9

La llamada a la puerta de Hosty llegó puntual a las nueve. Abrí y él entró con paso pesado. Llevaba un maletín en una mano (pero no mi maletín, de modo que no pasaba nada). En la otra traía una botella de champán, del bueno, Moët et Chandon, con un lazo rojo, blanco y azul atado al cuello. Parecía muy cansado.

—Amberson —dijo.

—Hosty —respondí.

Cerró la puerta y señaló el teléfono. Saqué el micrófono del bolsillo y se lo enseñé. Asintió.

—¿No hay más? —pregunté.

—No. Ese micro es del Departamento de Policía de Dallas y este caso ahora es nuestro. Órdenes directas de Hoover. Si alguien pregunta por el micro del teléfono, lo descubrió usted mismo.

—Vale.

Alzó el champán.

—Cortesía de la dirección del hotel. Han insistido en que lo suba. ¿Le apetece brindar por el presidente de Estados Unidos?

Teniendo en cuenta que mi bella Sadie yacía en esos momentos en una mesa de la morgue del condado, no me apetecía brindar por nada. Había triunfado, y el triunfo sabía a ceniza en mi boca.

—No.

—A mí tampoco, pero me alegro un huevo de que esté vivo. ¿Quiere saber un secreto?

—Claro.

—Le voté. Puede que sea el único agente del FBI que lo hizo.

No dije nada.

Hosty se sentó en uno de los dos sillones de la habitación y emitió un largo suspiro de alivio. Colocó el maletín entre sus pies y luego giró la botella para leer la etiqueta.

—Mil novecientos cincuenta y ocho. Los entendidos en vino probablemente sabrían si fue un buen año, pero yo soy más de cerveza.

—Yo también.

—Entonces tal vez disfrute de la Lone Star que le guardan abajo. Hay una caja llena y una carta enmarcada que le promete una caja al mes durante el resto de su vida. Más champán, también. He visto al menos una docena de botellas. Las mandan de todas partes, desde la Cámara de Comercio de Dallas hasta el Consejo Turístico Municipal. Tiene un televisor en color marca Zenith todavía en su caja, un anillo de sello de oro macizo con una foto del presidente de parte de la joyería Calloway, un vale por tres trajes nuevos de Dallas Menswear y toda clase de cosas más, entre ellas una llave de la ciudad. La dirección ha reservado una habitación en la primera planta para su botín, y supongo que mañana al amanecer tendrán que reservar otra. ¡Y la comida! La gente trae tartas, empanadas, estofados, asados de buey, pollo en barbacoa y comida mexicana suficiente para que coma por la patilla durante cinco años. Los estamos mandando a casa, y no les hace ninguna gracia irse, créame. Hay mujeres ahí fuera, delante del hotel, que… en fin, digamos solo que el mismísimo Jack Kennedy le envidiaría, y es un rompebragas legendario. Si usted supiera lo que el director tiene en sus archivos sobre la vida sexual de ese hombre, no se lo creería.

—Mi capacidad para creer podría sorprenderle.

—Dallas le ama, Amberson. Qué coño, el país entero le ama. —Se rio. Luego la risa degeneró en tos. Cuando se le pasó el ataque, se encendió un cigarrillo. Luego miró su reloj—. A las nueve y siete de la Hora Estándar Central de la noche del 22 de noviembre de 1963, es usted el niño mimado de América.

—¿Qué me dice de usted, Hosty? ¿Me ama? ¿Y el director Hoover?

Dejó su cigarrillo en el cenicero tras una sola calada y luego se inclinó hacia delante y me clavó la mirada. Tenía los ojos cansados y sepultados entre pliegues de carne, pero aun así parecían muy brillantes y atentos.

—Míreme, Amberson. A los ojos. Luego dígame si estaba o no compinchado con Oswald. Y que sea la verdad, porque reconoceré una mentira.

Dado su calamitoso manejo de Oswald, no me lo creía, pero sí creía que él lo creía. O sea que le sostuve la mirada y dije:

—No lo estaba.

Durante un momento no dijo nada. Después suspiró, se recostó y recogió su cigarrillo.

—No. No lo estaba. —Expulsó el humo por la nariz—. ¿Para quién trabaja, entonces? ¿La CIA? ¿Los rusos, tal vez? Yo no lo creo, pero el director opina que los rusos quemarían encantados un agente encubierto de máximo nivel para impedir un asesinato que provocaría un incidente internacional. Tal vez incluso la Tercera Guerra Mundial. Sobre todo cuando la gente se entere de la temporada que pasó Oswald en Rusia. —Lo pronunció Ruusha, como hacía el telepredicador Hargis en sus programas. Quizá era lo que Hosty entendía por una broma.

—No trabajo para nadie —respondí—. Solo soy un tipo cualquiera, Hosty.

Él me señaló con su cigarrillo.

—Ahora volveremos a eso.

Abrió los cierres de su maletín y sacó un archivo más fino si cabe que el de Oswald que había visto en el despacho de Curry. Ese archivo debía de ser el mío, y engordaría…, pero no tan deprisa como habría hecho en el informatizado siglo veintiuno.

—Antes de Dallas, estuvo en Florida. La localidad de Sunset Point.

—Sí.

—Fue profesor interino en el sistema escolar de Sarasota.

—Correcto.

—Antes de eso, creemos que pasó un tiempo en… ¿fue Derren? ¿Derren, Maine?

—Derry.

—¿Qué hizo allí exactamente?

—Empecé mi libro.

—Ajá, ¿y antes de eso?

—De aquí para allá, de un lado a otro.

—¿Cuánto sabe de mis asuntos con Oswald, Amberson?

Guardé silencio.

—No se haga el interesante. Estamos las chicas solas.

—Lo suficiente para causarles problemas a usted y a su director.

—¿A menos que?

—Pongámoslo así. La cantidad de problemas que les cause será directamente proporcional a la cantidad de problemas que me causen ustedes a mí.

—¿Sería justo decir que, en lo tocante a causar problemas, se inventaría usted lo que no supiera a ciencia cierta… y en detrimento nuestro?

No dije nada.

Él prosiguió, como si hablara solo:

—No me sorprende que estuviera escribiendo un libro. Tendría que haber seguido, Amberson. Probablemente habría sido un best seller. Porque es un hacha inventando historias, hay que reconocerlo. Esta tarde ha sonado muy creíble. Y sabe cosas que no debería saber, que es lo que nos hace creer que en absoluto es usted un ciudadano cualquiera. Vamos, ¿quién le metió en esto? ¿Fue Angleton, de la Compañía? Fue él, ¿no? Es un cabrón muy astuto, me da igual que cultive rosas.

—Soy solo yo —insistí—, y es probable que no sepa tanto como usted cree. Pero sí sé lo suficiente para hacer que el FBI quede mal. Como que Lee me contó que no se anduvo por las ramas y le dijo a usted que pensaba disparar a Kennedy, por ejemplo.

Hosty apagó su cigarrillo con la fuerza suficiente para crear una fuente de chispas. Algunas le aterrizaron en el dorso de la mano, pero no pareció sentirlas.

—¡Eso es una puta mentira!

—Lo sé —dije—. Y la contaré con la cara muy seria. Si me obligan. ¿Han puesto ya sobre la mesa la idea de desembarazarse de mí, Hosty?

—Ahórreme las historias para no dormir. No matamos a nadie.

—Dígaselo a los hermanos Diem, allá en Vietnam.

Me estaba mirando como podría mirar un hombre a un ratón de apariencia inofensiva que de repente le hubiese mordido. Y con unos dientes muy grandes.

—¿Cómo sabe que Estados Unidos tuvo algo que ver con los hermanos Diem? Según lo que leí en los periódicos, tenemos las manos limpias.

—No cambiemos de tema. La cuestión es que ahora mismo soy demasiado popular para que me maten. ¿O me equivoco?

—Nadie quiere matarlo, Amberson. Y nadie quiere buscar las vueltas a su historia. —Soltó una carcajada falsa como un ladrido—. Si empezáramos a hacer eso, todo el cotarro se vendría abajo. Mire si es frágil.

—«La fantasía sin previo aviso era su especialidad» —dije.

—¿Cómo?

—H. H. Munro. También conocido como Saki. El cuento se llama «La ventana abierta». Búsquelo. En lo tocante a inventar chorradas sobre la marcha, resulta muy instructivo.

Me miró de arriba abajo con preocupación en sus ojillos taimados.

—No le entiendo para nada. Eso me preocupa. —Al oeste, donde los pozos petrolíferos percuten sin cesar y las llamaradas de gas ocultan las estrellas, retumbaron más truenos.

—¿Qué quieren de mí? —pregunté.

—Creo que, cuando sigamos su rastro más atrás, un poco antes de Derren o Derry o lo que sea, encontraremos… nada. Como si hubiera salido de la nada.

Eso se acercaba tanto a la verdad que casi me cortó la respiración.

—Lo que queremos es que vuelva a esa nada de la que salió. La prensa amarilla se sacará de la manga las habituales especulaciones feas y teorías de la conspiración, pero podemos garantizarle que saldrá del asunto bastante bien parado. Si es que eso le importa siquiera, se entiende. Marina Oswald respaldará su versión hasta la última coma.

—Ya han hablado con ella, deduzco.

—Deduce bien. Sabe que la deportaremos si no se atiene a razones. Los caballeros de la prensa no han podido verle a usted demasiado bien; las fotos que aparezcan en los periódicos de mañana serán poco menos que borrones.

Yo sabía que tenía razón. Solo había estado expuesto a las cámaras durante el breve recorrido por el pasillo hasta el despacho del jefe Curry, y Fritz y Hosty, que eran ambos hombres corpulentos, me habían llevado de los brazos, por lo que bloqueaban los mejores ángulos para las fotos. Además, yo había hecho la travesía con la cabeza gacha a causa de los focos. Había muchas fotografías mías en Jodie —hasta un retrato en el anuario del año en que había enseñado a jornada completa—, pero en aquella época anterior al jpeg o incluso al fax, hasta el martes o el miércoles de la semana siguiente no las habrían encontrado y publicado.

—Le contaré un cuento —dijo Hosty—. A usted le gustan los cuentos, ¿no es así? Como esa «Ventana abierta».

—Soy profesor de lengua. Me encantan los cuentos.

—Hay un tipo, George Amberson, que está tan desolado por la muerte de su novia…

—Prometida.

—Prometida, vale, mejor que mejor. Está tan destrozado por el dolor que lo manda todo a tomar por saco y desaparece sin más. No quiere saber nada de publicidad, champán gratis, medallas del presidente o desfiles triunfales. Solo quiere escapar y llorar su pérdida con discreción. Ésa es la clase de cuento que gusta a los estadounidenses. Lo ven en la tele todo el tiempo. En vez de «La ventana abierta» se llama «El héroe modesto». Y hay un agente del FBI que está dispuesto a confirmar hasta la última palabra de la historia, e incluso a leer una declaración que usted dejó. ¿Cómo le suena?

Me sonaba como maná caído del cielo, pero mantuve mi cara de póquer.

—Deben de estar segurísimos de que puedo desaparecer.

—Lo estamos.

—¿Y habla en serio cuando dice que no desapareceré en el fondo del río Trinity por orden del director?

—Nada de eso. —Sonrió. Su intención era tranquilizarme, pero me hizo pensar en un viejo clásico de mi adolescencia: No te preocupes, no te quedarás embarazada, tuve paperas a los catorce.

—Porque podría haber dejado un pequeño seguro, agente Hosty.

Un párpado tembló. Fue la única indicación de que la idea lo inquietaba.

—Creemos que puede desaparecer porque pensamos…, digamos que podría solicitar asistencia una vez que estuviera fuera de Dallas.

—¿Sin rueda de prensa?

—Es lo último que queremos.

Volvió a abrir su maletín. Sacó una libreta amarilla. Me la pasó, junto con una pluma que llevaba en el bolsillo del pecho.

—Escríbame una carta, Amberson. Fritz y yo la encontraremos mañana por la mañana cuando vengamos a recogerle, pero puede dirigirla «A quien corresponda». Que sea buena. Que sea genial. Puede hacerlo, ¿no?

—Claro —dije—. La fantasía sin previo aviso es mi especialidad.

Sonrió sin humor y cogió la botella de champán.

—A lo mejor pruebo un poco de esto mientras usted se dedica a sus fantasías. Al final no lo catará. Va a tener una noche ocupada. Kilómetros que recorrer antes de dormir y todo eso.