8

Cinco minutos después de concluir mi surrealista conversación con John Fitzgerald Kennedy, Hosty y Fritz me sacaban por la escalera de atrás al garaje en el que Jack Ruby habría disparado a Oswald. Entonces habría estado abarrotado por la expectativa de ver el traslado del asesino a la cárcel del condado. Ahora estaba tan vacío que nuestros pasos resonaban. Mis cuidadores me acompañaron en coche al hotel Adolphus, y no me sorprendió descubrirme en la misma habitación que había ocupado nada más llegar a Dallas. Todo acaba volviendo, dicen, y aunque nunca he podido aclarar quiénes son esos misteriosos sabios que «dicen», sin duda están en lo cierto en lo relativo a los viajes en el tiempo.

Fritz me explicó que los policías apostados en el pasillo y abajo, en el vestíbulo, estaban allí estrictamente para mi protección y para ahuyentar a la prensa. (Ajá). Después me estrechó la mano. El agente Hosty hizo lo mismo y, al hacerlo, noté que un cuadrado de papel doblado pasaba de su palma a la mía.

—Descanse un poco —dijo—. Se lo ha ganado.

Cuando se fueron, desdoblé el minúsculo cuadrado. Era una página de su libreta. Había escrito tres frases, probablemente mientras yo estaba al teléfono con Jack Kennedy.

«Su teléfono está pinchado. Le veré a las 21.00. Queme esto y tire las cenizas al váter».

Quemé la nota tal y como Sadie había quemado la mía y luego cogí el teléfono y desenrosqué la tapa del micrófono. Dentro, pegado a los cables, había un pequeño cilindro azul no más grande que una pila doble A. Me divirtió ver que llevaba algo escrito en japonés: me hizo pensar en mi viejo amigo Silent Mike.

Lo desenganché, me lo guardé en el bolsillo, enrosqué la tapa en su sitio y marqué el 0. Se produjo una pausa muy larga en el lado de la operadora después de que dijera mi nombre. Estaba a punto de colgar y volver a intentarlo cuando ella rompió a llorar y me agrádeció farfullando que hubiera salvado al presidente. Si podía hacer algo, dijo, si cualquiera en el hotel podía hacer cualquier cosa, solo tenía que llamar, su nombre era Marie, haría cualquier cosa para agradecérmelo.

—Puede empezar poniendo una llamada a Jodie —dije, y le di el número de Deke.

—Por supuesto, señor Amberson. Que Dios le bendiga, señor. Conecto su llamada.

El teléfono dio dos tonos y luego Deke lo cogió. Tenía la voz cargada y laríngea, como si su resfriado hubiese empeorado.

—Si es otro puñetero periodista…

—No lo es, Deke. Soy yo, George. —Hice una pausa—. Jake.

—Oh, Jake —dijo con tono apesadumbrado, y luego él se puso a llorar. Esperé, agarrando el teléfono con tanta fuerza que me hice daño en la mano. Me dolían las sienes. El día estaba muriendo, pero la luz que entraba por las ventanas aún era demasiado brillante. A lo lejos oí retumbar un trueno. Al final Deke dijo—: ¿Estás bien?

—Sí. Pero Sadie…

—Lo sé. Sale en las noticias. Me he enterado cuando iba camino de Fort Worth.

De modo que la mujer del cochecito y el conductor de la grúa de la gasolinera de la Esso habían hecho lo que esperaba que hicieran. Gracias a Dios por eso. Tampoco parecía tan importante cuando estaba escuchando a ese anciano roto de dolor intentando controlar sus lágrimas.

—Deke…, ¿me culpas? Lo entendería.

—No —dijo al cabo de un rato—. Ellie tampoco. Cuando Sadie se decidía a hacer algo, no había quien la parase. Y si estabas en Mercedes Street de Fort Worth, fui yo quien le dijo cómo encontrarte.

—Estaba allí.

—¿Le ha disparado ese hijo de puta? En las noticias dicen que sí.

—Sí. Quería darme a mí, pero mi pierna coja… He tropezado con una caja o algo así y me he caído. Ella estaba justo detrás.

—Cristo. —Su voz cobró algo de fuerza—. Pero ha muerto haciendo lo correcto. A eso voy a agarrarme. A eso tienes que agarrarte tú también.

—Sin ella, jamás habría llegado allí. Si la hubieses visto…, lo decidida que estaba…, lo valiente que ha sido…

—Cristo —repitió él. Salió como un suspiro. Sonaba muy, muy viejo—. Todo era cierto. Todo lo que dijiste. Y todo lo que ella dijo de ti. Realmente vienes del futuro, ¿verdad?

Cómo me alegraba de que el micrófono estuviese en mi bolsillo. Dudaba que hubieran tenido tiempo de esconder dispositivos de escucha en la habitación en sí, pero aun así pegué la mano al auricular haciendo bocina y bajé la voz.

—Ni una palabra de eso a la policía o los periodistas.

—¡Dios bendito, claro que no! —La idea misma parecía indignarlo—. ¡Jamás volverías a respirar aire libre!

—¿Has sacado nuestro equipaje del maletero del Chevy? Aun después de…

—Claro. Sabía que era importante porque, nada más enterarme, he supuesto que estarías bajo sospecha.

—Creo que me las apañaré —dije—, pero necesito que abras mi maletín y… ¿tienes una incineradora?

—Sí, detrás del garaje.

—Hay un cuaderno azul en el maletín. Mételo en la incineradora y quémalo. ¿Me harás ese favor? —Y a Sadie. Los dos dependemos de ti.

—Sí. Lo haré. Jake, te acompaño en el sentimiento.

—Y yo a ti. A ti y a la señorita Ellie.

—¡No es un cambio justo! —estalló—. ¡Me da igual si es el presidente, no es un cambio justo!

—No —coincidí—. No lo es. Pero Deke… no era solo el presidente. Es todo lo malo que habría pasado si hubiese muerto.

—Supongo que tendré que tomarte la palabra. Pero es duro.

—Lo sé.

¿Organizarían una asamblea de homenaje a Sadie en el instituto, como habían hecho por la señorita Mimi? Por supuesto. Las cadenas enviarían unidades móviles y no quedaría un solo ojo seco en Estados Unidos. Pero cuando el espectáculo terminase, Sadie seguiría muerta.

A menos que yo lo cambiara. Significaría volver a pasar por todo aquello una vez más, pero por Sadie estaba dispuesto a hacerlo. Aunque me echara un vistazo en la fiesta en la que la había conocido y decidiese que era demasiado viejo para ella (aunque haría todo lo posible por convencerla de lo contrario). Hasta había un lado bueno: ahora que sabía que Lee en verdad había sido el único tirador, no tendría que esperar tanto para liquidar al desgraciado.

—¿Jake? ¿Estás ahí?

—Sí. Y acuérdate de llamarme George cuando hables de mí, ¿de acuerdo?

—No te preocupes por eso. Puede que sea viejo, pero mi cerebro aún funciona bastante bien. ¿Te volveré a ver?

No si el agente Hosty me dice lo que quiero oír, pensé.

—Si no, es porque todo está yendo por buen camino.

—Vale. Jake… George… ¿ha dicho… ha dicho algo al final?

No pensaba explicarle cuáles habían sido sus últimas palabras, porque eso era privado, pero podía darle algo. Él lo transmitiría a Ellie, y Ellie a todos los amigos de Sadie en Jodie. Tenía muchos.

—Me ha preguntado si el presidente estaba a salvo. Cuando le he dicho que sí, ha cerrado los ojos y nos ha dejado.

Deke rompió otra vez a llorar. Me dolía la cara. Las lágrimas hubiesen sido un alivio, pero mis ojos estaban secos como piedras.

—Adiós —dije—. Adiós, viejo amigo.

Colgué con delicadeza y me quedé inmóvil durante bastante rato, viendo cómo la luz de una puesta de sol de Dallas entraba roja por la ventana. «Si el cielo está rojo, marino abre el ojo», rezaba, el viejo proverbio… y oí otro trueno. Cinco minutos después, cuando recuperé el control sobre mí mismo, alcé una vez más mi teléfono despinchado y marqué el 0 de nuevo. Le dije a Marie que iba a echarme un rato y pedí que me despertaran a las ocho en punto. También le pedí que pusiera una señal de «No molestar» en el teléfono hasta entonces.

—Oh, de eso ya se han encargado —explicó emocionada—. Ninguna llamada a su habitación, órdenes del jefe de policía. —Bajó un poco la voz—. ¿Estaba loco, señor Amberson? O sea, tenía que estarlo, pero ¿lo parecía?

Recordé los ojos indignados y la mueca demoníaca.

—Ya lo creo —dije—. Desde luego que sí. A las ocho, Marie. Nada hasta entonces.

Colgué antes de que pudiera decir nada más. Después me quité los zapatos (desembarazarme del izquierdo fue un proceso lento y doloroso), me tumbé en la cama y me tapé los ojos con el brazo. Vi a Sadie bailando el madison. Vi a Sadie diciéndome que entrase, gentil caballero, ¿quería bizcocho? La vi en mis brazos, con sus brillantes ojos moribundos vueltos hacia mi cara.

Pensé en la madriguera de conejo y en que cada vez que se usaba había un reinicio completo.

Al final me dormí.