En Little Rock compré un billete para el autobús del mediodía a Pittsburgh, con una sola parada en Indianápolis. Desayuné en la cafetería de la estación, junto a un vejete que comía con una radio portátil sobre la mesa. Era grande y estaba cubierta de relucientes diales. La noticia del día seguía siendo el intento de asesinato, por supuesto…, y Sadie. Sadie era un notición. Iban a dedicarle un funeral de estado, seguido de un entierro en el Cementerio Nacional de Arlington. Se rumoreaba que JFK en persona pronunciaría el panegírico. En el apartado de noticias relacionadas, el prometido de la señorita Dunhill, George Amberson, también de Jodie, Texas, tenía programado aparecer ante la prensa a las diez de la mañana, pero la hora se había aplazado a la tarde, sin aducir ningún motivo. Hosty me estaba proporcionando todo el tiempo que podía para que huyera. Bueno para mí. Para él también, claro. Y para su adorado director.
—«El presidente y sus heroicos salvadores no son la única noticia que ha salido de Texas esta mañana —dijo la radio del abuelo, e hice una pausa con una taza de café solo suspendida a medio camino entre el plato y mis labios. Notaba un regusto amargo en la boca que había aprendido a reconocer. Un psicólogo podría haberlo llamado presque vu (la sensación que a veces tienen las personas de que algo asombroso está a punto de suceder), pero mi nombre para el fenómeno era mucho más humilde: armonía—. En el apogeo de una tormenta eléctrica poco después de la una de la madrugada, un tornado inexplicable tomó tierra en Fort Worth y destruyó un almacén de Montgomery Ward y una docena de casas. Se ha confirmado la muerte de dos personas, y otras cuatro han desaparecido».
Que dos de las casas eran el 2703 y el 2706 de Mercedes Street no me cabía duda; un viento furioso las había borrado como una ecuación errónea.