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Me metieron en una habitación blanca como el hielo. Contenía una mesa y tres sillas duras. Me senté en una de ellas. Fuera sonaban teléfonos y castañeteaba un teletipo. Pasaba gente de un lado a otro hablando en voz alta, a veces gritando y a veces riendo. La risa tenía un toque histérico. Es como se ríen los hombres cuando saben que se han librado por los pelos. Cuando han esquivado una bala, por así decirlo. A lo mejor Edwin Walker se había reído así la noche del 10 de abril mientras hablaba con los periodistas y se sacudía del pelo las esquirlas de cristal.

Los dos policías que me habían acompañado desde el Depósito de Libros me cachearon y se llevaron mis cosas. Pregunté si podía quedarme mis dos últimos sobres de polvos Goody. Los dos agentes lo debatieron y después los abrieron y los vertieron sobre la mesa, que estaba surcada de iniciales grabadas y quemaduras de cigarrillo. Uno de ellos se humedeció un dedo, probó el polvo y asintió.

—¿Quiere agua?

—No. —Recogí el polvo con una mano y me lo eché en la boca. Estaba amargo. Me pareció bien.

Uno de los policías se fue. El otro me pidió la camisa ensangrentada, que me quité a regañadientes y le entregué. Después le señalé con el dedo.

—Sé que es una prueba, pero trátela con respeto. Esa sangre es de la mujer a la que amaba. Puede que no signifique mucho para usted, pero también es de la mujer que ayudó a impedir el asesinato del presidente Kennedy, y eso debería importarle.

—Solo la queremos para analizar el grupo sanguíneo.

—Vale. Pero que vaya a mi lista de efectos personales. La quiero de vuelta.

—Claro.

El policía que había partido volvió con una camiseta interior blanca lisa. Parecía la que Oswald había llevado —o habría llevado— en la foto que la policía le sacó poco después de su arresto en el cine Texas.