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Me apeé de mi último Greyhound en la estación de autobuses de Minot Avenue Auburn, Maine, cuando pasaba un poco del mediodía del 26 de noviembre. Después de más de ochenta horas de travesía casi ininterrumpida, aliviada tan solo por intervalos breves de sueño, me sentía como un producto de mi propia imaginación. Hacía frío. Dios se estaba aclarando la garganta y escupía nieve como quien no quiere la cosa desde un cielo gris sucio. Me había comprado unos vaqueros y un par de camisas azules de Chambray para sustituir el uniforme blanco de cocinero, pero esa ropa no bastaba ni por asomo. Había olvidado el tiempo de Maine durante mi estancia en Texas, pero mi cuerpo lo recordó en un visto y no visto y se echó a temblar. Hice mi primera parada en Louie’s for Men, donde encontré una chaqueta forrada de borrego de mi talla y la llevé al dependiente.

Éste soltó su ejemplar del Sun de Lewiston para atenderme, y vi mi foto —sí, la del anuario de la ESCD— en la portada, ¿DÓNDE ESTÁ GEORGE AMBERSON?, quería saber el titular. El dependiente introdujo el importe de la compra en la máquina registradora y me extendió un recibo. Di un golpecito con el dedo a mi imagen.

—¿Qué demonios cree que pasa con este tipo?

El dependiente me miró y se encogió de hombros.

—No quiere publicidad, y no le culpo. Yo quiero con locura a mi mujer y, si muriese de repente, no tendría ganas de que nadie me hiciera una foto para los periódicos o sacase mi jeta llorosa por la tele. ¿Usted sí?

—No —dije—. Supongo que no.

—Si yo fuera ese tipo, no asomaría hasta 1970. Que se pasara el revuelo. ¿No quiere una buena gorra para acompañar esa chaqueta? Ayer mismo me llegaron unas de franela. Las orejeras son buenas y gruesas.

De modo que compré una gorra para acompañar mi chaqueta nueva. Después recorrí cojeando las dos manzanas que me separaban de la estación de autobuses, balanceando mi maleta en el extremo de mi brazo bueno. Parte de mí quería ir a Lisbon Falls de inmediato para asegurarse de que la madriguera de conejo seguía allí. Pero si estaba, la usaría, no sería capaz de resistirme, y después de cinco años en la Tierra de Antaño, mi parte racional sabía que no estaba preparado para el asalto frontal de lo que había pasado a ser, en mi cabeza, la Tierra del Porvenir. Antes necesitaba descansar un poco. Descansar de verdad, no dar cabezadas en un asiento de autobús mientras unos crios aullaban y unos adultos achispados se reían.

Había cuatro o cinco taxis parados ante la acera, bajo una nieve que ya caía más en copos que en escupitinas. Me metí en el primero y agradecí el aliento de la calefacción. El taxista, un tipo gordo con, en la gastada gorra, una insignia que ponía VEHÍCULO CON LICENCIA, volvió la cabeza. Era un completo desconocido para mí, pero supe que, cuando encendiera la radio, estaría sintonizada en la WJAB de Portland y que, cuando sacase su tabaco del bolsillo del pecho, sería Lucky Strike. Todo vuelve.

—¿Adonde, jefe?

Le dije que me llevase al Moto Hotel Tamarack, en la 196.

—Marchando.

Puso la radio y sonaron los Miracles cantando «Mickey’s Monkey».

—¡Esos bailes modernos! —gruñó al tiempo que echaba mano a su tabaco—. Para lo único que sirven es para enseñar a los crios a sobarse y retorcerse.

—El baile es vida —dije.