6

Mientras esperaba mi refresco, pensé en cuando Sadie había dicho: «Estamos dejando un rastro de un kilómetro de ancho». Era cierto. Pero quizá podía lograr que aquello obrase en mi favor. Eso, siempre y cuando cierto conductor de grúa de cierta gasolinera Esso de Fort Worth hubiera hecho lo que se le pedía en la nota de debajo del limpiaparabrisas del Chevrolet.

Fritz encendió un cigarrillo y empujó el paquete hacia mí. Negué con la cabeza y lo recogió.

—Cuéntenos de qué lo conocía —dijo.

Conté que había conocido a Lee en Mercedes Street y que habíamos trabado una relación. Escuchaba sus desvarios sobre los males de la América fascista-imperialista y el maravilloso estado socialista que surgiría en Cuba. Cuba era el ideal, decía. Rusia había caído en manos de burócratas indignos, y por eso se había marchado. En Cuba estaba el tío Fidel. Lee no decía directamente que el tío Fidel caminaba sobre el agua, pero lo daba a entender.

—Creía que estaba chalado, pero me caía bien su familia. —Eso al menos era cierto. Me caía bien su familia, y en efecto creía que estaba chalado.

—Dígame, ¿cómo acabó un educador profesional como usted viviendo en el lado pobre de Fort Worth? —preguntó Fritz.

—Estaba intentando escribir una novela. Descubrí que no podía hacerlo mientras enseñaba en el instituto. Mercedes Street era un vertedero, pero era barata. Pensé que el libro me llevaría al menos un año, y eso significaba que tenía que estirar mis ahorros. Cuando el barrio me deprimía, intentaba fingir que vivía en una buhardilla de la Orilla Izquierda.

Fritz:

—¿Incluían sus ahorros el dinero que ganó de los corredores de apuestas?

Yo:

—En este caso me acojo a la Quinta Enmienda.

Eso hizo reír a Will Fritz.

Hosty:

—De modo que conoció a Oswald y se hizo amigo suyo.

Relativamente amigo. No se intima con los locos. Por lo menos yo no.

—Siga.

Lee y su familia se mudaron; yo me quedé. Entonces, un día, sin venir a cuento, recibí una llamada suya en la que me dijo que él y Marina estaban viviendo en Elsbeth Street de Dallas. Dijo que era un barrio mejor y que los alquileres eran baratos y abundantes. Conté a Fritz y Hosty que para entonces estaba cansado de Mercedes Street, de modo que me mudé a Dallas, comí con Lee en Woolworths y luego di un paseo por el barrio. Alquilé una planta baja en el 214 de Neely Oeste y, cuando el piso de arriba quedó vacío, se lo dije a Lee. Por devolverle el favor.

—A su mujer no le gustaba la casa de Elsbeth —dije—. El edificio de Neely Oeste estaba doblando la esquina y era mucho más agradable. De modo que se mudaron.

No tenía ni idea de hasta qué punto contrastarían mi declaración, de lo bien que aguantaría la cronología o de lo que podría contarles Marina, pero todo eso no era importante para mí. Solo necesitaba tiempo. Una historia que fuese siquiera medianamente plausible me lo daría, sobre todo cuando el agente Hosty tenía buenos motivos para dispensarme un trato exquisito. Si yo contaba lo que sabía sobre su relación con Oswald, podría pasar el resto de su carrera helándose el culo en Fargo.

—Entonces pasó algo que me puso sobre aviso. El pasado abril, eso es. Por Pascua. Estaba sentado a la mesa de la cocina, trabajando en mi libro, cuando paró delante de casa un coche elegante, un Cadillac, creo, y salieron dos personas. Un hombre y una mujer. Bien vestidos. Llevaban un muñeco de peluche para Junie. Es la…

Fritz:

—Sabemos quién es June Oswald.

—Subieron al piso de arriba y oí que el hombre, que tenía acento como alemán y un vozarrón, oí que decía: «Lee, ¿cómo pudiste fallar?».

Hosty se inclinó hacia delante, con los ojos todo lo abiertos que podían estar en aquella cara carnosa.

—¿¿Qué??

—Ya me ha oído. De modo que miré el periódico y ¿saben qué? Alguien había disparado a un general retirado cuatro o cinco días antes. Un tipo muy de derechas. Justo la clase de persona que Lee odiaba.

—¿Qué hizo usted?

—Nada. Sabía que tenía una pistola, porque me la había enseñado un día, pero el diario decía que quien había disparado a Walker había usado un fusil. Además, en aquel entonces mi novia reclamaba casi toda mi atención. Me han preguntado por qué llevaba un cuchillo en el bolso. La respuesta es sencilla: tenía miedo. A ella también la agredieron, pero no fue el señor Roth. Fue su ex marido. La desfiguró.

—Hemos visto la cicatriz —dijo Hosty—, y lo acompañamos en el sentimiento, señor Amberson.

—Gracias. —No parece que me acompañes lo suficiente, pensé—. El cuchillo que llevaba era el mismo que su ex, que se llamaba John Clayton, usó contra ella. Lo llevaba a todas partes. —Pensé en ella diciendo «Por si acaso». Pensé en ella diciendo «Sí esto no es un acaso, que baje Dios y lo vea».

Me tapé la cara con las manos durante un minuto. Ellos esperaron. Las dejé caer sobre mi regazo y seguí con voz monótona de Joe Friday. Solo los hechos, señora.

—Conservé el piso de Neely Street, pero pasé la mayor parte del verano en Jodie, cuidando de Sadie. Había prácticamente renunciado a la idea del libro y estaba pensando en pedir plaza otra vez en la Escuela Consolidada de Denholm. Entonces topé con Akiva Roth y sus matones. Acabé yo también en el hospital. Cuando me dieron el alta, fui a un centro de rehabilitación llamado Eden Fallows.

—Lo conozco —dijo Fritz—. Una especie de asilo con asistencia.

—Sí, y Sadie era mi principal asistente. Yo cuidé de ella cuando su marido la rajó; ella cuidó de mí después de que Roth y sus socios me pegaran la paliza. Las cosas se compensan de esa manera. Forman…, no sé…, una especie de armonía.

—Todo pasa por un motivo —dijo Hosty con aire solemne, y por un momento sentí el impulso de abalanzarme por encima de la mesa y machacarle esa cara roja y carnosa. No porque estuviera equivocado, sin embargo. En mi humilde opinión, todo pasa por un motivo, en efecto, pero ¿nos gusta ese motivo? Rara vez.

—Hacia finales del mes de octubre, el doctor Perry me dio el visto bueno para conducir distancias cortas. —Ésa era una mentira total, pero cabía esperar que no la contrastaran con Perry durante un tiempo…, y si invertían en mí como auténtico Héroe Americano, quizá no la contrastasen en absoluto—. Fui a Dallas el martes de esta semana para visitar el piso de Neely Oeste. Más que nada por capricho. Quería comprobar si al verlo recuperaba algunos recuerdos.

Era cierto que había ido a Neely Oeste, pero para recuperar la pistola de debajo de los peldaños.

—Después, decidí comer en Woolworths, como en los viejos tiempos. Y a quién me encuentro en la barra sino a Lee comiendo atún con pan de centeno. Me senté y le pregunté cómo estaba, y fue entonces cuando me contó que el FBI los acosaba a él y a su mujer. Me dijo: «Voy a enseñar a esos cabrones a no tocarme los cojones, George. Si miras la tele el viernes por la tarde, puede que veas algo».

—Madre mía —dijo Fritz—. ¿Relacionó eso con la visita del presidente?

—Al principio, no. Nunca he seguido los movimientos de Kennedy con tanta atención; soy republicano. —Dos mentiras por el precio de una—. Además, Lee pasó enseguida a su tema favorito.

Hosty:

—Cuba.

—Exacto. Cuba y viva Fidel. Ni siquiera me preguntó por qué cojeaba. Estaba totalmente absorto en sus historias, ¿saben? Pero así era Lee. Le invité a un flan, macho, qué buenos les salen en Woolworths, y solo a un cuarto de dólar, y le pregunté dónde trabajaba. Me dijo que en el Depósito de Libros de Elm Street. Lo dijo con una sonrisa de oreja a oreja, como si descargar camiones y mover cajas de un lado a otro fuese el trabajo del siglo.

No había hecho ni caso de la mayor parte de su parloteo, proseguí, porque me dolía la pierna y me estaba dando una de mis jaquecas. Fui en coche a Eden Fallows y eché una siesta. Pero cuando me desperté, la bromita de «cómo pudiste fallar» del tipo alemán me vino a la cabeza. Puse la tele y estaban hablando de la visita del presidente. Ahí, les conté, fue cuando empecé a preocuparme. Rebusqué en la pila de periódicos del salón, encontré el recorrido del desfile y vi que pasaba justo por delante del Depósito de Libros.

—Le estuve dando vueltas todo el miércoles. —Ya se estaban inclinando hacia delante por encima de la mesa, pendientes de todas las palabras. Hosty tomaba notas sin mirar la libreta. Me pregunté si después podría leerlas—. Me decía a mí mismo: «A lo mejor habla en serio». Después me decía: «Qué va, a Lee se le va la fuerza por la boca». Dale que te pego con esas dos ideas. Ayer por la mañana llamé a Sadie, le conté toda la historia y le pregunté qué pensaba. Ella telefoneó a Deke, Deke Simmons, el hombre al que he descrito como su padre adoptivo, y después volvió a llamarme a mí. Me dijo que debía contárselo a la policía.

Fritz dijo:

—No quiero echar sal en la herida, hijo, pero si hubiera hecho eso, su amiga aún estaría viva.

—Esperen. No han oído toda la historia. —Yo tampoco la había oído, por supuesto; me estaba inventando importantes fragmentos sobre la marcha—. Les dije a ella y a Deke que nada de policías porque, si Lee era inocente, estaría bien jodido. Hay que entender que el tipo a duras penas sobrevivía. Mercedes Street era un basurero y Neely Oeste solo era un poco mejor, pero eso a mí me bastaba; soy un hombre soltero y tenía mi libro para trabajar. Además de algo de dinero en el banco. Lee, sin embargo…, tenía una bella esposa y dos hijas, la segunda recién nacida, y apenas podía procurarles un techo. No era un mal tipo…

Al decir eso sentí el impulso de tocarme la nariz para asegurarme de que no estaba creciendo.

—… pero era un puto chiflado de campeonato, perdonen mi lenguaje. Sus locuras le hacían difícil conservar un empleo. Decía que, cuando encontraba uno, el FBI aparecía para joder la marrana. Decía que le pasó con su trabajo de impresor.

—Y un huevo —protestó Hosty—. El chaval culpaba a todo el mundo de los problemas que él mismo se buscaba. Estamos de acuerdo en algunas cosas, sin embargo, Amberson. Era un puto chiflado de campeonato, y me daban pena su esposa y sus hijas. Una pena de la hostia.

—¿Sí? Me alegro por usted. En cualquier caso, tenía un empleo y no quería que lo perdiese por mi culpa si solo estaba siendo un bocazas…, que era su especialidad. Le dije a Sadie que al día siguiente, o sea, hoy, iría al Depósito, solo para echarle un vistazo. Me dijo que me acompañaría. Yo le dije que no, que si Lee de verdad había perdido la chaveta y pensaba hacer algo, podría estar en peligro.

—¿Le pareció que había perdido la chaveta cuando comió con él? —preguntó Fritz.

—No, tranquilo como si tuviera horchata en las venas, pero eso era normal en él. —Me incliné hacia el policía—. Le conviene escuchar esta parte con mucha atención, detective Fritz. Yo sabía que ella pensaba acompañarme le dijera lo que le dijese. Se lo noté en la voz. De manera que me largué. Lo hice para protegerla. Solo por si acaso.

«Si esto no es un acaso, que baje Dios y lo vea», susurró la Sadie de mi cabeza. Viviría allí hasta que volviera a verla en carne y hueso. Juré que lo haría, sucediera lo que sucediese.

—Pensé que pasaría la noche en un hotel, pero estaban todos llenos. Entonces me acordé de Mercedes Street. Había devuelto la llave del 2706, donde vivía, pero aún me quedaba la del 2703, que estaba cruzando la calle, donde había vivido Lee. Me la dio para que pudiera ir a regar sus plantas.

Hosty:

—¿Tenía plantas?

Mi atención seguía fija en Will Fritz.

—Sadie se preocupó al descubrir que me había ido de Eden Fallows. Deke también. O sea que sí que llamó a la policía. No solo una vez, sino varias. Cada vez, el poli que le cogía el teléfono le decía que dejase de tocar los huevos y colgaba. No sé si alguien se molestó en tomar nota de esas llamadas, pero Deke se lo dirá, y no tiene motivos para mentir.

Le había llegado a Fritz el turno de ponerse rojo.

—Si supiera cuántas amenazas de muerte nos han llegado…

—Estoy seguro. Y tienen tan poco personal… Pero no me venga con que, si hubiéramos llamado a la policía, Sadie aún estaría viva. No me venga con ésas, ¿vale?

No dijo nada.

—¿Cómo lo encontró? —preguntó Hosty.

Eso era algo sobre lo que no tenía que mentir, y no lo hice. A continuación, sin embargo, me preguntarían por el viaje desde Mercedes Street en Fort Worth al Depósito de Libros de Dallas. Ésa era la parte de mi historia más erizada de peligros. No me preocupaba el vaquero del Studebaker; Sadie le había rajado, pero solo después de que él intentase robarle el bolso. El coche estaba en las últimas y tenía la sensación de que el vaquero tal vez ni siquiera se molestaría en denunciar el robo. Por supuesto, habíamos robado otro coche pero, dada la urgencia de nuestra misión, la policía sin duda haría la vista gorda. La prensa los crucificaría en caso contrario. Lo que me preocupaba era el Chevrolet rojo, el de las aletas como las cejas de una mujer. El maletero lleno de equipaje podía explicarse: habíamos pasado algunos fines de semana picantes en los Bungalows Candlewood. Pero si echaban un vistazo al cuaderno de Al…, ni siquiera quería pensar en eso.

Llamaron a la puerta de la sala de interrogatorios y, sin esperar respuesta, uno de los policías que me había llevado a la comisaría asomó la cabeza. Al volante del coche patrulla y mientras él y su compañero revolvían mis efectos personales me había parecido inexpresivo y peligroso, un pies planos salido de una película de intriga. Ahora, inseguro y con los ojos desorbitados por la emoción, vi que no pasaba de los veintitrés años y que aún sufría los últimos efectos de su acné juvenil. A su espalda distinguí a un montón de personas —algunas de uniforme, otras no— estirando el cuello para echarme un vistazo. Fritz y Hosty se volvieron con impaciencia hacia el recién llegado, al que no había invitado nadie.

—Señores, siento interrumpir, pero el señor Amberson tiene una llamada de teléfono.

El rubor volvió a los carrillos de Hosty con todo su esplendor.

—Hijo, estamos en pleno interrogatorio. No me importa si el que llama es el presidente de Estados Unidos.

El policía tragó saliva. Su nuez subió y bajó como un mono en un palo.

—Es que, señores… es el presidente de Estados Unidos. Parecía que les importaba, a fin de cuentas.