Nos acercamos al cruce de Pearl Norte con Ross Avenue a las once y media, más o menos cuando el 707 de Kennedy debía de estar frenando cerca del comité de bienvenida…, que incluía, por supuesto, a la mujer del ramo de rosas rojas. La esquina de la calle que teníamos delante estaba dominada por la Catedral Santuario de Guadalupe. En la escalera, bajo una estatua de la santa con los brazos extendidos, había un hombre sentado con un par de muletas de madera a un lado y una olla esmaltada al otro. Apoyado en la olla había un cartel que decía: ¡ESTOY LISIADO GRAVE! POR FAVOR UNA LIMOSNA SEA BUEN SAMARITANO DIOS LE AMA.
—¿Dónde están tus muletas, Jake?
—Se han quedado en Eden Fallows, en el armario de mi habitación.
—¿Te has olvidado las muletas?
A las mujeres se les dan bien las preguntas retóricas, ¿no?
—Últimamente no las he usado tanto. Para las distancias cortas, me apaño bastante bien. —Eso sonaba un poco mejor que reconocer que mi prioridad había sido largarme cagando leches del pequeño centro de rehabilitación antes de que Sadie llegase.
—Bueno, está claro que ahora no te vendrían mal.
Se adelantó corriendo con envidiable ligereza y habló con el mendigo de la escalinata de la iglesia. Para cuando llegué cojeando, estaba regateando con él.
—Un par de muletas como esas cuestan nueve dólares, ¿y quieres que te pague cincuenta por una sola?
—Necesito al menos una para llegar a casa —dijo él en un tono razonable—. Y tu amigo tiene aspecto de necesitar una para llegar a cualquier parte.
—¿Y todo ese rollo de que Dios nos ama y hay que ser buenos samaritanos?
—Bueno —dijo el mendigo mientras se frotaba con aire meditabundo la pelusa de la barbilla—. Es cierto que Dios te ama, pero yo soy solo un pobre lisiado. Si no te gustan mis condiciones, haz como el fariseo y cruza a la otra acera. Es lo que haría yo.
—Apuesto a que sí. ¿Y si te las quito y punto, por avaricioso?
—Supongo que podrías, pero entonces Dios dejaría de amarte —replicó él, y rompió a reír. Era un sonido sorprendentemente alegre para salir de alguien que estaba lisiado grave. En el apartado dental andaba mejor que el vaquero del Studebaker, pero no mucho.
—Dale el dinero —dije—. Solo necesito una.
—No, si le daré el dinero. Es que odio que me la claven.
—Señorita, eso es una pena para la población masculina del planeta Tierra, si no le importa que lo diga.
—Cuidado con esa boca —dije—. Estás hablando de mi prometida. —Ya eran las once y cuarenta.
El mendigo hizo como si no existiera. Miraba la cartera de Sadie.
—Está manchada de sangre. ¿Te has cortado al afeitarte?
—No pidas para salir en el programa de Ed Sullivan, cielo, no tienes ni puñetera gracia. —Sadie sacó el billete de diez que había mostrado al tráfico, más dos de veinte—. Toma —dijo mientras él los cogía—. Estoy arruinada. ¿Satisfecho?
—Has ayudado a un pobre lisiado —observó el mendigo—. Eres tú la que tendrías que estar satisfecha.
—¡Pues no lo estoy! —gritó Sadie—. ¡Así se te caigan esos malditos ojos de viejo de tu fea cabeza!
El mendigo me lanzó una cómplice mirada de hombre a hombre.
—Más vale que te la lleves a casa, amigo, creo que su período está al caer.
Coloqué la muleta bajo mi brazo derecho —la gente que ha tenido suerte con sus huesos cree que una sola muleta debería usarse en el lado lesionado, pero no es así— y cogí el codo de Sadie con la mano izquierda.
—Vámonos. No hay tiempo.
Mientras nos alejábamos, Sadie se dio una palmada en el trasero cubierto de tela vaquera, miró por encima del hombro y gritó:
—Bésamelo.
El mendigo respondió a voces:
—¡Tráelo para acá y bájalo en mi dirección, preciosa, que eso te saldrá gratis!