Llegamos a Pearl Norte Street antes de que el motor del Studebaker se averiase. Salía vapor de debajo del capó. Algo metálico cayó a la calzada con estrépito. Sadie gritó llevada por la frustración, se dio en el muslo con el puño cerrado y soltó varias palabrotas, pero yo estaba casi aliviado. Por lo menos no tendría que pelearme más con el embrague. Puse el coche humeante en punto muerto y dejé que rodara hasta un lado de la calle. Se detuvo delante de un callejón sobre cuyos adoquines habían escrito NO BLOQUEAR, pero esa infracción en concreto me parecía una tontería después de un ataque con arma blanca y un robo de coche.
Salí y cojeé hasta la acera, donde ya me esperaba Sadie.
—¿Qué hora tenemos? —preguntó.
—Las once y veinte.
—¿Hasta dónde debemos ir?
—El Depósito de Libros Escolares de Texas está en la esquina de Houston y Elm. Cinco kilómetros. Puede que más. —Apenas habían salido las palabras de mi boca cuando oímos el rugido de unos motores a reacción a nuestra espalda. Alzamos la vista y vimos al Air Force One en su trayectoria de descenso.
Sadie se retiró el pelo de la cara con gesto cansino.
—¿Qué vamos a hacer?
—Ahora mismo, caminar —respondí.
—Pásame el brazo por los hombros. Deja que sostenga parte de tu peso.
—No lo necesito, cariño.
Una manzana más tarde, sin embargo, ya lo necesitaba.