—Gracias a Dios —dijo. Cogió una de mis manos con las dos suyas y la estrujó. La carne de sus palmas estaba casi tan fría como el aire. Aparté la mano, pero con delicadeza. No percibía peligro en él, solo esa fina e insistente desesperación. Aunque eso de por sí podía resultar peligroso; podía ser tan afilado como la hoja del cuchillo que John Clayton había usado en la cara de Sadie.
—¿Quién eres? —pregunté—. ¿Y por qué me llamas Jimla? Jim LaDue está muy lejos de aquí, señor.
—No sé quién es Jim LaDue —dijo Míster Tarjeta Verde—. Me he mantenido tan lejos de tu cuerda como he…
Se detuvo. Su cara se contorsionó. Se llevó los lados de las manos a las sientes y apretó, como si quisiera sujetar su sesera. Pero fue la tarjeta metida en la cinta de su sombrero la que captó la mayor parte de mi atención. El color no se mantenía fijo del todo. Por un momento hizo unas aguas que me recordaron al salvapantallas que toma el control de mi ordenador cuando lleva inactivo quince minutos o así. El verde adquirió unos reflejos de un pálido amarillo canario. Después, mientras él bajaba poco a poco las manos, volvió al verde. Pero quizá no tan brillante como la primera vez que me había fijado.
—Me he mantenido tan lejos de tu cuerda como he podido —dijo el hombre del abrigo negro—, pero no ha sido posible del todo. Además, ahora hay muchas cuerdas. Gracias a ti y a tu amigo el cocinero, hay mucha basura.
—No entiendo nada de eso —dije, pero no era del todo cierto. Podía al menos imaginar el propósito de la tarjeta que llevaba ese hombre (y su borrachín antecesor). Eran como las insignias que llevaban los trabajadores de las centrales nucleares, solo que en vez de medir la radiación, las tarjetas evaluaban… ¿qué? ¿La cordura? Verde, conservabas todos los tornillos. Amarilla, empezabas a perderlos. Naranja, llamar a los hombres de las bata blanca. Y cuando la tarjeta se ponía negra…
Míster Tarjeta Verde me observaba con atención. Desde el otro lado de la calle no le habría echado más de treinta años. Ahora, al aproximarme, me parecía que rondaba los cuarenta y cinco. Solo que, cuando te acercabas lo bastante para mirarlo a los ojos, parecía más viejo que el tiempo y algo perturbado.
—¿Eres una especie de guardián? ¿Defiendes la madriguera de conejo?
Sonrió… o lo intentó.
—Así la llamaba tu amigo.
Se sacó del bolsillo un paquete de tabaco. No tenía marca. Eso era algo que no había visto nunca, ni allí en la Tierra de Antaño ni en la Tierra del Porvenir.
—¿Ésta es la única?
Sacó un mechero, hizo pantalla con la mano para impedir que el viento apagase la llama y después prendió fuego al extremo de su cigarrillo. El olor era dulce, más parecido a la marihuana que al tabaco. Pero no era marihuana. Aunque no llegó a decírmelo, creo que se trataba de algo medicinal. Quizá no tan diferente de mis polvos Goody para el dolor de cabeza.
—Hay unas pocas. Piensa en un vaso de ginger ale que se han dejado fuera olvidado.
—Vale…
—Al cabo de dos o tres días, casi todo el gas se ha ido, pero quedan unas pocas burbujas. Lo que vosotros llamáis madriguera de conejo no tiene nada de agujero. Es una burbuja. En cuanto a lo de defender…, no. En realidad, no. Estaría bien, pero podríamos hacer muy poco sin empeorar las cosas. Ése es el problema de viajar en el tiempo, Jimla.
—Me llamo Jake.
—Vale. Lo que hacemos, Jake, es observar. A veces avisamos. Como Kyle intentó avisar a tu amigo el cocinero.
O sea que el loco tenía un nombre. Un nombre perfectamente normal. Kyle, ni más ni menos. Eso empeoraba las cosas porque las hacía parecer más reales.
—¡Nunca intentó avisar a Al! ¡Lo único que hacía era pedir un dólar para comprar vino barato!
Míster Tarjeta Verde dio una calada a su cigarrillo, bajó la vista al cemento agrietado y arrugó la frente como si allí hubiera algo escrito. Shat-HOOSH, shat-HOOSH decían las tejedoras.
—Al principio lo intentó —dijo—. A su manera. Tu amigo estaba demasiado emocionado con el mundo nuevo que había encontrado para prestar atención. Y para entonces Kyle ya no estaba bien. Es un… ¿cómo decirlo? Un gaje del oficio. Lo que hacemos nos somete a una enorme tensión mental. ¿Sabes por qué?
Sacudí la cabeza.
—Piénsalo. ¿Cuántas excursioncillas y expediciones de compras hizo tu amigo el cocinero antes incluso de que se le pasara por la cabeza la idea de ir a Dallas a detener a Oswald? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Doscientas?
Intenté recordar el tiempo que había durado el restaurante de Al en el patio de la fábrica y no pude.
—Probablemente más, incluso.
—¿Y qué te contó? ¿Que cada viaje era la primera vez?
—Sí. Un reinicio completo.
Soltó una risa cansina.
—Qué iba a decir. La gente cree lo que ve. Y aun así, tendría que haberlo pensado mejor. Tú tendrías que haberlo pensado mejor. Cada viaje crea su propia cuerda y, cuando se juntan las suficientes, siempre se enmarañan. ¿Se le ocurrió alguna vez a tu amigo preguntarse cómo podía comprar la misma carne una y otra vez? ¿O por qué las cosas que se llevaba de 1958 nunca desaparecían cuando realizaba el siguiente viaje?
—Le pregunté por eso. No lo sabía, de modo que se desentendió.
Empezó a sonreír, pero se quedó en una mueca. El verde de la tarjeta que llevaba enganchada al sombrero empezó una vez más a difuminarse. Dio una honda calada a su cigarrillo de olor dulce. El color regresó y se estabilizó.
—Sí, desentenderse de lo obvio. Es lo que hacemos todos. Hasta después de que su cordura empezara a desmoronarse, Kyle sin duda sabía que sus viajes a esa licorería estaban empeorando su estado, pero a pesar de todo siguió. No le culpo; estoy seguro de que el vino aliviaba su dolor. Sobre todo hacia el final. Las cosas podrían haber ido mejor si no hubiese podido llegar a la licorería, si esta hubiese quedado fuera del círculo, pero no era así. Y realmente, ¿quién sabe? Aquí no hay culpas, Jake. No se condena a nadie.
Era bueno saberlo, pero solo porque significaba que podíamos conversar sobre este tema demencial como hombres medianamente racionales. Tampoco era que sus sentimientos me importasen mucho, en cualquier caso; yo seguía teniendo que hacer lo que tenía que hacer.
—¿Cómo te llamas?
—Zack Lang. Oriundo de Seattle.
—¿De Seattle cuándo?
—Esa pregunta carece de relevancia para la presente conversación.
—Te duele estar aquí, ¿no es así?
—Sí. Si no vuelvo, mi propia cordura no aguantará mucho más. Y los efectos residuales me acompañarán para siempre. El índice de suicidios es alto entre los de nuestra clase, Jake. Muy alto. Los hombres, y somos hombres, no alienígenas ni seres sobrenaturales, si eso era lo que estabas pensando, no están hechos para retener múltiples cuerdas de realidad en la cabeza. No es como usar la imaginación. No tiene nada que ver. Recibimos adiestramiento, claro está, pero aun así uno nota cómo le va comiendo por dentro. Como el ácido.
—De manera que cada viaje no es un reinicio completo.
—Sí y no. Deja un residuo. Cada vez que tu amigo el cocinero…
—Se llamaba Al.
—Sí, supongo que lo sabía, pero mi memoria ha empezado a fallar. Es como el Alzheimer, solo que no es Alzheimer. Es porque el cerebro no puede impedir el intento de reconciliar todos esos solapamientos finos de realidad. Las cuerdas crean múltiples imágenes del futuro. Algunas están claras, la mayoría son difusas. Por eso probablemente Kyle creyó que te llamabas Jimla. Debió de oírlo en alguna de las cuerdas.
No lo oyó, pensé. Lo vio en una especie de Cuerdavisión. En una valla publicitaria de Texas. A lo mejor incluso a través de mis propios ojos.
—No sabes la suerte que tienes, Jake. Para ti, viajar en el tiempo es sencillo.
No tan sencillo, pensé.
—Ha habido paradojas —señalé—. De toda clase. ¿O no?
—No, esa no es la palabra correcta. Son residuos. ¿No acabo de contarte eso? —Su incertidumbre parecía sincera—. Fastidian la máquina. Al final llegará el momento en que la máquina… se pare, sin más.
Pensé en cómo se había averiado el motor del Studebaker que Sadie y yo habíamos robado.
—Comprar carne una y otra vez en 1958 no era tan grave —dijo Zack Lang—. Sí, estaba causando problemas a largo plazo, pero era soportable. Entonces empezaron los grandes cambios. Salvar a Kennedy fue el mayor de todos.
Intenté hablar y no pude.
—¿Empiezas a entenderlo?
No del todo, pero captaba el contorno general y me estaba matando de miedo. El futuro pendía de unas cuerdas. Como una marioneta. Dios mío.
—El terremoto… lo causé de verdad. Cuando salvé a Kennedy… ¿qué hice? ¿Desgarrar el continuo espacio-tiempo? —Eso tendría que haber sonado estúpido, pero no. Sonó muy grave. Empezó a dolerme la cabeza.
—Tienes que volver ya, Jake. —Habló con dulzura—. Tienes que volver y ver exactamente lo que has hecho. Todo lo que has logrado con tu duro y sin duda bienintencionado trabajo.
No dije nada. La posibilidad de volver me había preocupado, pero ahora también me daba miedo. ¿Existe alguna frase más ominosa que «Tienes que ver exactamente lo que has hecho»? No se me ocurría ninguna.
—Ve. Echa un vistazo. Pasa un poco de tiempo. Pero solo un poco. Si esto no se arregla pronto, sucederá una catástrofe.
—¿Muy grande?
Habló con calma.
—Podría destruirlo todo.
—¿El mundo? ¿El sistema solar? —Tuve que apoyarme con una mano en el secadero para sostenerme en pie—. ¿La galaxia? ¿El universo?
—Más grande todavía. —Hizo una pausa porque quería asegurarse de que lo entendía. La tarjeta de su sombrero reverberó, se volvió amarilla y después regresó paulatinamente al verde—. La realidad misma.