13

—Estáis locos perdidos —oí que decía Bonnie Ray Williams en un tono de leve protesta—. Después llegó el leve golpeteo de unos pasos cuando Sadie arrancó a seguirme. Yo cargaba el peso a la derecha, sobre mi muleta —la cual, más que de apoyo, usaba ya como pértiga—, mientras tiraba de mi peso agarrando la barandilla con la mano izquierda. La pistola, en el bolsillo de mi chaqueta sport, se bamboleaba y chocaba contra mi cadera. Mi rodilla gritaba. Dejé que se desgañitara.

Cuando llegué al rellano del segundo, me permití un vistazo a mi reloj. Eran las doce y veinticinco. No; y veintiséis. Oía el fragor de la muchedumbre que seguía acercándose, una ola a punto de romper. La comitiva había superado los cruces de Main con Ervay, Main con Akard y Main con Field. Al cabo de dos minutos —tres como mucho— llegaría a Houston Street, doblaría a la derecha y pasaría por delante de los viejos juzgados de Dallas a veinticinco kilómetros por hora. Desde ese punto en adelante, el presidente de Estados Unidos sería un blanco fácil. En la mira de cuatro aumentos enganchada al Mannlicher-Carcano, los Kennedy y los Connally parecerían grandes como actores en la pantalla del Autocine Lisbon. Pero Lee esperaría un poco más. No era un esbirro suicida; quería escapar. Si disparaba demasiado pronto, el destacamento de seguridad que viajaba en el coche de cabeza de la caravana vería el fogonazo y respondería. Esperaría a que ese coche —y la limusina presidencial— trazase el giro cerrado a la izquierda que lo llevaría a Elm. No solo era un francotirador; además disparaba por la espalda.

Todavía me quedaban tres minutos.

O quizá solo dos y medio.

Ataqué los escalones entre el segundo y el tercer piso sin hacer caso del dolor de mi rodilla, obligándome a subir como un maratoniano que se acercase al final de una larga carrera. Que es lo que era, por supuesto.

Desde debajo de nosotros, oía a Bonnie Ray gritando algo que contenía «loco» y «dice que Leela va a disparar».

Hasta que llegué a la mitad del tramo que ascendía al tercer piso, oía a Sadie dándome en la espalda como un jinete que azuzara a un caballo para galopar más deprisa, pero entonces empezó a rezagarse un poco. La oí resollar y pensé Demasiados pitillos, cariño. La rodilla ya no me dolía; el subidón de adrenalina había sepultado el dolor por un momento. Mantuve la pierna izquierda todo lo recta que pude, para dejar que la muleta hiciera su trabajo.

Trazar el giro. Subir al cuarto. Para entonces yo también empecé a jadear, y las escaleras me parecían más inclinadas. Como una montaña. El travesaño de la muleta del mendigo en el que apoyaba la mano estaba viscoso de sudor. La cabeza me estallaba; los oídos me pitaban con los vítores de la muchedumbre de abajo. El ojo de mi imaginación se abrió a tope y vi la comitiva que se acercaba: el coche de seguridad y después la limusina presidencial flanqueada por las motocicletas Harley-Davidson del Departamento de Policía de Dallas, cuyos pilotos llevaban casco blanco sujeto a la barbilla y gafas de sol.

Otro giro. La muleta patinaba y después recuperaba el equilibrio. Arriba otra vez. La muleta se clavaba. Ya podía oler el dulce serrín de las obras del sexto piso: los obreros sustituían los viejos tablones por otros nuevos. No en el lado de Lee, sin embargo. Lee tenía el rincón sudeste para él solo.

Llegué al rellano del quinto piso y tracé el último giro, con la boca abierta para tragar aire y la camisa convertida en un trapo empapado contra mi pecho, que subía y bajaba. El sudor me escocía en los ojos y me obligaba a parpadear.

Tres cajas de cartón llenas de libros, selladas como MISCELÁNEA y LECTURAS DE 4.º y 5.º bloqueaban las escaleras que llevaban al sexto piso.

Me apoyé en la pierna derecha y golpeé una con la punta de la muleta; salió disparada hacia un lado dando vueltas. A mi espalda oí a Sadie, que se encontraba entre el cuarto y el quinto. De modo que al parecer había acertado al quedarme la pistola, aunque ¿quién sabía, en realidad? A juzgar por mi experiencia, saber que la responsabilidad principal de cambiar el futuro recae en ti te hace correr más deprisa.

Me metí por el hueco que había creado. Para hacerlo tuve que cargar todo mi peso en la pierna izquierda por un momento. Emitió un aullido de dolor. Gruñí y me agarré a la barandilla para no caer de bruces sobre los escalones. Miré mi reloj. Marcaba las doce y veintiocho, pero ¿y si atrasaba? La multitud rugía.

—Jake…, por el amor de Dios, corre… —Sadie, aún en las escaleras del rellano del quinto.

Acometí el último tramo y el sonido de la muchedumbre empezó a ahogarse en un silencio más grande. Para cuando llegué arriba, no quedaba otra cosa que mis ásperos jadeos y los ardientes latidos como mazazos de mi apurado corazón.