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Caminé hasta la cadena. El cartel que ponía PROHIBIDO EL PASO MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO HASTA QUE EL COLECTOR ESTÉ REPARADO chirrió mecido por el viento. Miré hacia atrás a Zack Lang, ese viajero de quién sabe cuándo. Me observaba sin expresión mientras los faldones de su abrigo negro ondeaban en torno a sus pantorrillas.

—¡Lang! Las armonías…, yo las causé todas. ¿No es así?

Tal vez asintió. No estoy seguro.

El pasado combatía el cambio porque era destructivo para el futuro. El cambio creaba…

Pensé en un viejo anuncio de cintas de audio Memorex. Salía una copa de cristal hecha añicos a causa de las vibraciones sonoras. Los puros armónicos.

—Y con cada cambio que conseguía realizar, esos armónicos aumentaban. Ése es el auténtico peligro, ¿verdad? Las putas armonías.

Ninguna respuesta. Quizá él lo había sabido y olvidado; quizá nunca había tenido la menor idea.

Simplifica, me dije… como había hecho cinco años antes, cuando aún tenían que aparecer las primeras mechas grises en mi cabello. Simplifica.

Pasé por debajo de la cadena con una punzada de dolor en la rodilla izquierda y luego me detuve un instante con la alta pared verde del secadero a mi izquierda. Esa vez no había ningún pedazo de cemento que señalase el punto en el que empezaba la escalera invisible. ¿A qué distancia de la cadena estaba? No me acordaba.

Caminé poco a poco, arrastrando los zapatos por el cemento agrietado. Shat-HOOSH, shat-HOOSH decían las tejedoras mecánicas… y entonces, al dar el sexto paso, y el séptimo, el sonido pasó a ser demasiado-LEJOS, demasiado-LEJOS. Di otro paso. Luego otro. Al cabo de poco llegaría al final del secadero y estaría en el patio de más allá. Se había ido. La burbuja había estallado.

Di un paso más y, aunque no había contrahuella de peldaño, por un breve momento vi mi zapato como una doble exposición. Estaba sobre el cemento, pero también en un sucio linóleo verde. Di otro paso, y todo yo pasé a ser una doble exposición. La mayor parte de mi cuerpo estaba junto al secadero de la fábrica Worumbo a finales de noviembre de 1963, pero parte de mí se encontraba en otro lugar, y no era la despensa del restaurante de Al.

¿Y si no salía a Maine, ni siquiera a la Tierra, sino a alguna extraña dimensión distinta, a un sitio con un cielo rojo irreal y un aire que me envenenaría los pulmones y pararía mi corazón?

Volví a mirar atrás. Lang estaba allí plantado, con el abrigo azotado por el viento. Seguía sin tener expresión en la cara. «Ahora dependes de ti —parecía decir esa cara vacía—. No puedo obligarte a nada».

Era cierto, pero a menos que atravesara la madriguera de conejo hasta la Tierra del Porvenir, no podría volver a la Tierra de Antaño. Y Sadie permanecería muerta para siempre.

Cerré los ojos y logré dar otro paso. De repente noté un leve olor a amoníaco y otro, más desagradable. Tras haber cruzado el país en los asientos de atrás de un montón de autobuses Greyhound, ese segundo olor resultaba inconfundible. Era el feo hedor de un retrete que necesitaba mucho más que un ambientador Glade en la pared para suavizarlo.

Con los ojos cerrados, di un paso más y oí ese extraño y ligero estallido dentro de mi cabeza. Abrí los ojos. Me encontraba en un baño pequeño y sucio. No había váter; lo habían arrancado y no quedaba de él más que la mugrienta sombra de su soporte. En una esquina había un vetusto disco ambientador que había cambiado su azul brillante activo por un gris inerte. Las hormigas pasaban por encima de un lado a otro. El rincón al que había salido estaba aislado del resto del baño por cajas de cartón llenas de botellas y latas vacías. Me recordó al nido de francotirador de Lee.

Aparté un par de cajas y me abrí paso en el pequeño cuarto. Me dirigí hacia la puerta, pero antes volví a dejar las cajas donde estaban. No tenía sentido facilitar que cualquiera topase por casualidad con la madriguera de conejo. Después salí afuera, de vuelta a 2011.