Caminamos por Pearl Norte… o más bien Sadie caminó mientras yo avanzaba a la pata coja. Me iba cien veces mejor con la muleta, pero era imposible que llegásemos al cruce de Houston y Elm antes de las doce y media.
Nos acercábamos a un andamio. La acera pasaba por debajo. Tiré de Sadie para que cruzara la calle.
—Jake, ¿por qué diablos…?
—Porque se nos caería encima. Créeme.
—Necesitamos un vehículo. De verdad que necesitamos… ¿Jake? ¿Por qué paras?
Paré porque la vida es una canción y el pasado armoniza. Por lo general esas armonías no significan nada (o eso creía entonces), pero de vez en cuando el visitante intrépido de la Tierra de Antaño puede aprovechar una. Recé de todo corazón por que fuera una de esas ocasiones.
Aparcado en la esquina de Pearl Norte con San Jacinto había un Ford Sunliner descapotable de 1954. El mío había sido rojo y ese era azul oscuro, pero aun así… a lo mejor…
Corrí hacia él y probé la puerta del copiloto. Cerrada. Por supuesto. A veces te caía una ayudita, pero ¿un regalo con todas las letras? Nunca.
—¿Le harás un puente?
No tenía ni idea de cómo se hacía eso, y sospechaba que probablemente era más difícil de como lo pintaban en las series de policías. Lo que sí sabía era levantar la muleta y golpear la ventanilla repetidamente con el apoyo axilar hasta resquebrajarla y combarla hacia dentro. Nadie nos miró, porque no había nadie en la acera. Todo el jaleo se hallaba en el sudeste. Desde allí se oía el fragor de oleaje de la muchedumbre que se estaba reuniendo en Main Street a la espera de la llegada del presidente Kennedy.
El cristal de seguridad cedió. Giré la muleta y usé la punta con remate de goma para hundirlo del todo. Uno de los dos tendría que sentarse atrás. Si aquello funcionaba, claro. Estando en Derry, había encargado una copia de la llave de arranque del Sunliner y la había pegado con cinta aislante al fondo de la guantera, debajo de los papeles del coche. Quizá aquel tipo había hecho lo mismo. Quizá esa armonía en concreto llegaba hasta ese extremo. Era una posibilidad remota…, pero la posibilidad de que Sadie me encontrase en Mercedes Street había sido más descabellada todavía y había funcionado. Metí la mano en el fondo cromado de la guantera de ese Sunliner y empecé a palpar.
Armoniza, cabrito. Armoniza, por favor. Échame una manita por una vez.
—¿Jake? ¿Por qué crees…?
Mis dedos toparon con algo y saqué una caja metálica de caramelos Sucrets. Cuando la abrí encontré no solo una llave, sino cuatro. No sabía qué abrirían las otras tres, pero no albergaba dudas sobre la que me interesaba. Podría haberla encontrado a oscuras solo por la forma.
Cómo me gustaba ese coche.
—Bingo —dije, y casi me caí cuando Sadie me abrazó—. Conduce tú, cariño. Yo me sentaré atrás y descansaré la rodilla.