No me arrestaron exactamente, pero me pusieron bajo custodia y me llevaron a la comisaría de Dallas en un coche patrulla. En la última manzana del trayecto, varias personas —algunas de ellas periodistas, la mayoría ciudadanos de a pie— aporrearon las ventanillas y se asomaron. De un modo clínico y distante, me pregunté si me sacarían a rastras del coche y me lincharían por intentar matar al presidente. No me importaba. Lo que más me inquietaba era mi camisa manchada de sangre. Quería quitármela; también quería llevarla para siempre. Era la sangre de Sadie.
Ninguno de los policías del asiento delantero me hizo ninguna pregunta. Supongo que alguien se lo había ordenado. Si me hubieran preguntado algo, no habría contestado. Estaba pensando. Podía hacerlo porque aquella frialdad se estaba apoderando de mí una vez más. Me la puse como una armadura. Podía arreglar aquello. Lo arreglaría. Pero antes tenía que hablar con varias personas.