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No fui tan ingenuo de intentar ir por Main Street; estaría bloqueada por las vallas y los coches de la policía.

—Ve por Pacific hasta donde puedas. Después métete por las travesías. Mientras el ruido de la gente nos quede a la izquierda, creo que iremos bien.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—Media hora. —En realidad eran veinticinco minutos, pero pensé que media hora sonaba más reconfortante. Además, no quería que intentase conducir a lo loco y arriesgarnos a otro accidente. Todavía nos quedaba tiempo (en teoría, por lo menos), pero una avería más y estábamos acabados.

No hizo ninguna locura, pero sí condujo sin miedo. Llegamos a un árbol caído que bloqueaba una de las calles (cómo no) y Sadie se subió al bordillo y fue por la acera para superarlo. Llegamos hasta el cruce de Record Norte Street y Havermill. Desde allí no se podía seguir porque las dos últimas manzanas de Havermill —hasta el punto en que se cruzaba con Elm Street— ya no existían. Se habían convertido en un aparcamiento. Un hombre armado con una bandera naranja nos indicó que pasáramos.

—Cinco pavos —dijo—. Caminando solo están a dos minutos de Main Street, tienen tiempo de sobra. —Aunque echó una mirada dubitativa a mi muleta al decirlo.

—Estoy arruinada, de verdad —me dijo Sadie—. No mentía.

Saqué la cartera y di un billete de cinco al cobrador.

—Aparque detrás del Chrysler —ordenó—. Déjelo bien metidito.

Sadie le lanzó las llaves.

—Déjelo usted bien metidito. Vamos, cariño.

—¡Oigan, por ahí no! —dijo el aparcacoches—. ¡Por ahí se va a Elm! ¡Adonde quieren ir es a Main! ¡Por ahí es por donde vendrá!

—¡Sabemos lo que hacemos! —gritó Sadie. Confié en que tuviera razón. Avanzamos entre los coches encajonados, con Sadie a la cabeza. Yo me contoneaba y lanzaba la muleta a un lado y a otro, intentando no chocar con los retrovisores ni quedarme atrás. Ya oía las locomotoras y los traqueteantes vagones de mercancías de la estación de trenes de detrás del Depósito de Libros.

—Jake, estamos dejando un rastro de un kilómetro de ancho.

—Lo sé. Tengo un plan. —Una exageración gigantesca, pero sonaba bien.

Salimos a Elm, y señalé el edificio de la otra acera, dos manzanas más abajo.

—Ése. Allí está.

Sadie observó el chato cubo rojo con las ventanas vigilantes y luego volvió hacia mí un rostro consternado y de ojos desorbitados. Vi —con algo parecido al interés clínico— que se le había puesto la piel del cuello muy blanca y de gallina.

—¡Jake, es horrible!

—Lo sé.

—Pero… ¿qué tiene de malo?

—Todo. Sadie, tenemos que darnos prisa. Casi no nos queda tiempo.