Me puse el disfraz de pinche de cocina y bajé al primer sótano en un ascensor que olía a sopa de pollo, salsa barbacoa y Jack Daniel’s. Cuando se abrieron las puertas, atravesé con paso decidido la cocina cargada de humo y aromas. No creo que nadie me mirase siquiera.
Salí a un callejón donde un par de borrachos rebuscaban en un cubo de basura. Ellos tampoco me miraron, aunque sí alzaron la vista cuando un relámpago iluminó el cielo por un momento. Un sedán Ford sin nada especial esperaba al ralentí en la boca del callejón. Me subí al asiento de atrás y partimos. El conductor dijo una sola cosa antes de parar en la estación de autobuses Greyhound:
—Parece que va a llover.
Me ofreció tres billetes como la mano de póquer de un pobre. Cogí el de Little Rock. Disponía de alrededor de una hora. Entré en la tienda de regalos y compré una maleta barata. Si todo salía bien, al final tendría algo que meter en ella. No necesitaría mucho; en mi casa de Sabattus tenía ropa de toda clase y, aunque ese domicilio en particular quedaba casi cincuenta años en el futuro, esperaba estar allí en menos de una semana. Una paradoja que a Einstein podría encantarle, y que jamás cruzó mi cansada y pesarosa cabeza, era que —dado el efecto mariposa— casi seguro que la casa ya no sería mía. Si existía.
También compré un periódico, una edición extra del Sumes Herald. Había una sola foto, tal vez obtenida por un profesional, más probablemente obra de un afortunado asistente. Mostraba a Kennedy doblado sobre la mujer con la que había hablado no hacía mucho, la mujer que no había tenido manchas de sangre en su vestido rosa cuando por fin se lo había quitado esa noche.
John F. Kennedy protege a su mujer con su cuerpo mientras la limusina presidencial se aleja a toda velocidad de lo que casi fue una catástrofe nacional, rezaba el pie. Por encima de eso había un titular en letras de tipo treinta y seis. Cabía porque era una sola palabra:
¡SALVADO!
Pasé a la página dos y tuve que hacer frente a otra imagen. Ésa era de Sadie, con aspecto imposiblemente joven y bello. Sonreía. «Tengo toda la vida por delante», decía la sonrisa.
Sentado en uno de los bancos de listones de madera mientras los viajeros noctámbulos desfilaban por delante de mí, los bebés lloraban, los reclutas con sus macutos reían, los hombres de negocios se hacían sacar brillo a los zapatos y los altavoces anunciaban llegadas y partidas, doblé con cuidado los bordes de esa fotografía para poder cortarla sin desgarrarle la cara. Logrado eso, la miré durante largo rato y después la guardé doblada en mi cartera. El resto del periódico lo tiré. No contenía nada que quisiera leer.
Llamaron a embarcar al autobús de Little Rock a las once y veinte, y me sumé a la multitud que se agolpaba alrededor de la puerta correspondiente. Aparte de por las gafas falsas, no hice intento alguno de ocultar mi cara, pero nadie me miró con especial interés; solo era un glóbulo más en el torrente sanguíneo de la América en Tránsito, sin mayor importancia que cualquier otro.
Hoy he cambiado vuestras vidas, pensé mientras observaba a esa gente en los últimos compases del día, pero no había triunfo ni maravilla en la idea; no parecía acarrear ninguna carga emocional, ni positiva ni negativa.
Subí al autobús y me senté cerca del final. Había muchos chicos de uniforme delante de mí; probablemente se dirigían a la base de las Fuerzas Aéreas de Little Rock. De no ser por lo que habíamos hecho ese día, algunos habrían muerto en Vietnam. Otros podrían haber vuelto a casa mutilados. ¿Y ahora? ¿Quién lo sabía?
El autobús arrancó. Cuando salimos de Dallas, los truenos eran más estruendosos y los relámpagos más brillantes, pero seguía sin llover. Para cuando llegamos a Sulphur Springs, la amenazadora tormenta había quedado detrás de nosotros y las estrellas habían salido por decenas de miles, brillantes como pedacitos de hielo y el doble de frías. Las miré durante un rato y luego me recosté, cerré los ojos y escuché cómo las ruedas del enorme autobús devoraban la Interestatal 30.
Sadie —cantaban los neumáticos—. Sadie, Sadie, Sadie.
Al fin, en algún momento pasadas las dos de la madrugada, me dormí.