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La sexta planta del Depósito de Libros Escolares de Texas era un cuadrado oscuro salpicado por islas de cajas de libros apiladas. Las luces del techo estaban encendidas allá donde estaban cambiando el suelo, pero no donde Lee Harvey Oswald planeaba hacer historia al cabo de cien segundos o menos. Siete ventanas daban a Elm Street; las cinco del centro eran grandes y semicirculares, mientras que las de los extremos eran cuadradas. El sexto piso estaba a oscuras alrededor del acceso a la escalera, pero una luz neblinosa bañaba la zona que daba a Elm Street. Gracias al serrín que flotaba a causa de la obra, los rayos de sol que entraban por las ventanas parecían lo bastante gruesos para cortarlos. El que llegaba de la ventana hasta la esquina sudeste, sin embargo, estaba bloqueado por una barricada de cajas de libros. El nido del francotirador quedaba en la otra punta de la planta respecto a mí, en una diagonal que cruzaba de noroeste a sudeste.

Detrás de la barricada, a la luz del sol, un hombre con un fusil se encontraba de pie ante la ventana. Estaba encorvado, mirando hacia fuera. La ventana estaba abierta. Una ligera brisa le agitaba el pelo y el cuello de la camisa. Empezó a elevar el fusil.

Arranqué a correr a trompicones, haciendo un zigzag en torno a los montones de cajas, metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar el .38.

—¡Lee! —grité—. ¡Quieto, hijo de perra!

Él volvió la cabeza y me miró, con los ojos desorbitados y la boca abierta. Por un momento fue solo Lee —el tipo que se reía y jugaba con Junie en la bañera, el que a veces abrazaba a su mujer y besaba su cara vuelta hacia arriba—, y después torció su boca delgada y de algún modo remilgada en una mueca de rabia que enseñaba sus dientes superiores. Cuando eso pasó, se transformó en algo monstruoso. Dudo que lo creáis, pero juro que es cierto. Dejó de ser un hombre y se convirtió en el fantasma demoníaco que atormentaría a Estados Unidos desde ese día en adelante, pervirtiendo su poder y echando a perder todas sus buenas intenciones. Si yo le dejaba.

El ruido de la muchedumbre volvió a hacerse oír, millares de personas aplaudiendo, vitoreando y gritando a pleno pulmón. Yo los oí, y Lee también los oyó. Él sabía lo que significaba: ahora o nunca. Giró sobre sus talones hacia la ventana y se llevó al hombro la culata del fusil.

Yo tenía la pistola, la misma que había usado para matar a Frank Dunning. No solo parecida; en ese momento era la misma pistola. Lo pensaba entonces y lo pienso ahora. El percutor intentó engancharse en el forro del bolsillo, pero saqué el .38 de un tirón rasgando la tela.

Disparé. El tiro me salió alto y solo arrancó una nube de astillas de la parte superior del marco de la ventana, pero fue suficiente para salvar la vida de John Kennedy. Oswald dio un respingo al oír el disparo y el proyectil de 160 granos del Mannlicher-Carcano salió desviado hacia arriba y destrozó una ventana de los juzgados del condado.

Debajo de nosotros sonaron chillidos y gritos de confusión. Lee se volvió de nuevo hacia mí, con la cara convertida en una máscara de furia, odio y decepción. Alzó una vez más su fusil, y en esa ocasión no sería al presidente de Estados Unidos a quien apuntaría. Accionó el cerrojo —clac-clac— y volví a dispararle. Aunque había cruzado tres cuartas partes de la habitación y estaba a menos de nueve metros, fallé de nuevo. Vi temblar un lado de su camisa, pero eso fue todo.

Mi muleta topó con una pila de cajas. Me tambaleé hacia la izquierda, dando manotazos con el brazo de la pistola para equilibrarme, pero no tenía ninguna posibilidad. Durante un mero instante pensé en cómo, el día en que la había conocido, Sadie había caído literalmente en mis brazos. Sabía lo que iba a suceder. La historia no se repite, pero sí armoniza, y lo que suele sonar es la música del diablo. Esa vez fue mi turno de tropezar, y ahí estuvo la diferencia crucial.

Ya no la oía en las escaleras… pero podía oír sus rápidos pasos.

¡Sadie, al suelo! —grité, pero mi voz se perdió en el ladrido del fusil de Oswald.

Oí que la bala me pasaba por encima. Después la oí gritar.

Luego sonaron más disparos, esa vez procedentes de fuera. La limusina presidencial había escapado hacia el Triple Paso Inferior a velocidad de vértigo, mientras las dos parejas que la ocupaban se agachaban y abrazaban. Pero el coche de seguridad se había detenido en el lado opuesto de Elm Street, cerca de Dealey Plaza. Los policías de las motos habían parado en mitad de la calle, y por lo menos cuatro docenas de personas estaban actuando de observadores, señalando hacia la ventana del sexto piso, donde un hombre flacucho con una camisa azul resultaba claramente visible.

Oí una ráfaga de golpes sordos, un sonido como de granizo azotando barro. Eran las balas que no habían acertado a la ventana e impactaban contra los ladrillos de arriba o los lados. Muchas no fallaron. Vi que la camisa de Lee se hinchaba como si un viento hubiera empezado a soplar dentro de ella, un viento rojo que perforase agujeros en el tejido: uno encima del pezón derecho, otro en el esternón, un tercero donde debía de estar su ombligo. Una cuarta ráfaga le desgarró el cuello. Lee bailó como una muñeca bajo la luz neblinosa con su nevisca de serrín, sin que esa espantosa mueca dejara su cara en ningún momento. Al final no era un hombre, os lo digo; era otra cosa. Lo que sea que se nos mete dentro cuando escuchamos a nuestros peores ángeles.

Una bala alcanzó una de las luces del techo, hizo añicos la bombilla y la dejó balanceándose. Después otro proyectil hizo saltar la parte superior de la cabeza del aspirante a magnicida, tal y como el proyectil de Lee había hecho con la coronilla de Kennedy en el mundo del que había venido yo. Se derrumbó sobre su barricada de cajas, que se volcaron por el suelo.

Gritos abajo. Alguien decía a voces:

—¡Ha caído, le he visto caer!

Pasos que corrían y subían. Pateé el .38, que dio varias vueltas hasta topar con el cuerpo de Lee. Tuve la presencia de ánimo justa para comprender que los hombres que subían por la escalera me machacarían y quizá hasta me matarían si me encontraban con una pistola en la mano. Empecé a levantarme, pero mi rodilla ya no me sostenía. Probablemente era una suerte. Tal vez no hubiese quedado a la vista desde Elm Street, pero en caso contrario habrían abierto fuego sobre mí. De manera que repté hasta donde yacía Sadie, cargando mi peso sobre las manos y arrastrando la pierna izquierda como un ancla.

La pechera de su blusa estaba empapada en sangre, pero vi el agujero. Estaba en pleno centro de su pecho, justo encima de la curva de sus pechos. De su boca manaba más sangre. Se estaba ahogando en ella. Le puse los brazos debajo y la alcé. Sus ojos no se apartaron de los míos. Brillaban en la penumbra brumosa.

—Jake —dijo con voz ronca.

—No, cariño, no hables.

No me hizo caso, sin embargo; ¿cuándo me lo había hecho?

—¡Jake, el presidente!

—A salvo. —En realidad no lo había visto de una pieza cuando la limusina se alejaba, pero había reparado en el mal gesto de Lee al realizar su único disparo contra la calle, y eso me bastaba. Además, en cualquier caso le hubiese dicho a Sadie que estaba a salvo.

Ella cerró los ojos y luego los volvió a abrir. Los pasos ya estaban muy cerca; habían realizado el giro del rellano del quinto piso y empezaban a subir el último tramo. Muy abajo, la muchedumbre expresaba sus nervios y confusión.

—Jake.

—¿Qué, cariño? Sonrió.

—¡Cómo bailamos!

Cuando llegaron Bonnie Ray y los demás, me encontraron sentado en el suelo, sosteniéndola. Me pasaron por delante en estampida. Cuántos, no lo sé. Cuatro, a lo mejor. U ocho. O una docena. No me molesté en mirarlos. La abracé y mecí su cabeza contra mi pecho, dejando que su sangre empapara mi camisa. Muerta. Mi Sadie. Había caído en la máquina, a fin de cuentas.

Nunca he sido lo que se diría un hombre llorón, pero casi cualquier hombre que ha perdido a la mujer a la que ama derramaría una lágrima, ¿no os parece? Sí. Pero yo no.

Porque sabía lo que había que hacer.