipo de béisbol del instituto. Lancé el primer trozo de cemento desde diez metros de distancia y alcancé a Don Calvo en el centro del pecho. Gritó de dolor y sorpresa. Todos los chicos —eran cinco— se volvieron hacia mí. Cuando lo hicieron, vi que sus caras estaban tan desfiguradas como la de aquella mujer asustada. El del tirachinas, el señorito Porculo, era el peor. Donde le tocaría tener la nariz no había más que un agujero.
Pasé el segundo trozo de cemento de la mano izquierda a la derecha y se lo lancé al más alto, que llevaba unos pantalones enormes y anchos con la cintura subida casi hasta el esternón. Levantó un brazo para escudarse. Mi proyectil le dio en él y mandó por los aires el porro que sujetaba. El chico echó un vistazo a mi cara y después giró sobre sus talones y arrancó a correr. Don Calvo le siguió. Eso dejaba a tres.
—¡Dales pal pelo, hijo! —chilló el hombre de la silla de ruedas—. ¡Se lo tienen bien ganado, como hay Dios!
Estaba seguro de que era así, pero me superaban en número y me había quedado sin munición. Cuando te las ves con adolescentes, la única manera posible de ganar en una situación como esa es no demostrar miedo, solo genuina indignación adulta. No hay que aflojar, y no lo hice. Agarré al señorito Porculo por el pecho de su astrosa camiseta con la mano derecha y le arrebaté el tirachinas con la izquierda. Me miró fijamente, con los ojos desorbitados, y no ofreció resistencia.
—So mierdoso —dije pegando mi cara a la suya…, y no era ya que no tuviera nariz; olía a sudor, porro y mugre profunda—. Porque mira que hay que ser mierdoso para meterse con un viejo en silla de ruedas.
—¿Quién er…?
—El puto Charlie Chaplin. Fui a Francia para ver a las damas que danzan. Ahora largo de aquí.
—Devuélveme mi…
Sabía lo que quería y le aticé con ello en el centro de la frente. El golpe reabrió una de sus llagas y debió de dolerle una barbaridad, porque se le llenaron los ojos de lágrimas. Eso me asqueó y me dio lástima, pero intenté no mostrar ninguna de las dos emociones.
—No mereces nada, mierdoso, si no es la oportunidad de largarte de aquí antes de que te arranque tus patéticas pelotas de ese escroto podrido que debes de calzar y te las meta por ese agujero que tienes en vez de nariz. Una oportunidad. Aprovéchala. —Respiré hondo y después le grité a la cara en un chorro de ruido y saliva—: ¡Corre!
Observé cómo se alejaban y sentí vergüenza y euforia a partes aproximadamente iguales. El viejo Jake era un hacha imponiendo silencio en salas de estudio alborotadas los viernes por la tarde en vísperas de vacaciones, pero allí acababan más o menos sus habilidades. El nuevo Jake, sin embargo, era en parte George. Y George había visto muchas cosas.
Detrás de mí oí un acceso de tos cargada. Me recordó a Al Templeton. Cuando cesó, el viejo dijo:
—Amigo, habría estado meando cálculos renales durante cinco años solo por ver a esos imbéciles canallas huir de ese modo. No sé quién es usted, pero me queda un poco de Glenfiddich en la despensa, del bueno, y si me saca de este puto bache y me empuja a casa, lo compartiremos.
La luna se había escondido de nuevo, pero cuando reapareció entre las nubes irregulares le vi la cara. Llevaba una larga barba blanca y una cánula metida por la nariz pero, aun después de cinco años, no me costó reconocer al hombre que me había metido en ese lío.
—Hola, Harry —dije.