Cruzamos Elm en diagonal, yo casi a la carrera ayudado por mi muleta. El grueso de la muchedumbre estaba en Main Street, pero un buen número de personas llenaban Dealey Plaza y se extendían por Elm Street y por delante del Depósito de Libros. Llenaban la acera hasta la altura del Triple Paso Inferior. Había niñas sentadas a hombros de sus padres, y los críos que quizá pronto gritarían de pánico se embadurnaban la cara de helado alegremente. Vi a un hombre que vendía cucuruchos de helado y a una mujer con un cardado enorme que pregonaba sus fotos a un dólar de Jack y Jackie en traje de noche.
Para cuando llegamos al pie del Depósito, yo sudaba, la axila me dolía a rabiar por la presión constante del soporte de la muleta y mi rodilla izquierda estaba constreñida por un cinturón de fuego. Apenas podía doblarla. Alcé la vista y vi a empleados del Depósito asomados a las ventanas. No distinguí a nadie en la esquina sudeste del sexto piso, pero Lee estaría allí.
Miré mi reloj. Las doce y veinte. Podíamos calcular el avance de la comitiva gracias a los crecientes rugidos procedentes de la parte baja de Main Street.
Sadie probó la puerta y me miró con cara de angustia.
—¡Cerrada!
Dentro, vi a un hombre negro que llevaba una boina con visera ladeada con garbo sobre la cabeza. Estaba fumando un cigarrillo. Al había sido un hacha de las notas al margen en su cuaderno, y hacia el final —apuntados al vuelo, casi garabateados— había dejado constancia de los nombres de varios compañeros de trabajo de Lee. No me había esforzado en absoluto por estudiarlos, porque no se me ocurrió qué uso mínimamente razonable podría darles. Junto a uno de esos nombres —el perteneciente al tipo de la boina con visera, no me cabía duda—, Al había escrito: «Primer sospechoso (probablemente por ser negro)». Había sido un nombre poco habitual, pero aun así no podía recordarlo, bien porque Roth y sus matones me lo habían sacado a golpes de la cabeza (junto con toda clase de datos más), bien porque no había prestado suficiente atención de buen principio.
O bien porque el pasado era obstinado. ¿Y acaso importaba? No me salía y punto. El nombre no estaba.
Sadie aporreó la puerta. El negro de la boina con visera la observó con aire impasible. Dio una calada a su cigarrillo y después le hizo un gesto con el dorso de la mano: «Fuera, señorita, fuera».
—¡Jake, piensa algo! ¡POR FAVOR!
Doce y veintiún minutos.
Un nombre inusual, sí, pero ¿por qué había sido inusual? Me sorprendió descubrir que eso era algo que en realidad sabía.
—Porque era de chica —dije.
Sadie se volvió hacia mí. Tenía las mejillas encarnadas a excepción de la cicatriz, que destacaba como un gruñido blanco.
—¿Qué?
De repente me puse a golpear el cristal.
—¡Bonnie!—grité—. ¡Oye, Bonnie Ray! ¡Déjanos entrar! ¡Conocemos a Lee! ¡Lee! ¡LEE OSWALD!
Él captó el nombre y cruzó el vestíbulo a un paso insufriblemente lento.
—No sabía que ese cabrón flacucho tuviera algún amigo —dijo Bonnie Ray Williams mientras abría la puerta y luego se hacía a un lado cuando entramos a toda prisa—. Lo más probable es que esté en la sala de descanso, mirando al presidente con el resto de…
—Escúchame —interrumpí—. Ni yo soy su amigo ni él está en la sala de descanso. Está en el sexto piso. Creo que pretende disparar al presidente Kennedy.
El grandullón soltó una carcajada. Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó con una bota de obrero.
—Ese mequetrefe no tendría huevos para ahogar a una camada de gatitos en un saco. Lo único que hace es sentarse en un rincón y leer libros.
—Te digo…
—Yo subo al segundo. Si queréis venir conmigo, me parece bien, supongo. Pero dejad de decir chorradas sobre Leela. Así lo llamamos, Leela. ¡Disparar al presidente! ¡Y qué más! —Hizo un gesto con la mano y arrancó a caminar.
Yo pensé: Tu sitio está en Derry, Bonnie Ray. Ahí son especialistas en no ver lo que tienen delante de sus narices.
—Escaleras —le dije a Sadie.
—El ascensor sería…
El fin de cualquier oportunidad que nos pudiera quedar, eso sería.
—Se quedaría parado entre dos pisos. Escaleras.
La cogí de la mano y tiré de ella. La escalera era una estrecha garganta con contrahuellas de madera combadas por años de paso. A la izquierda había una oxidada barandilla. Al pie de los escalones, Sadie se volvió hacia mí.
—Dame la pistola.
—No.
—Tú no llegarás a tiempo. Yo sí. Dame la pistola.
Casi la entregué. No era que me sintiera merecedor de conservarla; ahora que había llegado el momento divisorio propiamente dicho, no importaba quién detuviese a Oswald mientras alguien lo hiciera. Pero solo estábamos a un paso de la máquina rugiente del pasado, y ni en broma pensaba arriesgarme a que Sadie diera ese último paso por delante de mí, solo para ser engullida por el remolino de sus correas y cuchillas.
Sonreí y después me incliné hacia delante y la besé.
—Te echo una carrera —dije, y empecé a subir por la escalera. Por encima del hombro añadí—: ¡Si me duermo, es todo tuyo!