Lisbon Falls apestaba como siempre, pero al menos había corriente; el intermitente del cruce destellaba mecido por el viento del noroeste. La frutería Kennebec estaba a oscuras y el escaparate aún estaba desprovisto de las manzanas, las naranjas y los plátanos que exhibiría más tarde. El cartel que colgaba en la puerta del frente verde anunciaba ABRIMOS A LAS 10. Un puñado de coches circulaban por Main Street y unos pocos peatones caminaban con el cuello de la chaqueta levantado. Al otro lado de la calle, sin embargo, la fábrica Worumbo funcionaba a pleno rendimiento. Oía el shat-HOOSH, shat-HOOSH de las máquinas tejedoras incluso desde donde estaba. Entonces oí otra cosa: alguien me estaba llamando, aunque no por ninguno de mis nombres.
—¡Jimla! ¡Oye, Jimla!
Me volví hacia la fábrica, pensando: Ha vuelto. Míster Tarjeta Amarilla ha vuelto de entre los muertos, igual que el presidente Kennedy.
Solo que no era Míster Tarjeta Amarilla, al igual que el taxista que me había recogido en la estación de autobuses no era el mismo que me había llevado de Lisbon Falls al Moto Hotel Tamarack en 1958. Salvo que los dos taxistas casi eran el mismo, porque el pasado armoniza, y el hombre del otro lado de la calle se parecía al que me había pedido un dólar porque ese día se pagaba doble en la licorería. Era mucho más joven que Míster Tarjeta Amarilla, y su abrigo negro estaba más nuevo y más limpio…, pero era casi el mismo.
—¡Jimla! ¡Aquí! —Me hacía señas. El viento agitaba los faldones de su abrigo; hizo que el cartel que tenía a su izquierda se balanceara sobre su cadena tal y como el intermitente lo hacía colgado de su cable. Aun así pude leerlo: PROHIBIDO EL PASO MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO HASTA QUE EL COLECTOR ESTÉ REPARADO.
Cinco años, pensé, y esa condenada tubería sigue averiada.
—¡Jimla! ¡No me hagas cruzar hasta donde estás!
Probablemente podría; su suicida predecesor había podido llegar hasta la licorería. Sin embargo, estaba seguro de que, si yo arrancaba a cojear por la Antigua Carretera de Lewiston lo bastante rápido, esa nueva versión no tendría nada que hacer. Quizá pudiera seguirme hasta el supermercado Red & White, donde Al había comprado su carne, pero si yo llegaba hasta Titus Chevron o hasta El Alegre Elefante Blanco, podía dar media vuelta y hacerle una pedorreta. Estaba anclado a las inmediaciones de la madriguera de conejo. En caso contrario, lo habría visto en Dallas. Lo sabía con la misma certeza con la que sabía que la gravedad impide que la gente salga flotando hacia el espacio.
Como para confirmarlo, me gritó:
—¡Jimla, por favor! —La desesperación que vi en su cara era como el viento: fina pero de algún modo implacable.
Miré en ambas direcciones por si venían coches, no vi ninguno y crucé la calle hacia él. Al acercarme, aprecié dos diferencias más. Como su predecesor, llevaba un sombrero fedora, pero estaba limpio en vez de mugriento. Y, como su predecesor, de la cinta de su sombrero asomaba una tarjeta coloreada, como el pase de prensa de un reportero a la antigua usanza. Solo que esa no era amarilla, ni naranja ni negra. Era verde.