Era una recepcionista distinta, pero me dio la misma habitación. Por supuesto. La tarifa era un poco más alta y el viejo televisor había dado paso a uno más nuevo, pero vi el mismo cartel apoyado en la antena de encima: ¡NO USE «PAPEL DE PLATA»! La calidad de imagen seguía siendo penosa. No había noticias, solo culebrones.
Lo apagué. Puse el cartel de NO MOLESTAR en la puerta. Eché las cortinas. Después me desvestí y me arrastré hasta la cama, donde —salvo por un viaje al baño a trompicones para aliviar mi vejiga— dormí doce horas de un tirón. Cuando desperté era plena noche, no había luz y fuera soplaba un fuerte viento del sudoeste. Un luminoso cuarto creciente lucía en lo alto del cielo. Saqué la manta extra del armario y dormí otras cinco horas.
Cuando desperté, el amanecer bañaba el Moto Hotel Tamarack con las tonalidades claras y las sombras de una fotografía del National Geographic. Una capa de escarcha cubría los coches aparcados delante de unas pocas habitaciones ocupadas y mi aliento formaba una nubecilla. Probé el teléfono, sin esperar nada, pero un joven de la recepción me atendió enseguida, aunque por la voz parecía aún medio dormido. Claro, dijo, los teléfonos funcionaban bien y con mucho gusto me llamaría un taxi; ¿adónde quería ir?
A Lisbon Falls, le dije. La esquina de Main Street con la Antigua Carretera de Lewiston.
—¿A la Frutería? —preguntó.
Llevaba fuera tanto tiempo que por un instante me pareció un sinsentido absoluto. Después até cabos.
—Exacto. A la Compañía Frutera del Kennebec.
Me voy a casa, me dije. Que Dios me ayude, me voy a casa.
Solo que me equivocaba; 2011 no era mi casa y solo permanecería allí un rato; suponiendo, claro, que pudiera llegar. Quizá solo unos minutos. Ahora mi hogar estaba en Jodie. O lo estaría, en cuanto Sadie llegara allí. Sadie la virgen. Sadie con sus piernas largas, su pelo largo y su propensión a tropezar con cualquier cosa que se le pusiera por delante…, aunque en el momento crucial fui yo quien cayó.
Sadie, con su cara intacta.
Ella era mi casa.