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Me acompañaron por el pasillo hasta el despacho del jefe Curry. Fritz me llevaba de un brazo y Hosty del otro. Con ellos sosteniendo veinticinco o treinta kilos de mi peso, apenas cojeaba. Había periodistas, cámaras de televisión y enormes focos que debían de haber elevado la temperatura hasta unos cuarenta grados. Esas personas —un peldaño por encima de los paparazzi— estaban fuera de lugar en una comisaría de policía después de un intento de magnicidio, pero no me sorprendía. En otra línea temporal, se habían colado en tropel tras el arresto de Oswald y nadie los había echado. Por lo que yo sabía, nadie lo había sugerido siquiera.

Hosty y Fritz se abrieron paso como toros entre la masa, impertérritos. Nos llovían preguntas a ellos y a mí. Hosty gritó:

—¡El señor Amberson hará una declaración después de que haya informado debidamente a las autoridades!

¿Cuándo? —gritó alguien.

—¡Mañana, pasado mañana, a lo mejor la semana que viene!

Se oyeron gemidos. Hicieron sonreír a Hosty.

—A lo mejor el mes que viene. Ahora mismo tiene al presidente Kennedy esperando al teléfono, o sea que ¡atrás todos!

Se echaron atrás parloteando como cotorras.

El único aparato que refrescaba el despacho del jefe Curry era un ventilador sobre una librería, pero el aire en movimiento parecía una bendición tras la sala de interrogatorios y el microondas mediático del pasillo. Había un gran auricular negro de teléfono junto al cartapacio. A su lado vi un archivo con LEE H. OSWALD impreso en la pestaña. Era delgado.

Cogí el teléfono.

—¿Diga?

La voz nasal con acento de Nueva Inglaterra que respondió hizo que me recorriera un escalofrío. Era un hombre que a esas alturas debería de haber yacido en una mesa del depósito de cadáveres, de no haber sido por Sadie y por mí.

—¿Señor Amberson? Soy Jack Kennedy. Yo… ah… tengo entendido que mi mujer y yo le debemos… ah… nuestras vidas. También tengo entendido que ha perdido a alguien muy querido. —Su pronunciación me recordaba a la que había oído desde pequeño.

—Se llamaba Sadie Dunhill, señor presidente. Oswald le disparó.

—Le acompaño en el… ah… sentimiento, señor Amberson. ¿Puedo llamarle… ah… George?

—Si quiere. —Pensando: No estoy sosteniendo esta conversación. Es un sueño.

—Su país les ofrecerá una gran demostración de agradecimiento… y a usted una gran demostración de condolencia, estoy seguro. Déjeme… ah… ser el primero en ofrecerle ambas cosas.

—Gracias, señor presidente. —Se me estaba formando un nudo en la garganta y apenas podía elevar la voz por encima de un susurro. Vi los ojos de Sadie, tan luminosos mientras agonizaba entre mis brazos. «Jake, cómo bailamos». ¿Les importan esa clase de cosas a los presidentes? ¿Saben siquiera que existen? Quizá los mejores sí. A lo mejor por eso sirven al público.

—Hay… ah… alguien más que quiere darle las gracias, George. Mi mujer no está aquí ahora mismo, pero ella… ah… quiere llamarle esta noche.

—Señor presidente, no estoy seguro de dónde estaré esta noche.

—Le encontrará. Es muy… ah… resuelta cuando quiere dar las gracias a alguien. Y ahora cuénteme, George, ¿cómo está usted?

Le dije que estaba bien, lo cual era mentira. Prometió recibirme en la Casa Blanca al cabo de muy poco y yo se lo agradecí, pero no creía que fuese a producirse ninguna visita a la Casa Blanca. En todo momento de esa onírica conversación, mientras el ventilador soplaba en mi cara sudorosa y el panel superior de cristal grueso de la puerta del jefe Curry resplandecía con la luz sobrenatural de los focos televisivos de fuera, tres palabras repicaban en mi cerebro.

Estoy a salvo. Estoy a salvo. Estoy a salvo.

El presidente de Estados Unidos había llamado desde Austin para darme las gracias por salvarle la vida, y yo estaba a salvo. Podría hacer lo que necesitaba hacer.